jueves, 25 de julio de 2013

"Reformando la educación desde el cinismo y la desconfianza" (Enric Prats)

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El Consejo de ministros del gobierno español del 17 de mayo certificó la puesta en marcha de una reforma profunda del sistema educativo. No faltan razones para introducir cambios en la educación, no sólo a tenor de los informes internacionales sino también y sobre todo por las voces internas que recomiendan una revisión a fondo del modelo escolar actual. Pero el camino adoptado por el gobierno español no es el más adecuado y volvemos a perder una nueva oportunidad para situar a España entre los países más modernizados en educación.

El liderazgo visible de la reforma ha recaído en el ministro de Educación, José Ignacio Wert, conocido polemista antes de ministro, sociólogo de profesión en la rama demoscópica y uno de los autores más voraces de la FAES, fundación que no ha cesado de evacuar documentos en contra del sistema educativo vigente en los últimos años. Este liderazgo, sin embargo, no tiene que hacer olvidar que la actual propuesta de ley arranca de una ley frustrada, aprobada el 2002 bajo la anterior mayoría absoluta del Partido Popular, que sería derogada en la primera reunión del consejo de ministros de la posterior era socialista. La propuesta de ley usa el mismo argumentario que la del 2002, el de la necesidad de mejorar la calidad de la educación centrada en el esfuerzo individual, mediante la creación de sucesivos obstáculos a superar, y olvidando las recomendaciones internaciones que sugieren la necesidad de apoyar el esfuerzo colectivo.

La ley arranca con una declaración de intenciones repleta de incongruencias y medias verdades, asumiendo como motivación principal la reducción del fracaso escolar, el aumento del rendimiento académico y el combate contra el paro juvenil. Declaraciones recientes de dirigentes populistas han insistido en este último argumento, defendiendo de manera impávida que el actual sistema educativo es la causa del nivel de paro juvenil, argumentos que llenan la página creada para difundir lo impresentable: laverdaddelaeducacion.es. Olvidan, estas declaraciones, que la desocupación laboral actual de los jóvenes y el abandono prematuro de la educación formal es consecuencia de la política del ladrillo, que con elevados sueldos expulsaba del sistema a los alumnos menos motivados. Ahora  pagamos las dos consecuencias.

Cuando nos comparamos con los países vecinos, el sistema educativo español queda en la posición que le corresponde si tenemos en cuenta dos variables. Por un lado, venimos de donde venimos y conviene recordar que en los 80 el fracaso escolar rozaba el 40%, cuando la escolarización obligatoria sólo llegaba a los 14 años, después de cuatro décadas anteriores de penurias educativas. Por otro lado, los niveles de inversión económica en educación no han llegado nunca al de los otros países. La herencia, por lo tanto, era muy complicada y el Partido Popular no se ha caracterizado, durante el tiempo que ha estado en la oposición, por favorecer la consolidación de un sistema educativo moderno y capaz de afrontar retos, centrando su tarea opositora en aspectos meramente ideológicos y ciertamente marginales de la educación, como la objeción de Educación para la ciudadanía. Más bien, de la mano de la jerarquía católica, ha insistido exclusivamente en recuperar soluciones del pasado para un sistema que tendría que pensar más en el futuro.

Pero los despropósitos de la ley se pueden identificar en cuatro aspectos sustanciales, sin olvidar otros muchos que también merecerían una atención especial.

En primer lugar, la reforma ataca de raíz al modelo de escuela democrática y anula de cuajo la participación de las familias y de los alumnos, pero también del mismo profesorado, en el “control y gestión” de los centros educativos, como reconocía el maltrecho artículo 27.7 de la Constitución de 1978. El consejo escolar, como órgano de gobernanza de las escuelas, queda completamente desfigurado con el traspaso de sus competencias a la dirección de los centros, que será nombrada por la administración y terminará por asumir un poder considerable en las escuelas. Las insuficiencias del modelo actual quedaban patentes en todas las elecciones de padres y alumnos, como también la inoperatividad real de los consejos, transformados en la práctica en meros órganos decorativos. Pero en lugar de impulsar estos órganos y profundizar en el modelo democrático de escuela, la ley opta por vaciarlos de contenido y anular de hecho sus competencias.

En segundo término, la propuesta de ley altera de manera notable el difícil equilibrio competencial derivado del estado de las autonomías que se había logrado con las primeras leyes educativas democráticas, cuando la arquitectura curricular se guiaba por un principio de subsidiariedad basado en la mutua confianza: el gobierno central fijaba unos conocimientos mínimos y los autonómicos los ampliaban y desarrollaban. En el nuevo sistema, la ley inventa una clasificación inédita a escala europea y distingue entre materias troncales, específicas y de configuración autonómica. Las dos primeras quedan reservadas al gobierno central, quien decidirá y evaluará, por ejemplo, contenidos de historia o de geografía comunes para todos los alumnos españoles, con independencia de su residencia y tradición propia. El despropósito es monumental cuando interfiere en el modelo lingüístico, que en el caso de Cataluña se ha demostrado decisivo para garantizar buenos niveles en el dominio de las dos lenguas y asegurar la cohesión social, algo que se ha demostrado concluyente en los últimos años con la llegada de fuertes contingentes migratorios. La intromisión roza la legalidad cuando se inclina a favor de una opción lingüística que, además, promueve la segregación escolar, una virtud que el modelo de escuela catalana había sabido preservar.

En tercer lugar, la reforma eleva el tono doctrinal de la legislación educativa con la eliminación de la asignatura de Educación para la ciudadanía, y la reinstauración  obligatoria de la Religión, sustituible por una de valores culturales o éticos. No es un cambio menor tampoco en cantidad puesto que aquella sólo tenía presencia en tres cursos de la educación obligatoria, mientras que la religión será obligatoria durante los diez años que forman la etapa primaria y la secundaria básica. El adoctrinamiento de la ley aparece también en la formulación curricular de las materias consideradas “troncales”, como en la historia o la geografía, que serán diseñadas totalmente por la administración central y formarán parte de las evaluaciones externas que darán acceso a la titulación final de etapa, como veremos a continuación. La españolización definitiva empieza también por aquí. En cualquier caso, la educación vuelve a ser utilizada como un espacio de debate ideológico, aprovechado por la jerarquía eclesiástica, que incluso ha llegado a defender la cientificidad de los contenidos religiosos.

En cuarto lugar, como mencionábamos, la propuesta de ley introduce un mecanismo perverso de logro de objetivos, con una certificación externa de los conocimientos logrados durante la educación obligatoria (al final de la ESO) y otra al final del bachillerato, las conocidas reválidas. La evaluación externa es empleada en muchos países europeos para identificar los aspectos a mejorar del sistema y también para dar información a las familias sobre los procesos que llevan a cabo sus hijos, pero pocos países usan estos datos para validar y, todavía menos, para permitir el acceso a estudios posteriores. Para rematar el tema, en declaraciones recientes, el mismo ministro Wert ha considerado que las reválidas permitirán “aumentar la tensión entre docentes y alumnos”, una muestra del sentido real que tienen este tipo de pruebas en la mentalidad de los promotores de la reforma, una especie de mecanismo de poder para afianzar un modelo de liderazgo autoritario ciertamente poco adecuado en los tiempos que corren. El esfuerzo individual no se potencia con más obstáculos sino con acciones que extraigan lo mejor de cada cual, un objetivo que las pruebas estandarizadas, a nivel “nacional”, nunca podrán lograr.

Pero además del fondo de la cuestión, el proceso se ha llevado con unas formas de hacer política que tendrían que ser evitadas en temas de gran trascendencia, en cuestiones de estado, como es la educación. Lejos de buscar consensos y arbitrar soluciones compartidas por el máximo número de agentes, el equipo ministerial ha tirado por el camino de en medio y ha preferido el ataque directo. La comunidad educativa se ha pronunciado por medio de multitud de actos y sobre todo con una muestra importante de fuerza en la calle en más de una ocasión en el último año y medio, que acompañaban las quejas por los recortes. Todo ello no puede hacer olvidar que, como se acaba de conocer, España ha retrocedido el 0,5% en la inversión en PIB en el primer cuatrimestre de 2013, a diferencia de la media de la OCDE que ha crecido un 0.4%.

En resumen, la desconfianza del ministro hacia los profesionales de la educación, con la introducción de mecanismos de control sobre la tarea del profesorado, y el  cinismo mostrado a lo largo de todo el proceso, con la tergiversación de datos y la ocultación de información para defender sus posiciones, han impedido la realización de un debate necesario y honesto sobre el sistema educativo. Las medidas que se irán adoptando con su despliegue pondrán en evidencia el montón de despropósitos pedagógicos de la ley, que pondrá la escuela en el sentido contrario de lo que se viene postulando en los foros internacionales. Un retroceso de más de cuarenta años, que nos situará justo antes de una ley franquista, la de 1970, más adaptada a su realidad que la actual.

Enric Prats Gil es Profesor de Pedagogía Internacional (Universidad de Barcelona). Pertenece al EDUMORAL-GREM, grupo de investigación en educación moral. 

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