domingo, 7 de noviembre de 2021

UN ADIÓS SIN DESPEDIDA (Javier Taboada para su blog Jardín de Encuentro de Jesús Taboada)

Reproducimos este artículo que Jesús Taboada ha publicado en su blog Jardín de Encuentro de Jesús Taboada


Once de la mañana. Salgo a la terraza.

El sol confiere al cromatismo otoñal de árboles y trepadoras la intensidad de un fuego interior, esplendor de crepúsculo.

Desde una mediana lejanía, amortiguado por la distancia, como en sordina, el griterío familiar de los críos en el patio de un colegio. Es la hora del recreo.

No hace mucho que comenzó un nuevo curso.

Los ciclos de la vida, renovándose en incesante sucesión que enfrenta y reconcilia con la individual transitoriedad de todo lo existente.

Ha comenzado un nuevo curso en colegios e institutos.

Un nuevo curso en el que la mayoría de nuestros dirigentes políticos echan al estercolero del olvido los beneficios que supuso la adopción de medidas de refuerzo para paliar las dificultades sobrevenidas por una espantosa pandemia mundial.

Mientras la sombra amenazante del morbo fatal merodea todavía sobre nuestras vidas y nuestras conciencias, la política educativa en la mayoría de las comunidades retoma sin pudor ni sensibilidad social alguna la "antigua normalidad", desoyendo la agonía endémica de unos servicios públicos aquejados por años de sucesivos recortes, ahondando las deficiencias estructurales a que lo vienen condenando décadas de privilegiar a su costa a la empresa privada, degradando su naturaleza de servicio público, equitativo y universal, e incluso llevando al límite sus propias condiciones de existencia: vuelta a las aulas masificadas, carencia de recursos, políticas discriminatorias...

La lista de despropósitos es larga, demasiado larga, y lamentablemente no deja de aumentar.

De nuevo se han abierto las cancelas de los institutos al tropel de adolescentes y profesores que, en compleja y feliz conjunción, afrontarán el difícil y apasionante diálogo encaminado hacia una completa realización intelectual, personal y social.

De nuevo en las aulas se encontrarán alumnos y profesores en ese fecundo proceso dialéctico y formativo, en el tránsito de la adolescencia a la edad adulta.

Nuevos retos en la continua adaptación a las formas cambiantes de la sociedad.

Pero yo no estaré ahí para vivirlo en primera persona.

Desde hace un año, pasé el testigo, dejé mi condición de profesor y asumí la de jubilado.

Nada discurrió según los cauces habituales.  Lo imprevisible se cebó con el guion, transformando lo que normalmente habría sido un punto final, o al menos un punto y aparte, en unos desconcertantes puntos suspensivos.

La distopía pandémica, entre otras consecuencias muchísimo más drásticas, pero no menos sensibles, me negó una despedida en el adiós a 37 años de docencia, con sus luces y sus sombras, que son mis propias luces y sombras, porque han constituido el marco referencial de mi propia vida y de mi relación con el mundo.

El 14 de marzo de 2020, ante la excepcional emergencia sanitaria provocada por la pandemia, de trágicas consecuencias para amplios sectores de la población, el gobierno decretaba el estado de alarma y un primer confinamiento domiciliario que duraría más de tres meses.

Eran mis tres últimos meses de docencia y, de repente, ya no en el aula, ya no cara a cara con mis alumnos ni en contacto diario con los compañeros. A las incertidumbres existenciales sobre salud y condiciones de vida, se sumaba el desconcierto, la perplejidad, el abandono y la dejación administrativa ante los retos de continuar nuestra labor educativa en una situación completamente desconocida, nunca prevista, sin recursos apropiados ni suficientes, sin puntos de referencia, improvisando al límite.

No fue fácil, extremadamente duro.


Mucho se habló de aquellos excelentes profesionales que soportaron sobre sus espaldas la ingente carga de bregar con las múltiples cabezas de la hidra, de hacer frente a los escupitajos de la muerte, un personal sanitario entregado hasta la extenuación, expuesto y vulnerable, aplaudido primero como héroes y ángeles de la guarda y luego utilizado como carne de cañón por políticos y otros agentes de los distintos poderes democráticos que, desde el minuto cero de esta tragedia universal,  aprovecharon el momento de fragilidad y desconcierto social para obtener rédito político a costa del sufrimiento y la muerte.

Mucho se ha hablado, y lamentablemente no siempre para bien, de estos inmensos profesionales públicos a los que debemos no sólo respeto, sino también reconocimiento y gratitud incondicional, y en demasiadas ocasiones sólo han sido compensados con el desprecio y la mezquindad tanto por parte de las administraciones sanitarias como por algunos medios informativos y ciertos sectores de la sociedad "de cuyo nombre no quiero acordarme".

Mucho se habló de ellos.

Mucho se habló de una población que sufría la claustrofobia del confinamiento domiciliario y la asfixia de una economía paralizada. En esas largas semanas de aislamiento, muchos tuvieron tiempo para condolerse, para reflexionar, para enfocar sus prioridades desde nuevas perspectivas, para realizar actividades siempre postergadas ante el estrés de nuestra vida laboral, muchos tuvieron tiempo para leer, para escribir, para pintar, para coser, para hacer panes, bizcochos, palmeritas, para practicar yoga, meditación, bachata...

¿Qué hacían, entre tanto, los profesores? ¿Qué hacía yo?

Ese 14 de marzo me senté delante del ordenador y prácticamente no me levanté de allí durante los siguientes tres meses, en un frenético intento de dar continuidad a una labor docente en unas condiciones totalmente imprevistas, con unas herramientas precarias, sometido a los vaivenes de una administración que, en su errática respuesta institucional, suponía más trabas que colaborador necesario; un angustioso sobreesfuerzo por mantener como fuera la cercanía y la receptividad necesarias entre alumno y profesor, cuánto más en unas condiciones en que alumnos y profesores debíamos sobreponernos a los miedos y fantasmas personales provocados por la presencia invisible y amenazante, cuando no dramática, del virus. Había que solventar dificultad tras dificultad, reto tras reto, sin ayuda de ningún tipo, con herramientas que, debido a su uso masivo, se colapsaban día sí, día también, paliando con imaginación la carencia de recursos, anticipándonos a la desmotivación y el desaliento para tender, junto con los contenidos académicos, una voz de aliento y solidaridad. ¿Cómo explicar la sintaxis de una frase griega sin tiza y sin pizarra, a través de una pantalla de ordenador? ¿Cómo atender individualmente las dificultades personales de cada alumno, a la distancia, sin la fluidez comprensiva que la información emocional confiere a la palabra, sin el apoyo colaborativo del trabajo en grupo? No había mañanas, tardes ni apenas noches. No hubo vacaciones de semana santa ni puentes de mayo, ni sábados, ni domingos. A cualquier hora, en cualquier momento, podías y solicitabas recibir aquel reguero de correos electrónicos con dudas o con trabajos o ejercicios, correos a los que tenías que responder lo antes posible para mantener una ilusión de inmediatez, de cercanía. Sobre la marcha, a contrarreloj, había que adaptar a herramientas y circunstancias desconocidas lo que en el aula explicarías sin dificultad, apoyándote, cuando la palabra resulta insuficiente, en los mil recursos de la comunicación no verbal. ¿Cómo medir las dosis adecuadas de información y los tiempos para no sobrecargar a los alumnos?, ¿para coordinarte con otros profesores con los que tampoco tenías entonces trato directo, sin solaparos, sin abrumar a tus alumnos, manteniendo esa base afectiva que en el trato diario presencial no precisa explicitud, pero que las herramientas informáticas deforman tan fácilmente?

A nivel profesional, fue un reto titánico. A nivel personal, un esfuerzo extenuante. A nivel humano, la revelación de la siempre insospechada capacidad humana para remontar los más arduos escollos, cuando la solidaridad y el compromiso son nuestro motor y guía.

Y llegó julio y, con julio, el tiempo del adiós. Pero no hubo adiós.

Y luego llegó septiembre y, con septiembre, el tiempo del reencuentro, en condiciones que seguían siendo imprevisibles y pavorosas.

Pero para mí no hubo reencuentro. Ya para entonces formaba parte del colectivo de jubilados. Y fue extraño, muy extraño, porque el que se va sin despedirse es como si no se hubiera ido, como si permaneciera en un limbo de incierto y solitario futuro sin futuro.

Fue un adiós sin despedida.

Y, sin embargo, a pesar de los resquemores y de un desconcertante proceso de desubicación, finalmente no me acabó suponiendo el vacío existencial de un mundo que había dejado atrás por la puerta de servicio. Conmigo llevaba la experiencia de 37 años de docencia y un proyecto de novela en el que venía trabajando desde casi diez años atrás y al que ahora, tras un período de adaptación, podría ofrecerle la dedicación necesaria.

Dicho proyecto me mantiene, interiormente al menos, conectado al mundo educativo y, en consecuencia, aplaza mi despedida a su conclusión y se convierte en la expresión de ese adiós que las circunstancias me escamotearon.

El proyecto tiene título:

EL AÑO DE LOS IRLANDESES


El año de los irlandeses comenzó siendo un vago anhelo, desde hace décadas, cuando aún ni siquiera tenía título, a partir de dos reflexiones diferentes, aunque relacionadas.

Por un lado, los recurrentes ataques al funcionariado, en general, y al profesorado, en particular, impulsados muchas veces por los propios poderes políticos y mediáticos, de tan larga trayectoria en la mezquina tradición hispana, son tan desalentadores y, sobre todo, desvelan tanto desconocimiento y tantos prejuicios deformantes sobre la propia naturaleza y circunstancias de la labor educativa.

Por otro lado, a pesar de que la vida en el colegio o en un instituto ha constituido el motivo central o el marco referencial de películas, series, novelas, etc., generalmente han sido casi siempre visiones parciales, o sesgadas, enfocadas en múltiples ocasiones por mentes adultas desde una hipotética mentalidad adolescente que busca sobre todo halagar al adolescente como preferente consumidor del producto.

Incluso en aquellos casos en que la honestidad y el compromiso han dado lugar a auténticas obras maestras —pienso, por ejemplo, y sin ánimo de exhaustividad, en películas como Entre les murs (La clase, en castellano) de Laurent Cantent, o Ça commence aujourd'hui (Hoy empieza todo) de Bertrand Tavernier, en Au revoir les enfants (Adiós, muchachos) de Louis Malle, o el clásico To Sir, with Love (Rebelión en las aulas) de James Clavell— incluso en películas de tanta altura artística y social, la visión se circunscribe a un aspecto concreto del mundo educativo, a un enfoque parcial, sin abarcarlo en su totalidad.

De una y otra reflexión fue surgiendo la idea de componer una novela que retratara no sólo el día a día de un profesor en el pleno desarrollo de su trabajo, con alumnos de diversos niveles, con toda la carga administrativa, formativa y burocrática añadida, sino condicionado también por las diferentes capas de realidad que componen su vida, ya que un profesor no es un ente aislado, sino una persona que, además de su profesión, tiene familiares, amigos, intereses culturales, compromisos extra laborales..., y todas esas parcelas de sí mismo conviven y se condicionan mutuamente.

En un principio, era sólo un motivo temático, ambicioso quizás, pero aún demasiado indeterminado y, sobre todo, sin dirección, estancando en sí mismo. Lo único que tenía claro es que debía huir de cualquier valoración personal, ni laudatoria ni crítica, de cualquier enjuiciamiento, y ceñirme a una disección casi entomológica. No debería testimoniar una situación educativa particular, ni siquiera como referente, sino universalizar la experiencia, recrear ese microcosmos en el que cualquier profesor o alumno pudiera reconocerse o reconocer su propia experiencia.

La idea iba creciendo en una nebulosa formal todavía imposible de plasmar sobre el papel.

¿Qué sería?, ¿un diario? No, demasiado mecanicista y, sobre todo, necesariamente enfocado desde un punto de vista único. Cualquier tipo de narrativa tradicional me abocaría a perder ese sentido de universalidad, ubicua y concreta al mismo tiempo, y de multiplicidad de voces contrastadas y simultáneas, dialécticamente concomitantes.

Pero, sobre todo, me faltaba la condición de ser necesaria para que la novela escapara completamente de lo anecdótico.

Y, después de años de recopilar material, ideas sueltas, impresiones, motivos temáticos..., el verano de 2011 me sorprendió con una reacción generalizada a unas instrucciones de principio de curso de nefastas consecuencias, que extremaban la degradación de la escuela pública con unos recortes bestiales, y con una movilización como hacía muchos años que no se producía entre el colectivo, un grito en defensa de la educación pública que, por primera vez, aglutinaba a docentes, alumnos y padres, puño con puño, voz con voz, unánimes, dando lugar a lo que se conoció como la "marea verde".

¡Ahí tenía la razón de ser del proyecto!

La disección no de un año académico cualquiera en la vida de un profesor, sino de aquel curso concreto, plasmar la realidad de la Marea Verde, revivirlo en su desarrollo casi instante a instante, desde las múltiples ópticas que me ofrecía el debate sobre educación mantenido no sólo en las salas de profesores, sino en las calles, en las redes sociales, en los movimientos que surgían desde el compromiso social.

No podía ser una obra autobiográfica, aunque la mayor parte del material ha de partir necesariamente de la experiencia, propia y compartida. Para ello, adopté la voz de una protagonista femenina, Carmen Mora, profesora de lengua, para escapar de los condicionantes de mi particular experiencia en lenguas clásicas, y recreé un instituto ficticio que se alimentara con mis vivencias en los múltiples institutos por los que me ha ido zarandeando mi condición de profesor desplazado durante mis últimos doce años de profesor.

En ello estoy, a por ello voy. El proyecto va tomando forma, va creciendo desmesuradamente, de manera que no sé si terminará siendo una novela, una ficción seriada en tomos o libros diversos, o un auténtico monstruo. Puede que incluso el resultado sea editorialmente inviable, es muy factible que así sea.

En cualquier caso, cuando lo concluya, porque ya no me cabe otra, resulte lo que resulte, no será un epitafio ni unas memorias, sino mi auténtica despedida, una despedida sin adiós, un hasta siempre desde el amor y desde el compromiso.

No hay comentarios:

Publicar un comentario