domingo, 18 de febrero de 2018

Ahorro (Manuel Menor)


Manuel Menor nos envía su último artículo:

Vuelve la moral del ahorro como solución de los graves problemas sociales

Rajoy y su Gobierno intentan desviar nuestra atención de su desinterés por las prestaciones del Estado de Bienestar. Como en el siglo XIX, cargan la responsabilidad exclusivamente sobre los asalariados.
  

Consciente o no, Rajoy ya nos reeduca al sincerarse –desde los tópicos de su supuesto “sentido común”- acerca del presente y futuro del Estado de bienestar. En el Foro ABC, y bajo patrocinio de Deloitte -empresa que no se enteró de qué iba la dirección de Cajamadrid y sus tarjetas opacas- pidió a los españoles ahorro para complementar pensiones y educación. Curiosamente, además, lo ha ligado a una supuesta situación de bonanza: “ahora que las cosas van bien es momento de ser previsores”, tomando como deber “incentivar que el ahorro piense en el largo plazo”. Y con el pensamiento puesto en que los ahorradores practiquen la moral del ahorro con una orientación finalista: “como complemento de la pensión pública pero también de otros planes vitales, como la educación de los hijos, un proyecto personal o superar cualquier revés que nos puede traer la vida”. No podía faltar en este caso, como en otros de las contrarreformas conservadoras, el apoyo en el consejo de la OCDE, con su ranking al parecer bastante malo en esto del ahorro a largo plazo, similar al que provocan siempre las recomendaciones a conveniencia que provocan  sus Informes PISA desde 2002 sobre educación: todo es bueno para el convento de la economía neoliberal.

El revival del ahorro
Exactamente igual y con idéntico razonamiento previsor se habían expresado las variantes del liberalismo decimonónico español respecto al ahorro que debía procurar todo asalariado si quería subvenir a cualquiera de los imprevistos que la vida le pudiera traer y, en particular, la vejez. El ahorro que hubiera hecho a lo largo de toda su vida laboral –en caso de que la hubiera tenido- era el único subsidio de que podía echar mano. Lo que pudiera venir de otros, mediante caridad o beneficencia, bien explicó Concepción Arenal que era insuficiente, amén de discriminatorio. En torno a la moral del ahorro y la previsión se gestó por tal motivo –una vez que fue evidente que los problemas de los pobres crecían en alcance político-  una dinámica educativa moralizante de grandes proporciones en que participaron la burguesía, la aristocracia y la Iglesia. Esa peculiar manera de  atender a la “cuestión social” –como llamaron a las demandas que los obreros urbanos empezaban a plantear a una sociedad autosatisfecha-, utilizó todo tipo de medios para extender el mensaje: libros devocionales, lecturas escolares, lecciones de economía doméstica, cuentos ejemplarizantes como el de “La camisa del hombre feliz” e, incluso, más de una canción pegadiza. Por su parte, las Cajas de Ahorro, que en España habían empezado su andadura en 1835 (Orden de 03.04) a imitación de otros países, tuvieron en las voces de la sociedad aburguesada una extraordinaria propaganda. Pocas dejaron traslucir una visión crítica. Rajoy –o quien le haya aconsejado- tampoco. Sean o no conscientes de la deslealtad con los ahorradores de muchos gestores del “benéfico” ahorro, vuelven a que que el Estado se ahorre –a cuenta de esos recursos-  lo que en prestaciones bien gestionadas desde los presupuestos generales debía disfrutar la clase trabajadora.

Mesonero Romanos, promotor de la idea moral del ahorro y de sus Cajas, ya vislumbró el atractivo negocio que era, de nulo riesgo para supuestos benefactores, la gestión de lo ahorrado por los asalariados. En 1880 (Art. 4 de la Ley de 29 de junio), dentro de un reformismo de bajo coste, la moral y la práctica del ahorro llegaron, incluso, a la escuela. Como adoctrinamiento, no solo moral sino también operativo, volvería a repetirse tal presencia en 1911, en esta ocasión como propuesta del incipiente Instituto Nacional de Previsión o, según nomenclatura de la época, una “previsión de segundo grado” orientada al retiro laboral. Siete años más tarde, en 1919, se repetiría de nuevo la instancia a que el ahorro escolar difundiera el ahorro, en esta ocasión, con carácter obligatorio para escuelas y maestros, en los ambientes familiares a través del alumnado. Andando los años, y dada la lentitud que tenía el número de obreros que se adscribían a la previsión de su jubilación, todavía en el art. 8 de la ley de Educación Primaria de 1945 se volvería a insistir de nuevo en la obligatoriedad que tenían las escuelas de fomentar, entre los “hábitos sociales adecuados”, “a los alumnos en el ahorro, la previsión y el mutualismo”. Las cuatro disposiciones comparten una persistente confianza en el poder simbólico –y práctico del ahorro-, similares expectativas  e instrumentos parecidos.  El discurso de Rajoy la recupera, como si no tratara de reemplazar con tan barato remedio las políticas sociales, y nada hubiera pasado en estos 73 años últimos.

Sacrosanta propiedad privada
Este sistema moralizador partía de varios supuestos. Por un lado, la sacralización del derecho de propiedad, intocable hasta el punto de que ni legislación de expropiación por razones de utilidad común existió durante mucho tiempo. La teoría económica clásica le reconocía más valor que el que le había concedido Tomás de Aquino en plena Edad Media y,  en 1891, cuando León XIII trató de la situación social, lo hizo de manera que, mientras en su modo de dirigirse a los propietarios dueños de los empleos se mostró muy comedido, deferente y circunspecto, mientras que en los mensajes que dirige a los asalariados, dependientes de aquellos, pierde la moderación, dadas las formas de desarrollo que, a esas alturas, había cobrado el movimiento obrero, supuestamente contra el orden vigente. Las primeras páginas de la Rerum novarum  son especialmente significativas en ese sentido, como lo es asimismo el ofrecimientos que hace a los poderes económicos y políticos de que la Iglesia intermedie en la gestión de los arreglos que –en la tradición de la caridad, pero no de la justicia social- habrían de solucionar los conflictos entre las dos grandes clases sociales, la burguesía propietaria y los trabajadores, únicamente dueños –y no mucho- de su capacidad laboral dentro de un panorama de libre concurrencia y sin protección legal alguna.

 Esa sacralización de la  propiedad dentro del funcionamiento económico y social, ya estaba puesta en cuestión para entonces. El realismo literario -el de Zola por ejemplo- la había denunciado en sucesivas novelas; la intelectualidad socialista venía fijando en ella sus críticas más profundas, especialmente desde 1948, e, incluso dentro de la propia Iglesia católica, había grupos proclives a mucha más radicalidad en su posicionamiento. Pero había sido sobre todo desde la vertiente política que se había desestabilizado el bien pensar: fundamentales habían sido las decisiones de Bismarck en la década de 1880, en plena fase de unificación de Alemania. Para reducir la atención que suscitaba el socialismo entre los trabajadores –y para frenar la pretensión de superioridad de las iglesias frente al Estado prusiano-, sentó las bases del Estado de bienestar. En 1883, creó el Seguro de la Salud de los Trabajadores –con recursos para subsistir en caso de enfermedad_; en 1884, el Seguro de Accidentes, para ayudar a los lesionados en el trabajo; y, en 1889, el Seguro de Invalidez, que tenía especial incidencia en la vejez.

Todo ello implicó detraer recursos tradicionalmente pertenecientes a los propietarios de las empresas, limitó su derecho exclusivo de propiedad sobre el valor producido por el trabajador, pero contribuía a la estabilidad o “seguridad social”. La solución, extraña para los prohombres de nuestro país, hizo que en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas hubiera un pequeño terremoto.  Melchor Salvá, en un debate sobre los límites de la propiedad, confesó sus dudas ante aquel intervencionismo estatal que también aquí se abriría camino, aunque muy lentamente a partir de que en 1883 se creara la Comisión de Reformas Sociales:
            “¿Debe concederse a los obreros ese derecho de obtener auxilios en caso de         que la concurrencia no les ofrezca trabajo, y también en la ancianidad, o     cuando les impidan trabajar los accidentes de la fábrica?

Estado mínimo y escuela ínfima
En aquel Estado mínimo –propiedad de los pocos hombres con derecho a voto antes de 1890- la difusión del ahorro, que debía sustituir la ausencia de leyes sociales que atendieran los inevitables  problemas vitales y laborales, se había fiado a unas ínfimas escuelas, a las que pocos niños y menos niñas asistían. Mariano Carderera, prestigioso pedagogo de la época, anotaría en la tercera edición de su Diccionario de la Educación su perspectiva reacia a esta medida. Entre otras razones, por la conveniencia de “quienes se empeñan en encomendar a la escuela, y a la pobre escuela popular, la curación de todos los males”. La escuela –decía- “no es omnipotente; es solo un factor en nuestra vida social, un factor cuyo ejercicio dificultan, a la vez que le imponen tareas a que están obligados otros factores”. Por ejemplo, que los salarios de los trabajadores apenas les llegaran a muchos para satisfacer sus propias necesidades alimenticias, razón por la que era obligado en la mayoría de familias obreras que mujeres y niños trabajaran para remediar la deficiencia. Y por tal motivo, cuando la Comisión de Reformas Sociales le pide la opinión sobre el ahorro a los obreros, uno de los informantes, argumentando frente a quienes culpaban a la clase obrera por tener pocos o nulos ahorros, decía en enero de 1885:
            “¿Cómo ha de tenerlos si es materialmente imposible? Yo, estudiándome a            mismo, veo que llevo treinta y seis años trabajando, y no he podido hacer otra cosa              que vestir, comer, pagar la habitación y vestir como he podido a mis hijos. Yo no he     ganado jamás, desde que tenía treinta años, menos de seis pesetas, y no he podido     tener nunca ahorros, a pesar de que no he fumado y no he tenido gastos, porque a                 la taberna tampoco entro. No pidáis a esos seres que ahorren, porque no pueden”.

Rajoy y su Gobierno no muestran inclinación alguna por esa historia de nuestros antepasados, ni piden disculpas por una gestión tan atrabiliaria del ahorro popular como ha tocado vivir a tantos ciudadanos. Vuelven sin más al viejo discurso de que las prestaciones sociales se las pague individualmente cada cual. ¿Ignoran lo que supuso en Europa la creación del Estado de Bienestar y su buen funcionamiento entre los años 45 y 73 que era la envidia de nuestros emigrantes de entonces? ¿Tampoco les importa que, en España fuera muy tardíamente, en los años ochenta, cuando se hubiera logrado alcanzar –muy mediatizado- un nivel de reconocimiento relativamente homologable en cuanto a derechos y prestaciones sociales que nuestros vecinos habían tenido durante aquellos 30 años “gloriosos”?. Era una chapuza, pero creen que, con que, por ejemplo, la lenta escolarización total hasta los 14 años se hubiera logrado entre 1964 y 1989 ya había sido suficiente; llevaron muy mal que la UE  pidiera en 1990 que había que ampliarla hasta los 16.  Poco se preocuparon, en consecuencia, de que aquella homogeneización escolarizadora ampliada  haya llevado a que muchos niños y niñas al abandono escolar temprano o al fracaso escolar. Ya estaba bien con que hubieran tenido acceso a una escolarización improvisada, aunque solo fuera aceptable para una selección poco o nada democrática: como si la escolarización conllevara la equidad educativa. Igual sucedió con las improvisaciones continuas en la Seguridad Social, después de una inmensa lentitud en su aplicación, a partir de la creación del INP el 27.02.1908 ¿No es la Ley 26/ de 1985, con a sus medidas urgentes por la racionalización de la estructura y acción protectora de la Seguridad Social –impopular hasta llegar a una huelga general en junio de ese año por el endurecimiento que supuso para muchos y muchas trabajadoras- la que la extendió a todos los españoles? ¿Y no fue dos años más tarde que la fragilidad de las pensiones allanó el camino a su privatización y gestión por bancos y empresas?

El futuro que ya estamos haciendo
El futuro de aquellas mediocres aproximaciones al estado de Bienestar que habían tenido los europeos no necesitó propiamente de la caída del Muro berlinés en 1990, causante de la ampliación de esa brecha al neoliberalismo contrario a todo lo público. Ya se estaba haciendo con las reconversiones industriales (1982), las reformas laborales (1984) y otras muchas que, si bien supusieron avances en alguna carencia, también significaron la estabilización de soluciones regresivas. La propia LODE y la LOGSE, en educación, fueron objeto de fuerte contestación por parte de expertos de la sociología en los mismos años en que fueron publicadas en el Boletín Oficial del Estado.

 Hoy es el futuro de entonces. No es lo que pasa lo que más importa sino lo que ese pasar ya está haciendo. Rajoy, encantado de estarlo realizando de manera más descarada, completa aquellas contrarreformas con una vuelta desvergonzada a la disciplinaridad social del siglo XIX. Su LOMCE es un gran símbolo de la irrelevancia democratizadora de su gestión elitista, reverente con el poder. Ahí están las denuncias de los sindicatos y ciudadanos  hastiados de cómo –después del paso de este bulldozer desde 2011-  está quedando la Sanidad, las pensiones, los salarios, la dependencia de los mayores, la atención a la infancia, la violencia de género, la propiedad de los bienes comunes del Estado o la utilización clientelar de los presupuestos generales. Sus intentos de edulcorar su tránsito autocomplaciente y engreído por las instituciones son patéticos.  Si la subida del 0,25 % de las pensiones le está estallando en la cara con misivas de los agraciados, el juego con el MIR educativo es una expresión sarcástica de su esfuerzo ímprobo para que todo quede mucho peor y sin financiación. Para recochineo, su permanente creatividad con el PIB nunca dice a costa de quiénes va bien. Y para remate –cuando Save the Children y muchos otros recuerdan cómo subsiste la pobreza, cómo se consolida la degradación de todo proyecto de igualdad, o la brecha salarial entre hombres y mujeres- nos devuelve al programa de ahorro de nuestros tatarabuelos, cuando nada del Estado de Bienestar existía ni, menos, ley social alguna que rigiera las relaciones de unos con otros: solo el Código  Penal, para protección censitaria de los propietarios. No estaría mal que, antes de que  huela más a elecciones generales –entre tanto olor a podrido de tanto irresponsable-, se enterara, al menos, de lo que uno de los ilustres conservadores de antaño, Cánovas del Castillo, propugnaba en el Ateneo madrileño, el 10.11.1890, acerca de que la Economía política cediera el paso a la Política económica:
                Vayan, pues, concertadas, que es inevitable, la Economía política y la Moral en la Política económica de las naciones, bajo la inexcusable inspección del Estado, como buenas compañeras y para todo aquello a que la caridad cristiana y su remedo, el                 altruismo, no basten”.

Mejor irían este presente y su futuro si al menos entendiera que la disciplina ahorradora que quiere reintroducir como sistema de atención social ya suscitó agrias contestaciones  de cuantos se sentían fuera de juego en la sociedad hipócrita que aquel liberalismo doctrinario patrocinaba y que Galdós tan bien supo retratar. Frente a aquella cerrazón individualista, que se empeñaba en suplir con pedagogía del ahorro lo que no quería hacer políticamente, Pablo Iglesias Posse –el de Ferrol- ya había explicado ante los comisionados de Reformas Sociales, el 11.01.1885, la imposibilidad de que el sueño burgués de un ahorro “benéfico” a costa de los asalariados fuese la solución de los graves problemas que había:
            “¿Qué queréis que ahorre un desgraciado que gana seis u ocho reales de jornal?          [...]. Por contestar a la pregunta de la Comisión, yo diré que el ahorro es imposible. Además, ¿de qué servirían esos pequeños ahorros con la crisis que nos agobia? Si             se sabe que el obrero vive en déficit constante, que cuando deja una prenda de vestir es porque ya no sirve para nada, ¿cómo es posible que hablen de ahorro, sobre todo quienes tienen el estómago caliente y van bien vestidos?”.


Manuel Menor Currás
Madrid, 18.02.2018

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