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miércoles, 21 de julio de 2021

Modernización y regresiones (Manuel Menor)

Publicamos este artículo del compañero Manuel Menor


Volvemos a donde solíamos

 

Esta forma de moverse no siempre garantiza seguridad, sino más bien inmovilismo, regresividad y miedo a otras posibilidades de convivencia.

 

Vuelven  los niveles estadísticos del mes de febrero en cuanto a contagios, incidencias hospitalarias y demás aspectos significativos de lo que ya es la quinta ola  de la Covid-19. Se renuevan, en el plano político, los pretextos de repulsa contra el nuevo Gobierno que estrena sus pasos mientras recibe los primeros recursos europeos para afrontar la recuperación económica; el Apocalipsis se queda corto en las invectivas que lanzan las tres derechas de la derecha, reduplicando la inquina en que se queda corto el manual que alguien reunió a cuenta de Schopenhauer como El arte de insultar. Y vuelve, a su vez, el cansancio de oyentes hartos de este pim-pam-pum banal que ni pretexto es de oposición; cuando en asuntos como el de Cuba, por ejemplo, se ve a todo el mundo con una santa inocencia que no se cree nadie, lo menos insensato es salirse de la reyerta nominalista a cuenta de la democracia/dictadura.

 

A Ulfe

 

En medio de tanta vuelta tonta, merece la pena recordar que se reedita A Ulfe, el libro en que Julia Varela analizaba en 2004 la eficiencia que la educación escolar tuvo en una zona rural de la Ribeira Sacra muy próxima a Chantada (Lugo). El título responde al topónimo de una pequeña aldea hoy deshabitada, vacía de gente -como ha dado en decirse de buena parte de España- y llena de zarzas, que en los años cincuenta y sesenta tenía mucha vida humana y una escuela con bastantes criaturas. Han crecido, y Julia, natural de esa aldea, tuvo la feliz idea de preguntarles por lo que aquel tiempo escolar significó para ellos, cómo eran sus maestros y maestras y en qué medida lo allí enseñado les ha servido para sus vidas después de haber visto tantos cambios en su ecosistema social y económico.

 

Haber nacido en esa aldea, conocer desde la infancia a los interlocutores-testigos, y haber experimentado muchas de sus mismas sensaciones ante lo acontecido no siempre es el mejor modo para mirar qué acontece; muchas veces, es el principal obstáculo para la disposición a descubrir y conocer mejor el entorno. En este caso, ha servido de pretexto, razón y condición principal para situarse en disposición abierta a la curiosidad y a las mejores preguntas y, también, a la expectativa de las mejores ideas para un posible cambio de actitud respecto al futuro de ese medio.

 

A Ulfe no es una guía turística para ver un paisaje bello y con buenos ejemplares monumentales del pasado, o para degustar algunos de los frutos afortunados del residual agro gallego, en un enclave privilegiado. No es, tampoco, uno de los libros de moda para lamentar melancólicamente un tiempo ido o para figurar entre quienes de  modo oportunista tratan ahora de paliar los problemas que tiene la España vacía. A Ulfe es un libro de sociología de ese mundo rural, en que se pueden ver en directo, en las voces de sus protagonistas, y escrito a modo de relato en que se trenzan muchas entrevistas, cómo eran sus hábitos de vida, la magnitud de las modificaciones a que han sido sometidos y, en medio, el papel que en ello  desempeñó su tiempo de paso por el espacio escolar. Esta perspectiva es la que más interesa a cuantos de algún modo tienen algo que ver con el mundo educativo, bien porque ya lo han pasado y les puede ayudar a entenderlo, bien porque están en trance de que les interese a fondo para sus propios hijos. El objeto principal de este análisis sociológico es el valor que haya tenido lo recibido, la escuela pública a que hayan tenido acceso y, en definitiva, la jerarquía del aprecio que tenga en la vida colectiva.

 

¿La casa de todos?

 

Este libro es especialmente recomendable para cuantos estiman que la escuela de aquellos años era sensiblemente mejor –de más “nivel”, suelen decir- que la que ha venido después de la CE78 (Constitución Española de 1978), con sus reformas y contrarreformas; que estas no nos gusten en bastantes de sus dimensiones, no es pretexto para que aquella vida escolar de entonces fuera mejor o simplemente buena; no la redime de las enormes deficiencias que tuvo para quienes la soportaron. No es un libro partidista –en el sentido estricto del término-, sino un libro crítico, muy apto también para cuantos desde el campo de las preocupaciones políticas traten de poner remedio a algunos de los problemas importantes que sigue teniendo el sistema educativo actual, después de casi ochenta años. Muchos de los aspectos que testimonia, idénticos a los que ya había descrito Luis Bello en los años veinte, estaban, por tanto, muy desfasados en el tiempo y en el trato a los chicos y chicas que acudían a las escuelas.

 

Sería una lástima que, en el momento actual, prosiguiera similar despropósito ahora que la escolarización es accesible a todos y todas, y que siguiera desaprovechándose un tiempo tan amplio como el que ahora alcanza, hasta los 16 años como mínimo. De la pobre rentabilidad de aquella escuela hay amplia información cualitativa en este libro; de su cuantificación, hay constancia sobrada, igualmente, en estudios de Xurxo Torres y José Antonio Caride. De cómo todo ello ha tenido repercusión en el tratamiento real del paisaje rural  y, en general, en los atrasos culturales que tenga esa área territorial y todo el país, también hay huellas abundantes en los Informes PIAAC, de la OCDE.

 

Nada es gratuito y todo se interrelaciona; la COVID-19, al desmantelar muchos de los convencionalismos en que nos movemos regresivamente pone en valor la consistencia de lo que hayamos construido. Por demás, ha traído al recuerdo al Benedetti de   La casa y el ladrillo (1976) citando al Brecht que había dicho: “Me parezco al que llevaba el ladrillo para mostrar al mundo cómo era su casa”; estaba en el exilio, era consciente de que le habían confiscado la palabra y el horizonte, y que no podía explicarse coherentemente nada de lo que realmente le importaba. Con tanta repetición de  vueltas a un pasado inane, hemos aprendido que en aquella escuela de ausencias estuvo el no saber cómo podía haber sido la casa educadora de todos; las rutinas que, según el análisis de Julia Varela, impusieron a varias generaciones de españoles, además de desbaratar esa posible experiencia, quieren hacernos creer que deben seguir estando ahí, para que aceptemos que lo mejor que puede pasarnos ahora debiera ser lo que entonces era.  ¡Atentos!

 

Manuel Menor Currás

Madrid, 14.07.2021


sábado, 8 de febrero de 2020

Urbanocentrismo (Manuel Menor)


No se depriman, que es peor

No estaría mal analizar bien los problemas, para no continuar con soluciones periclitadas, contaminadas de falsa rutina antes de ser puestas en marcha.

Quien vea la serie de HBO El cuento de la criada podrá entender que la imaginación distópica también puede ser educativa. Las vueltas que da la protagonista para que predomine la supervivencia por encima de imponderables políticos, culturales, religiosos y sociales, merecen ser seguidas.

Aunque sea lenta, la introspección que desarrolla la serie en torno a la capacidad de desmontar una situación estructural gravemente lesiva para los derechos elementales, es muy meritoria. Margaret Atswood, la creadora de la novela original, da  toda una lección sobre cómo agarrarse a cualquier resquicio del ser humano -todo ser humano- para apoyar una rebelión profunda que favorezca situaciones dignas de ser vividas que den sentido al vivir.

Urbanocentrismo
No solemos ser capaces de ver ese resquicio en lo que nos rodea. Puede que nuestra sensibilidad haya sido educada de tal modo que, incluso cuando nos hablen del Pin parental y cosas como las que se deducen de unos Presupuestos como los que acaba de aprobar la Comunidad de Madrid, dudemos de si hemos tenido razón alguna vez. Sostener otro modo ver y ser consecuentes es contrario a la placidez acomodaticia y nos puede parecer muy correcto ser indiferentes. Es muy posible. Pero si queremos cambiar algo que merezca la pena, o simplemente tener la esperanza de que pueda cambiarse, es necesario cambiar el chip y descubrir las incongruencias en que nos hayan educado. Es un propósito difícil, claro, pero es posible.

La dificultad de cambiar es patente, por ejemplo, cuando pensamos en el paisaje rural que hemos construido. Difícil admitir que no es algo natural, sino algo construido, histórico, con determinados ingredientes humanizadores y no otros. Ahora es asunto inevitable lo de la España vacía como algo que hubiera caído del cielo. No hay momento en que alguien no eche su cuarto a espadas sobre ese grave problema, cada vez más amplio, en que se entrecruzan una demografía en proceso de envejecimiento acelerado y, como causa y efecto, un paisaje rural cambiante en funciones y morfología vegetal. La mención siempre acaba conduciendo al lamento por el deterioro de los servicios a que todo ciudadano - viva donde viva- tiene derecho. Las escuelas y la sanidad se llevan la palma, como símbolo explícito del abandono rápido en que está incurso el rural. Y mientras esperan a ver quién sea el último en la soledad de la aldea, en el plató se entona, nostálgica, alguna loa de Virgilio. Se repite la escena de Nerón con Roma ardiendo a sus pies, en el 64 d. C., antes de construir su Domus aurea.

Llegados a ese punto, los contertulios habituales suelen enardecerse con el neoliberalismo para dogmatizar -de contrario modo, por supuesto- sobre los efectos que opera sobre el entorno más o menos bucólico que, como personas urbanizadas, tienen naturalizado de sus turistificados recuerdos. No es fácil, cuando esto sucede, dejar de ser el urbanita pensante, con discurso genérico y estandarizado, que, después de la globalización, todos somos iguales, nos encontramos en situaciones iguales, tenemos dificultades y necesidades muy semejantes y, por tanto, que las soluciones de urbanitas pueden remediar la incómoda situación que plantea el hábitat rural. Puede verse masivamente en el tratamiento que estos días se está dando a  los problemas de los agricultores, sus reivindicaciones… y, sobre todo, a las posibles vías de arreglo. Será difícil en este nuevo teatrillo ver a alguien que trate de recordar que este presente, urgido de expeditivos apaños, es fruto de un largo urbanocentrismo, un modo de ver muy asentado desde los años cincuenta principalmente, en que fue precisamente el plantear la vida con criterios urbanoccéntricos -y no con una atención integral al territorio y sus gentes-, el causante de la situación actual, cada vez más frágil. Nunca dirán que aquellas migraciones masivas a las periferias de Madrid, Bilbao y Barcelona, sobre todo, son irreversibles.

 Salvo que nos pusiéramos en otra utopía no imposible pero muy complicada, en que el cambio climático y sus derivaciones acabaran dando un vuelco al hábitat hegemónico, en primera línea de playa o en ciudad muy aglomerada. Y que los jóvenes de más talento de cada comunidad autónoma, especialmente las de mayor declive, entendieran que no merece la pena coger el autobús o el AVE de continuo para dejar su esfuerzo creativo en conurbaciones de gran densidad. Ese reequilibrio está lejos de suceder. Entre otras cosas, porque ese urbanocentrismo  que ha sido el eje director de todas las decisiones que en estos 70 años últimos hemos tomado, se ha hecho constitutivo de nuestro modo de ver, pensar y actuar, hasta el punto de que solo nos dejará tranquilos cuando hayamos vaciado el campo de cualquier resabio cultural anterior. Escuchen las propuestas que se lanzan de continuo y verán que no es fácil revertir ese criterio director dominante. Como no será fácil tener la metafórica constancia de June -la protagonista como criada en la República de Gilead, esa sociedad fundamentalista en que las mujeres son meros instrumentos en manos de un Estado totalitario-  que se precisaría para cambiar lo aprendido sin darnos cuenta.

Y la Escuela?
Bastante antes del libro de Sergio del Molino (2016), Delibes (1978), Llamazares (1988) y, entre otros, Avelino Hernández en su gran ensayo sobre Soria (1982), hicieron un llamamiento fuerte, además de hermoso, a que abandonáramos esta obsesión del urbanocentrismo que, irremisiblemente, repercute en la escuela. Los datos que, a modo de ejemplo, refleja Galicia en este momento debieran bastar para repensar bien qué merece la pena y qué es puro hablar por hablar. La cantidad de gente gallega envejecida sobrepasa el 25%, y la población de menores de 0 a 5 años es inferior a la de los que andan entre 6 y 11 (18% es la de aquellos y 20,2% la de estos. La aceleración del proceso de envejecimiento está ahí. La consecuencia inmediata es decidir qué hacer con las escuelas de infantil y Primaria y, en algunos casos, con el alumnado de Secundaria obligatoria (ESO). Y vienen, también, las concernientes al cómo hacer, en que están implicadas la Consejería correspondiente, los Ayuntamientos y, sobre todo, los maestros y maestras de los distintos niveles educativos.

Quienes hayan nacido en pueblos y aldeas del rural habrán visto esto desde pequeños las sucesivas fases de desatención y desigualdad que el urbanocentrismo impuso a sus escuelas. Hoy permite observar, además, el escaqueo que a este ámbito educativo ha ofrecido la tan cacareada “libertad de elección de centros”; posibilita apreciar mejor cómo sus beneficiarios explícitos, los centros concertados, tan solo le han prestado alguna atención mínima y con rentabilidad asegurada. Qué hayan hecho o hagan los maestros de la Pública en situaciones carenciales como las de la escuela rural debiera ser motivo de elogio y apoyo, y no faltarán palabras que lo recuerden. Pero, pese a ellas, pronto verán de nuevo cómo el criterio urbanocéntrico impone criterios restrictivos de mantenimiento, aunque muchos de los proyectos más innovadores de la educación española actual los están llevando a cabo estos profesionales.

El omnipresente urbanocentrismo contaminador será difícil que no rija, igualmente, el saneamiento que necesita la estructura general del sistema educativo. Vigoroso desde Claudio Moyano y vigorizado en el franquismo nacionalcatólico a partir de la LODE (1985) -y cinco años antes la LOECE (BOE 27.06.1980)-, se ha ido imponiendo pasito a paso hasta eclosionar en  el neoliberalismo y neoconservadurismo de la LOMCE (2013). Ahora, pondrá a prueba si los proyectos reformistas que parecen estar en marcha son capaces de revertir cuanto está socavando una educación decididamente democrática.  No se olvide que se trataría de transformar un sistema que nos han colado, capaz de sostener como presuntamente iguales hasta tres vías diferenciadas en su seno. Y sobre todo, que ese criterio urbanocéntrico ha impuesto que, en vez de un derecho igual para todos, la educación sea un mercadeo en que cada cual ha de comparar, escoger y pagar -hasta  hipotecarse si fuera preciso-, como si de un bien de consumo más se tratara.

El urbanocentrismo rige la educación española casi desde siempre. En el tiempo corto, no se olvide que el sistema educativo que hoy tenemos en España tiene poco que ver con lo que la Alternativa democrática para la enseñanza planteaba en los años setenta; poco que ver, incluso, con lo que se consensuó al redactar el art. 27 de la CE78.  En aquellos años, todavía no se hablaba de neoliberalismo en España –las ideas de Hayek las deglutiría primero Thatcher en los años ochenta-, pero se peleaba contra cosas parecidas a las que El cuento de la criada presta atención detallada en HBO.

Manuel Menor
Madrid, 09.02.2020.