martes, 3 de diciembre de 2019

¿Libertad de elección? (Manuel Menor)


La “libertad de elección de centro” es un trampantojo

Pelear por las palabras fundamentales por las que se rige la sociedad -y el sistema educativo que la representa- seguirá siendo la gran pelea de esta Legislatura.

Ni la Cumbre del Clima, ni el Informe Pisa -cuyos últimos datos se conocerán mañana sin que nos aclaren ya más de lo que sabemos sobre los grandes problemas estructurales del sistema educativo español- debieran distraernos por muy importantes que sean. Las reacciones que ha despertado en muchos medios la interpretación que hizo en el Congreso de Colegios Católicos la ministra Isabel Celáa a propósito de la “libertad de elección de centro” son muy relevantes. Es evidente que se trata de una reacción previsora ante lo que los beneficiados por las maneras más conservadora de la educación española tratan de preservar. Para algunos, además, es un preanuncio de la belicosidad que los sectores de la enseñanza privada -católica en su gran mayoría- desarrollarán ante la limitación que pudiera tener el negocio educativo, por más que no sea “sostenible” y aunque los metadatos de PISA –que Pepe Saturnino conoce bien- muestren la frivolidad de los partidarios de este artilugio conceptual.

Para quienes, en cambio, no estén en disposición de sacar partido utilitario a esa “libertad de elección” tan pregonada, no deja de ser un insulto como argumento organizador del sistema educativo. Es el mismo pretexto de siempre, desde que en 1857 se inició la generalización de la educación española. Desde entonces, y con gravísimos acontecimientos liberticidas por medio, aprovechados para fortalecer incesantemente al sector privado de la educación en detrimento de una educación pública consistente, igual para todos y sin segregaciones de ningún género. No ha habido ley ni decreto significativo que no fuera aprovechado para fortalecer una interpretación de esa “libertad” de modo parcial y a conveniencia, dejando fuera libertades como la de conocimiento y de cátedra, y excluyendo también a la mayoría de la población. Si el Conde Romanones -el segundo ministro en la historia de la Educación española- se aburría discutiendo con el doctrinario sector liberal   ultramontano del Congreso, preguntándole a comienzos del siglo XX para qué querían esa “libertad” cuando eran enemigos de todas las libertades -y no lo entendía como no fuese para mejorar sus negocios-, desde el Fuero de los Españoles franquista hasta la LGE de 1970 no cesaron de impulsar ese motor de múltiples políticas educativas muñidoras del presupuesto. Todos los ministros -no por casualidad muy católicos- le fueron favorables, y al inicio de la Restauración democrática, la LOECE de 1980 -con buena parte de la UCD al frente-, también.

El Liberalismo (J. Rawls)
Algo más prudente, la CE78 había tratado de conciliar equilibradamente en el artículo 27.1 -genéricamente- las dos cuestiones que habían estado siempre en disputa: la “universalidad” y la “libertad”, para, a continuación, hablar de otras libertades a respetar, pero nada más. Ha sido la doctrina conservadora posterior –no solo desde el Gobierno central sino sobre todo desde las Comunidades autónomas- la que de nuevo ha querido torcer deliberadamente la interpretación del segundo constructo hacia las maneras que -salvo en la II República- habían logrado imponer en detrimento de la “universalidad” que solo la enseñanza pública puede garantizar.  A la altura de 2019, no puede ser que casi todas las leyes que han venido desde la Transición -la LODE de 1985 es todo un paradigma- hayan facilitado más las cosas al desarrollo de la privatización de la enseñanza a cuenta de la enseñanza pública, su presupuesto y sus beneficiarios. Y no puede ser tampoco que, en nombre de una supuesta Verdad absoluta -de la que una determinada confesión religiosa se ve como representante- se quieran detraer cada vez más recursos del erario. Nadie entiende, salvo prejuicio manifiesto, que la “calidad educativa” consista en algo tan privado como la libertad de conciencia y de confesionalidad.

Por mucho que lo pregone quien lo pregone, y por mucho que esa doctrina tenga muchos voceros que se hacen eco de sí mismos, debieran, al menos, tener algún sentido de la justicia en democracia. Lean, por ejemplo, a John Rawls hablando no de comunismo, de socialdemocracia ni de ideas radicales, sino tan solo de liberalismo (El Liberalismo. Crítica2019). El acreditado profesor de Harvard se pregunta por los meros fundamentos de la tolerancia indispensable en cualquier sociedad libre: “¿Cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales, que no dejan de sestar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?” Esa es la cuestión central de esa disputa interminable que no cesa en nuestro país desde que de educación se empezó a hablar en la Constitución de 1812, y que Blanco White ya describió desde su exilio en Londres. Según el liberalismo político -otra cosa es el neoliberalismo cerril-, las luchas más enconadas se libran por supuestas justificaciones elevadas, como la religión u otras concepciones del mundo y del bien. Pero por encima de ello, también predica que solo una sociedad de ciudadanos libres e iguales consigue cooperar justamente entre sí. Y esa colaboración solo es posible en términos de equidad, cuando los derechos y libertades básicos de todos los ciudadanos pueden ser satisfechos sin privilegios de unos pocos.

Los datos son tercos. Si los recursos disponibles son escasos -y siempre lo son-, no puede ser que la satisfacción de unos pocos se haga a cuenta de todos los demás, como si no existieran. El ejemplo más desalentador lo ofrece la posición del PP desde 2015 -con Méndez de Vigo en el Ministerio para proteger la LOMCE (2013) de sus más descarnadas desigualdades- propugnando un “acuerdo educativo” en que ninguna de las cuestiones primordiales, como esta de la “libertad de elección” y  la “confesionalidad” directa e indirecta que tiene el sistema para que se fortalezca más, sea abordable, cuando, como muestran las tendencias contrarias del crecimiento de los colegios privados católicos frente a la secularización acelerada que lleva esta sociedad, no muestran razón de peso para ello.  Antonio Viñao aborda complementariamente estos asuntos en uno de sus artículos últimos sobre ”Educación, Jueces y Constitución”, en que aborda especialmente  lo acontecido hasta ahora en torno a la “educación separada por sexos”. Madrid es, por estos motivos de lo que Bourdieu llamaba “distinción”, la Comunidad en que el estudiantado matriculado en la privada y concertada ya alcanza el 45% , estadística que  en España alcanza al 33%. Si el objetivo es que esta red de enseñanza crezca más todavía y que la Pública desaparezca -o que tenga un papel muy subsidiario-, mal va el “ideario” liberal que se está promoviendo. Ni es justo ni contribuye a que la democracia se fortalezca,  en un mundo en que la uberización también crece y la desafección va camino de ser la norma de subsistencia individualizada.

Goya, testigo
En la magnífica exposición de los dibujos de Goya que el Museo del Prado ha abierto hasta el 10 de febrero, pueden admirarse algunos de los elementos centrales de esta perversión instituida. Son especialmente relevantes las 120 hojas de su Cuaderno C, de que es dueño el propio Museo. Muchas de ellas documentan lo que Goya advirtió como cáncer de la violenta época que le tocó vivir antes de 1828. Las que de fondo critican la predominancia de criterios culturales excluyentes, son todavía de certera actualidad: “Por ser liberal”, “No haber escrito para tontos”, “Por mover la lengua de otro modo, “por descubrir el movimiento de la Tierra”… “¡Qué necedad darles destino en la niñez”.

 Antes de seguir embarrando el complicado panorama educativo, a base de opinar tan descaradamente como suelen los partidarios de una “calidad” basada en el ejercicio privilegiado que una “selecta” clase social pueda hacer de la “libertad de elección de centro”, en detrimento del 67% de los hijos del resto de la población, podría exigírseles una pausa reflexiva ante esos dibujos de Goya: tal vez se movieran a atricción, sino a contrición, por sus descarnados pecados contra la verdad y la justicia que suelen proferir con laxa restricción mental.  Esa breve meditación también puede valer si se hace ante las 36 aguadas que El Roto ha logrado situar como glosa actualizadora en el Claustro de los Jerónimos, justo encima de las salas A y B del Prado. No es que no se pueda mirar –como se titula este conjunto satírico-, sino que se debe mirar. ¡Enhorabuena al Andrés Rábago actual, antiguo OPS y, ahora El Roto!

Manuel Menor Currás
Madrid, 02.12.2019.

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