Expresa el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, en su primera acepción, que estudiante es el «que estudia». Sólo en sentido comercial se acepta la definición de estudiante como aquella persona matriculada en un centro de enseñanza.
No parece que esta primera acepción sea predicable de alguno de los principales dirigentes del impropiamente autodenominado Sindicato de Estudiantes, que en realidad es una asociación estudiantil (término que nuestra lengua reserva para describir «lo perteneciente o relativo a los estudiantes»), y cuyos «currícula» académicos distan bastante del significado principal del referido participio presente.
Como profesor de un centro de enseñanza pública, pero también con la no menor legitimidad que me otorga mi condición de ciudadano y contribuyente, creo firmemente que a la educación pública se la defiende con la oposición a determinadas medidas y recortes, con la que yo mismo puedo estar de acuerdo. Pero con la misma intensidad afirmo que a la enseñanza pública también se la defiende criticando el despilfarro de los fondos públicos invertidos en los centros de enseñanza por «repetidores profesionales», que año tras año se matriculan en los mismos cursos y asignaturas, y que cuestan a la sociedad española posiblemente más que el importe mismo de los recortes. Si con los 5.000 o los 6.000 euros que los ciudadanos aportamos a través de nuestros impuestos para que cada «repetidor profesional» universitario se matricule en el mismo curso un año más pudiéramos destinarlos al aumento de becas a incrementar las dotaciones y equipamientos docentes, y a amortiguar los criticados recortes, mucho tendríamos ganado en la defensa de la educación pública. A la enseñanza pública también se la defiende estudiando.
La Universidad Carlos III de Madrid fue quizá pionera en este terreno, y ya, desde sus inicios en 1989, su entonces Rector, Gregorio Peces-Barba, impulsó la fijación normativa de un número máximo de convocatorias (4 o 6, según la dificultad de las titulaciones) como forma de autorresponsabilizar al alumno frente a la sociedad, de la inversión solidaria que ésta realiza en aquél. Y, al tiempo, como criterio de correcta gestión que evite el despilfarro del gasto público por quienes no responden responsablemente al esfuerzo que la sociedad invierte en ellos. Costó encierros, e incluso un pleito que el TSJ de Madrid solventó a favor de la Universidad. Y hoy los titulados por la Universidad Carlos III son apreciados en el mercado laboral.
A la enseñanza pública también se la defiende estudiando. No trasladando a la sociedad el «recoste» de las reiteradas oportunidades desaprovechadas, con la legitimidad moral de quien no carga a las doloridas espaldas de los contribuyentes el enorme coste de autodenominarse impropiamente estudiante.
Léelo en La Razón
No hay comentarios:
Publicar un comentario