jueves, 7 de junio de 2012

Alicia Delibes explica su concepto de "coraje y esfuerzo" aplicado a la educación

Leemos en el blog PROFESORGEOHISTORIA una entrada dedicada a Alicia Delibes en la que se dice de ella que "vuelve a lanzar estupideces en un periódico de ideología afín y demuestra, por un lado, que no tiene ni idea de pedagogía ni de escribir un par de líneas y, por otro, que se puede pasar de la extrema izquierda a la extrema derecha sin el menor rubor".


Se refiere al siguiente artículo, firmado por la Viceconsejera de Educación de Madrid en el diario El Mundo y que también encontramos en el citado blog

¡Es la educación, estúpidos!, de Alicia Delibes en El Mundo

TRIBUNA: CRISIS Y ESCUELA
No es fácil establecer con claridad la relación entre el sistema educativo de un país y su situación económica, pero en estos momentos se observan algunos datos que hablan por sí solos. Portugal, Italia, Grecia y España son los países de la UE que sistemáticamente se disputan los últimos puestos del ranking de la evaluación PISA y, curiosamente, son también los peor colocados en desempleo de sus jóvenes. Frente a una tasa media del 22,6% de paro juvenil en el conjunto de la Unión, Italia presenta un 35,9%, Portugal un 36,1% y España y Grecia superan el 50%.
Otro dato interesante: sólo tres países de la UE tienen menos del 10% de la población menor de 25 años en paro. Son Alemania, Austria y Holanda, que precisamente tienen un sistema de enseñanza secundaria obligatoria distinto al de la mayoría de los restantes países europeos.
Para comprender bien esta diferencia es preciso explicar sucintamente la historia de la educación en la segunda mitad del siglo XX. Cuando después de la Segunda Guerra Mundial las economías europeas comenzaron a recuperarse, los gobiernos se plantearon la necesidad de extender la enseñanza media a toda la población. Esa universalización de la enseñanza secundaria podía hacerse siguiendo dos direcciones. Una consistía en ofrecer, después de la primaria, distintas opciones de acuerdo con los intereses y las capacidades demostradas por los escolares; la otra, en prolongar la enseñanza básica todo el tiempo que fuera económicamente posible, sin establecer distinción alguna en función de dichas capacidades.
Para la filósofa alemana esa obsesión por la uniformidad de los programas de enseñanza media tenía que ver con el particular concepto que los norteamericanos tenían de la igualdad. En su opinión, cuando los demócratas norteamericanos hablaban de igualdad, pretendían ir más allá de la igualdad ante la ley y de la igualdad de oportunidades: soñaban con alcanzar una igualdad intelectual. Arendt creía que la cantidad de prejuicios que habían cristalizado en el establishment educativo norteamericano impediría recuperar la sensatez y haría de la crisis educativa un auténtico desastre nacional. Al mismo tiempo alertaba del peligro de que el virus de ese igualitarismo pedagógico se extendiera a todo el mundo occidental.
El sistema norteamericano chocaba con el que, por aquel entonces, imperaba en Europa y la gran filósofa alemana, en aquel artículo, citaba con admiración el caso de Inglaterra, donde los niños de 11 años debían pasar un examen, y sólo aquellos que lo aprobaban podían ir a alguna de las prestigiosas y exigentes escuelas estatales de secundaria, las Grammar Schools. Pero los temores de Arendt no tardarían en hacerse realidad. En 1964, en Inglaterra, los laboristas ganaron las elecciones y el nuevo premier, Harold Wilson, nombró ministro de Educación a Anthony Crosland, un hombre que se había distinguido por su feroz ataque al, para él, aberrante e injusto sistema selectivo de las Grammar Schools porque, en su opinión, permitía el ascenso social sólo a los niños más aplicados de las clases trabajadoras. Crosland, fiel a sus principios, nada más ocupar su Ministerio firmó una circular por la que se prohibía abrir nuevas Grammar Schools en Inglaterra y se obligaba a que todas las escuelas de secundaria se organizaran según el modelo de las llamadas Comprehensive Schools, a las que se accedía directamente y sin necesidad de aprobar examen alguno después de terminar la primaria y en las que se pretendía que todos aprendieran lo mismo.
Más tarde, ya en los 70, y como consecuencia de las revueltas de mayo del 68, el modelo norteamericano de secundaria que hoy en España llamamos comprensivo, junto con un progresismo pedagógico fruto de la más absurda y antinatural combinación de ideas anarquistas y maoístas que florecieron con la revolución, se extendió a casi todos los países de Europa occidental.
España no podía quedarse atrás en esa carrera por modernizar los sistemas educativos. La Ley General de Educación de 1970, probablemente sin que sus elaboradores, dentro de un Ministerio franquista, fueran conscientes de ello, ya se inspiró en esos principios igualitarios de Crosland. Se prolongó la primaria dos años más, se suprimieron los exámenes y se facilitó el acceso a la función docente, eliminando la dureza de las antiguas oposiciones a cátedras de instituto y, con ella, la garantía de una buena formación académica de los profesores. Los socialistas de González, 20 años después, decidieron dar un paso más hacia el desastre de la educación que con tan inteligente perspicacia Arendt había pronosticado, y prolongaron hasta los 16 años la enseñanza básica, retrasando la formación profesional y dejando un bachillerato reducido a dos cursos escolares.
El pasado septiembre, con el inicio del curso escolar, un artículo sobre educación publicado por The Economist abría una pequeña puerta a la esperanza: «La crisis económica ha hecho que casi todos los países occidentales se planteen la necesidad de llevar a cabo una serie de reformas en el sector público. Quizás sea en el campo de la educación donde las reformas resultan más complicadas y, sin embargo, cada vez son más los países que se embarcan en tan complicada empresa».
The Economist analizaba el efecto positivo que ciertas reformas adoptadas por distintos países de la OCDE habían tenido en los resultados obtenidos por los escolares de 15 años en la evaluación PISA. Esas reformas tenían en común la recuperación de ciertos elementos sobre los que hace unos años los pedagogos progresistas tenían prohibido hablar, como son la disciplina, los exámenes o la autoridad del profesor. Se estaba comprobando que los países que mejoraban sus resultados habían establecido exigentes normas de conducta en los colegios, no permitían que se cuestionara la autoridad del profesor, habían establecido exámenes externos y, lo que era aún más importante, seleccionaban a los profesores con mejor formación académica.
Reformas que no cuestan dinero sino, más bien, coraje y esfuerzo. Los problemas económicos no deben ser obstáculo para que España se incorpore al grupo de países que, con dificultades pero con voluntad, han decidido abandonar cualquier prejuicio y sectarismo que pueda impedirles implantar las necesarias reformas de sus sistemas de enseñanza. De no hacerlo así, la crisis de la educación y con ella la crisis económica se convertirán en un irreparable desastre nacional.
Alicia Delibes es viceconsejera de Educación de la Comunidad de Madrid y autora de La gran estafa.

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