martes, 26 de noviembre de 2024

La avidez desmedida: entre el egoísmo social y las tragedias humanas (Manuel Menor)

La ansiedad de algunos por controlar el poder y dominar a otras personas genera situaciones problemáticas, muy desestabilizadoras

Por mucha libertad que invoquen sus partidarios, la competitividad exagerada violenta la libertad de los demás, produce desafección social y, a veces, muertes absolutamente inútiles. Pretenden olvidar que Adam Smith, defensor de la competitividad del libre mercado, antes de escribir sobre La naturaleza y causas de la riqueza de las naciones (1776), había escrito una Teoría de los sentimientos morales (1759), donde el egoísmo o amor a sí mismo ha de ser controlado si no se quiere que el sinvivir del hobbesiano homo homini lupus gobierne las relaciones sociales. Según el autor de Edimburgo, mejor es desarrollar la “simpatía” o capacidad de situarse en el lugar de los demás, con competencia para reconocer y apreciar sus actos y proyectos, y no sólo los propios. Esta capacidad es la mejor manera de generar satisfacción mutua y, a su vez, la base en que asentar las transacciones comerciales y el crecimiento de la riqueza. Si Smith fuera tan exagerado como proponen sus lectores más ultras, y sólo le obsesionara la acumulación de capital, nunca se hubiera preocupado del desarrollo de la inteligencia de los humanos y, en particular, de que el Estado impulsara la educación pública de las clases trabajadoras, asunto que, actualmente, muchos supuestos neoliberales con responsabilidades políticas olvidan.

André Bretón llamó a Salvador Dalí “Avida Dollars” (sediento de dinero) a causa de algunos de sus proyectos más decorativos que pictóricos. Es propio de la avidez crematística la exageración y, metidos en esa vorágine de insatisfacción permanente, la ceguera para admitir a los demás en el juego de la vida; a los que ve más débiles, incapaces de frenar tales ansias de dominio, los machaca inmisericordemente. La gama de acciones, anhelos, represalias y trampas en que cada humano es capaz de meterse sin el autocontrol que reconoce a los otros igualdad de derechos -empezando por el básico de la vida-, es infinita y, si de algo está segura la Historia de los humanos sobre la Tierra, es de un cruento sinfín de horrores de los que el pasado siglo XX ha estado reiteradamente plagado.

HORRORES DE LA AVIDEZ
Este presente tampoco desmerece y hace falso que, por vivir en el siglo XXI, la convivencia humana haya mejorado sensiblemente en estos 24 años. Es falso que, para realizarse como personas, los hombres hayan de ser machistas, e igual de falso y deprimente es que las mujeres hayan de ser sus siervas, obedientes y calladas. Circulan muchos bulos por las redes sociales y en el descaro exhibicionista que propaga una publicidad desnortada. Igual de mentiroso e hipócrita es que el sistema educativo deba ser ajeno a estas cuestiones vitales o que, más allá de que sepan algo de lectura y cálculo, no deba ocuparse de que los críos y crías de la escolaridad universal tengan buena información sobre sus cuerpos, el manejo del afecto y de las interrelaciones sanas con sus próximos y próximas. A estas alturas del siglo XXI, no es de recibo que la mayoría sigan manejando a hurtadillas, y a espaldas de sus padres y madres, cotilleos y sensaciones que no tienen nada que ver con el respeto a sí mismos y a los demás.

La existencia de tales tabúes ni habla bien de la supuesta modernidad de nuestra sociedad, ni de que esté en trance de llegar a una convivencia democráticamente saludable. Con una educación sentimental y sexual basada en una pornografía violenta y claramente humillante para las mujeres, como la que consume casi el 70% de los adolescentes, falta mucho para que disminuya la cifra trágica de 42 mujeres asesinadas por machismos irredentos. Hoy, 25 de noviembre, Día internacional de la lucha contra la violencia contra las mujeres –siempre acompañada de un rosario de menores muertos de forma vicaria- es hora de reivindicar que los centros educativos tengan medios, recursos y, sobre todo una seria “libertad de cátedra” para “educar” en estas cuestiones. No es de recibo que los reaccionarios de hoy –repitiendo a los de tiempos no tan viejos- pongan veto a esta otra libertad de una escuela digna de tal nombre. Después, cuando se producen desastres sociales, lo máximo que se les ocurre es que se trata de asuntos familiares, pecados de confesionario, y nada más. El negacionismo a la laicidad de la educación de todos seguirá produciendo desgracias de igual categoría que la que generan los negacionistas del cambio climático, ámbito en el que devastaciones como la ocurrida el 29 de octubre en la Huerta valenciana auguran próspero futuro. Si no se cambia de mentalidad (o de sentidiño), ni el currículum que un chico o chica deba estudiar hoy se corresponderá con lo que necesita, ni le valdrá para casi nada en su futuro.

EXPANSIONISMOS HIPÓCRITAS
Sea como sea, la avidez no tiene límites; tiende a expansionarse y crecer constantemente. Ahí siguen los mentores de las dos guerras principales de este momento, en Ucrania y Palestina, apurando la violencia de lo injusto hasta ver si no queda nadie para contarlo o, al menos, moderarlo un poco desde La Haya y la ONU. Ahí sigue el inminente presidente americano Donald Trump, con una imagen semejante a la clásica del Tío Sam, que proyecta en los nombres de su próximo gobierno imitando el histrionismo de Nerón –y su artístico incendio de Roma-, sin consideración alguna al posible espanto que cause su narcisismo autoritario. 

Decía Borja-Villel recientemente que el conservadurismo de antes se contentaba con que no se moviera lo que tenían y les dejaran como estaban, mientras que ahora los ultrareaccionarios venden sus programas en nombre de la libertad. Cabe añadir que pretenden que sus oyentes se diviertan alegremente con ello y tomen una caña en su honor a condición de que les cedan su libertad y derechos. Igual que precarizan la Sanidad, la Educación y los Servicios de la Tercera Edad, desgracian cuanto puede proteger a la sociedad -sobre todo a los débiles- y quieren hacer ver que es lo más “natural”. Su erosión sistémica de cuanto sea un ejercicio de “cultura” democrática la van asentando poco a poco en una confusión taimada entre lo privado y lo público, sin explicar la gran diferencia que hay entre que las vidas de los ciudadanos estén regidas por su rentabilidad o por su valor como personas con derechos. Por eso silencian los “protocolos de la vergüenza” que llevaron a 7291 personas a morir desasistidas, con la covid-19, en los geriátricos madrileños. Son capaces, en cambio, de “ponerse a disposición” como sea, ávidos, como Feijóo, de llegar a la Moncloa o a Shangri-Lá, porque lo importante es volver a Peares diciendo que al fin ha llegado.

Manuel Menor Currás
25/11/2024

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