- La paradoja es que el fascismo, aunque esté alentado por el capitalismo, también es capaz de recabar apoyos entre sectores sociales que son precisamente las víctimas del sistema
- Este FBI necesita un discurso simplón pero eficaz, y mucha emoción para atender a las demandas de quienes tienen más dudas que certezas
El fascismo está ahí, no se crea ni se destruye, se transforma. Ahora se habla indistintamente de fascismo a secas, neofascismo y ultraderecha. El mundo ha cambiado tanto que formalmente es difícil un fascismo como el de los años 30 del siglo pasado, pero los discursos tienen muchos rasgos comunes y las diferencias pueden estar en factores como el grado en el uso de la violencia o la agresividad nacionalista. También hay un neofascismo que Antonio Méndez llama “fascismo de baja intensidad” (FBI), aunque esta versión renovada la centra más en el mercado, en lo económico y en lo mediático, que en el Estado. Ya Pasolini, en sus Escritos Corsarios, decía “que la “civilización del consumo” es una civilización dictatorial. En suma, si la palabra fascismo significa la prepotencia del poder, la «sociedad del consumo» ha realizado muy bien el fascismo”. Podríamos decir que el FBI está a medio camino entre el neoliberalismo autoritario y el fascismo clásico, y se inclinará hacia un extremo u otro en función de las circunstancias.
Cuando el capitalismo ve peligrar su tasa de ganancia, recurre a las crisis económicas para recuperarla. Los efectos sociales son conocidos: paro, devaluación salarial, acumulación por desposesión o privatización de lo público, recorte de derechos sociales y laborales, y limitación de las libertades para frenar las protestas. Si no son suficientes las medidas neoliberales anteriores, a veces se recurre a la solución autoritaria. El fascismo es la receta del Estado capitalista para las situaciones extremas. En el siglo pasado, son conocidos los casos de Italia y Alemania, pero hay otras formas totalitarias como las sangrientas dictaduras latinoamericanas.
Actualmente se observa una dinámica de avance hacia gobiernos autoritarios en Hungría, Ucrania, Austria, Filipinas, Brasil… de crecimiento de la ultraderecha con el UKIP en Reino Unido, el Frente Nacional francés, la Liga Norte italiana, Alternativa por Alemania y la aparición de Vox en España; y de elementos fascistoides como Trump. Es un fenómeno global. Y el capitalismo no hace asco a estas fórmulas. Se puede ver en las reacciones de grandes empresas y bancos saludando el triunfo de Bolsonaro, un tipo admirador de Pinochet y de la dictadura que hubo en Brasil, que anuncia medidas antisociales, de persecución de todo pensamiento crítico y de vasallaje a EEUU.
Dada la contradicción cada vez mayor entre capitalismo y democracia, como señala Noam Chomsky, a las élites económicas les gustan las dictaduras si no pueden controlar el sistema político a su favor. Y cuando ven peligrar sus intereses, pueden utilizar alguna forma de fascismo para crear un clima de intimidación sobre la clase trabajadora y los sectores progresistas. Los neofascistas actuarán como los tontos útiles del capitalismo, para que las empresas aumenten sus beneficios a costa de la población.
La paradoja es que el fascismo, aunque esté alentado por el capitalismo, también es capaz de recabar apoyos entre sectores sociales que son precisamente las víctimas del sistema: desempleados, autónomos, pequeña burguesía y entre lo que se conocía como lumpenproletariado. Apoyos que son necesarios, si no intenta llegar al poder por la vía de la coerción. Como diría David Harvey, su estrategia será buscar la construcción del consentimiento, con un espectro de la población suficientemente grande para implantarse o ganar las elecciones. Este consentimiento se construye a partir del malestar social, con prácticas de socialización cultural enraizadas en las tradiciones, con el miedo y con el uso de los medios de desinformación masiva. Por ejemplo, sobre viejos valores tradicionales (creencias religiosas, sobre el país, bandera y símbolos, y la defensa de los roles habituales del hombre y la mujer). Pero sobre todo, moviliza los miedos al otro, a los migrantes, a la izquierda, a que el sistema se desplome, para enmascarar otras realidades.
Si el neofascismo presentase el fondo de su proyecto político como lo que es: la restauración del poder de las élites, no tendrían gran apoyo popular; pero si manipula y monopoliza conceptos como libertad (las libertades individuales), patria, familia, orden y tradiciones, sí puede conseguir la adhesión de significativos sectores de la población. Luego, si logran acceder al poder, se mantienen con el uso del aparato del Estado a través de la persuasión, la cooptación, el soborno, la amenaza, la represión y el clientelismo. Desde el poder les será más fácil mantener el clima de consentimiento.
La dura crisis económica de 2008 ha mostrado las vergüenzas del déficit democrático en la Unión Europea y ha derivado en brutales consecuencias sociales por las políticas de austeridad: desempleo, inseguridad laboral, recortes salariales, privatizaciones, debilitamiento del Welfare State. En paralelo, se ha producido una positiva modernización social: mayor igualdad entre hombres y mujeres, y respeto a la diversidad sexual; algo que genera incertidumbre en sectores de la población que ven moverse su mundo de falsas creencias. Estos avances sociales se convierten en excusas para el destape de la ultraderecha, que cree que ha llegado el momento de exponer sin complejos sus ideas y sus antivalores.
Los pilares del discurso cuestionan el modelo de construcción europea y el coste social de la austeridad, igual que se rechazaban las consecuencias de la crisis económica de la primera posguerra mundial y la crisis de 1929, y se reclamaba un refuerzo de los nacionalismos. Sustituyen el antisemitismo de los años treinta y el rechazo a los comunistas por la xenofobia ante la inmigración y la islamofobia. Es también una clara reacción del patriarcado que responde con furia ante el avance de la igualdad y explica las reacciones sexistas, antifeministas, homofóbicas y transfóbicas.
Pues bien, este FBI necesita un discurso simplón pero eficaz, y mucha emoción para atender a las demandas de quienes tienen más dudas que certezas. Lo construyen con engañosos mensajes como: “hay muchos inmigrantes y copan las ayudas sociales”, “primero, los españoles, los nacionales”, nada de mestizaje con los de fuera, defensa airada de las tradiciones más primarias y del dominio machista.
Es en el terreno de la instrumentalización de las emociones para un objetivo político, donde ganan a las fuerzas políticas clásicas, incapaces de hacer vibrar a sus partidarios. Y si hay más emoción en un acto de la ultraderecha que en un mitin de la izquierda o en un Primero de Mayo, el neofascismo puede llevar las de ganar por más que nos repugne su irracional discurso. Hoy no se ve emoción movilizadora más que en el feminismo, el independentismo catalán y, si acaso, en los pensionistas ¿Dónde quedó la indignación y la fuerza que desprendía el 15-M o las grandes manifestaciones de trabajadores y de las mareas ciudadanas?
A veces la izquierda nada en un océano de análisis racionales sobre la realidad, mientras el fascismo hace un uso racional de lo irracional y recurre a la liturgia y a la estética para hacer de la política un espectáculo. Son expertos en el manejo de emociones primarias y la manipulación de los medios es fundamental para su estrategia. Conviene tenerlo claro para entender por qué se produce el fenómeno y para combatirlo desmontando sus argumentos e intentando convencer, como bien propone Pascual Serrano.
Ante este preocupante panorama, es imprescindible que las fuerzas democráticas coordinen sus esfuerzos para aislar a quienes no creen en la democracia y solo se valen de ella para intentar destruirla. Algo que deberían aplicar las diferentes carpas del circo mediático para no convertirse en cómplices. No se puede dar carta de naturaleza a la ultraderecha sin correr un grave riesgo. Las visiones cortoplacistas son una amenaza en partidos conservadores que asumen el discurso de la ultraderecha para no perder votos o querer disfrazar sus malos resultados buscando apoyos en ella pensando que van a ser gratis. Esto es lo que desgraciadamente están haciendo PP y Ciudadanos con Vox en Andalucía, con su Pacto de la Vergüenza. Un acuerdo que aumentará la desigualdad con medidas como bajar los impuestos a los más ricos, primar la educación privada sostenida con fondos públicos y subir el sueldo de los altos cargos. Es una reaccionaria jugada redonda: los ricos serán más ricos, mientras se enfrenta a los penúltimos de la escala social (trabajadores y sectores populares) con los últimos (inmigrantes).
Debe haber una estrategia a escala europea que reoriente las políticas económicas y sociales para mejorar las condiciones de vida de la población e integrar a los sectores sociales marginados por la crisis y las políticas neoliberales. Es necesaria otra Europa más social y solidaria, más democrática para devolver la esperanza a los pueblos.
Y en el ámbito de España, hay que recuperar la ilusión desde la izquierda y los sectores progresistas defendiendo las libertades democráticas y proponiendo avanzadas políticas que den solución a los problemas reales de la población. Si para ello necesitan ser radicales, tendrán que serlo: lo importante es que se hagan desde la unidad, trabajando con la gente desde abajo y generando entusiasmo en torno a un hermoso proyecto en el que se participe. Es la forma de derrotar a toda nueva barbarie, que aunque la llamemos FBI es fascismo al fin y al cabo, con la única diferencia de que la cultura de la violencia aún no se ha hecho suficientemente explícita.
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