“Dialogar”
suele emplearse para afianzar viejos criterios
Si con la “iglesia hemos
dado”, decía el Quijote a Sancho (II, IX), con la narrativa del “diálogo”
eclesiástico seguimos topando en asuntos educativos.
De las muchas palabras que en los últimos 40 años han tenido un
uso más oportunista, la del “diálogo” y cuanto implica para que sea leal, ha
sido de las más manipuladas. Ante la posible derogación de lo más problemático
que ha traído la LOMCE, el portavoz de la Conferencia Episcopal (CEE), Luis Argüello, vuelve a invocarla en tres direcciones complementarias: la presencia de “la
Religión” en el currículo, “la demanda
social” de las comunidades católicas y, sobre todo, que la “Administración
pública no intervenga en la escuela concertada”. Ayer, se supone que hablaría de ello con Pilar Celáa.
Diálogos variables
¡Bienvenidos al “diálogo”! Pero no vale apropiarse del supuesto
prestigio que pueda tener todavía esta palabra sin explicar el alcance de
compromiso a que se esté dispuesto. En 1965, desde un sector aperturista de la
llamada “democracia cristiana”, dio nombre a Cuadernos para el diálogo, revista y editorial que, curiosamente,
terminaron su andadura en octubre de 1978, en vísperas de la Constitución. Expresaba
aspiraciones de sectores abiertos a las novedades que había promocionado el
Vaticano II entre 1962 y 1965, actitud
que no sería asumida con seriedad y constancia por amplios sectores de la
jerarquía episcopal, temerosa de la democracia interna y externa por la que se
había abogado en la Asamblea Conjunta de Obispos y Sacerdotes de octubre de
1970. La cortocircuitaron los más “carcas”, que pronto concordaron, sin
embargo, con los nuevos aires que les insuflarían desde 1978 Juan Pablo II y
sus peones en la Curia vaticana. Los responsables de la Iglesia en España
establecieron desde entonces un cordón sanitario frente a lo que entendieron
arriesgado. Para quienes vivieron de lleno esa secuencia, el paso de Tarancón
por la Presidencia de la recién estrenada CEE entre 1971 y 1982 fue un ligero
soplo de aire fresco, enseguida apagado por afanes bien distintos, vigentes
incluso bajo el Papa actual.
De cómo las estadísticas de la Iglesia católica en España reflejen
tan variable actitud dialogante con sus propios fieles, de los años sesenta
hasta hoy, no hay estudios concluyentes. Lo cierto, en todo caso, es que el
porcentaje de creyentes y practicantes –igual que el de eclesiásticos con
responsabilidades “pastorales”- ha bajado sustantivamente. Los sociólogos de la secularización lo vienen detectando desde hace tiempo en
ambos sectores, junto a un creciente grado de indiferencia en la sociedad
actual que, de ser tenida en cuenta, disminuiría mucho el valor representativo
que pueda tener la apelación al “diálogo” de que habla Argüello. En democracia,
no es pequeño el derecho a poder expresarse, pero no basta con invocar una
tradición cultural poderosa. Menos cabe su interpretación en exclusiva. La
presencia de la Iglesia en la historia de España, particularmente en su vida
artística y costumbres, ha sido grande, pero no deja de ser ambivalente por los
paralelos abusos de poder con la población. Habrá, pues, que razonar en
público, con datos y motivos de suficiente interés para la diversidad de
ciudadanos, hasta dónde, en qué aspectos y con qué controles, la contribución
de los católicos españoles al bien común deba ser sostenida hoy de algún modo
si así lo deciden sus representantes democráticos.
¿Qué “demanda social”?
La implicación de la Iglesia en la educación española es bastante
mayor que la que se ciñe a los centros concertados –no todos bajo su control-.
También en los centros públicos tiene
presencia. La Religión ha variado su intensidad en el currículo, como catequesis
católica principalmente, pero ha sido obligatoria en casi toda su historia. Esta
pauta es difícil de justificar en democracia tratándose de una creencia particular
y no de algo compartido por el común de los ciudadanos. Con un pasado de
dogmatismo excluyente propio de un miniimperio dentro del Estado, un presente
de privilegios no es propio de un Estado
constitucional, cuya supuesta “aconfesionalidad” es fuente de contradicciones.
Más complicado todavía es justificar una “demanda social”,
especial y autónoma de la decreciente comunidad de creyentes católicos, después
de que el Estado ha logrado escolarizar a todo su alumnado, y más cuando el
gran reto es conseguir un sistema educativo que vaya más allá de la mera
escolarización y logre en igualdad una buena educación para todos. Es esta una cuestión de derecho, no de caridad
benevolente. La doble red –pública y privada- sigue propiciando múltiples
discriminaciones que la Administración tiene obligación de evitar, y más cuando
en un mundo de escasez, hay por medio fuertes subvenciones con dinero público. No
parece que lo confesional deba servir hoy pretextos para que ese paisaje
desigual siga reproduciéndose, por muy de antiguo que venga un sistema
dicotómico que ni cuando monologaban desde el Ministerio de Educación Nacional
modificaron: “Una cosa era ir al colegio y otra ir a la escuela”, dejaron
dicho, entre otros, Gloria Fuertes o Francisco Candel.
Hora sería ya, más bien, de que contribuyeran, “en diálogo”, a
cambiar a fondo esa estructura y ser más genuinos con el Evangelio que proclaman.
Si el objetivo estratégico de la Iglesia católica hoy es sostener una “demanda
social” distinta de la desarrollada en comunidades autónomas como la de Madrid
desde antes de la LOMCE, aclárenlo y serán muy escuchados. Porque acreditado
tienen un gran fervor gerencial por esta ley y sus precedentes: la LOCE en 2002
y la LOECE de 1980, aunque no fueran esas las líneas de “diálogo” y “demanda social” del Vaticano II en la
Constitución Gaudium et Spes. Era diciembre de 1965 y, tanto en su artículo 1 como en el 93,
las alusiones a “la esperanza de los pobres” y a que la Iglesia deba “servir
con creciente generosidad y con suma eficacia a los hombres de hoy”, sonaron
sinceras a muchos, incluso no creyentes. Tal vez porque su música no era la de
1929 en la Divini illius Magistri, el
gran apoyo doctrinal de las doctrinas educativas de los años franquistas y, en
no poca medida, de los Acuerdos pactados entre 1977 y 1979
todavía vigentes.
¿Tacticismo?
Sin más explicaciones, por tanto, estas apelaciones de Argüello al
“diálogo”, además de continuistas de lo que la CEE predicaba para el “pacto educativo” de Méndez de Vigo, no pasan de tacticistas.
Retratan en exceso idéntica fraseología a la de sus antecesores en el Bajo Imperio
Romano, de que da cuenta Peter Brown en:
Por el ojo de una aguja. La riqueza, la
caída del Imperio romano y la construcción del cristianismo en Occidente
(350-250 d.C), (Barcelona, Acantilado, 2012). Después de las elecciones
andaluzas, puede que las voces de Colegios Católicos, CONCAPA, COPE y medios afines
sean urgidas a modularlas de otro modo. Atentos.
Manuel Menor Currás
Madrid, 03.12.2018
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