¿Es
“la calidad” lo que prima en la elección de colegio?
Como
cuando compramos un “paquete turístico” o un coche, el libre mercado no cubre
todas las expectativas. En los pactos educativos tampoco.
No todos pueden elegir y, en la práctica, la “libre elección de
centro” apenas alcanza a un tercio de las familias. En algunas comunidades
autonómicas –y en determinados barrios de las principales ciudades- esta
proporción es bastante mayor. La distribución va, predominantemente, por
estratos sociales y a remolque de la equidad que un Estado democrático debe
desarrollar para que se cumpla un derecho fundamental de la ciudadanía que,
bien desarrollado, genera una mayor cohesión moral y sana convivencia.
Llama la atención que, en tiempo de crisis, a los pocos que pueden
elegir se les subvencione mientras al resto se les dice que escolaricen a sus
hijos en una escuela pública saturada de
problemas y escasa de recursos. Establecida la diferencia, qué sea mejor es independiente de la
realidad. Prima el envoltorio, favorecido porque se nos ha preparado para dar
más crédito a la individualizada atención de nuestras necesidades. Un juego en
que a la enseñanza pública –en general- la última ley orgánica que desarrolla
lo preceptuado en el artículo 27 de la Constitución: la LOMCE- se la sitúa como
como subsidiaria de la privada.
Por dejación de unos y abandono de otros, en los últimos años ha
crecido la privatización y los conciertos educativos y, entretanto, las cifras
de presupuestos educativos, becas, profesores, ratios por aula, servicios y
recortes de diverso e intenso ejercicio están haciendo que la enseñanza pública
–la escolar y la universitaria- acuse un gran deterioro. Lo que hace que tenga
más valor el esfuerzo que muchos docentes desarrollan a diario en el cuidado a
sus estudiantes. Con frecuente dejación de los responsables políticos, procuran
la tan necesaria democratización interna de las aulas, que haga beneficiosa
para los adolescentes su paso obligatorio por las aulas.
Pese a estos contrastes, en los últimos años –desde que la
escolarización empezara a ser un bien para todos hasta los 16 años- el sistema
educativo español ha tenido importantes logros. El de la propia escolarización
no es el menor, pero no es suficiente si no se dota de valor interno y
colectivo a esa universalización de la educación. Es curioso, no obstante, que
el lenguaje de “la calidad” y de “la mejora de la calidad” tenga similar
recorrido en el tiempo: los trasvases terminológicos del sistema productivo y
cultural son evidentes. Pero, si cuando vamos al supermercado tratamos de saber
qué metemos en la bolsa de la compra,
sería un error dejarnos seducir por el marketing de las supuestas bondades
del libre mercado educativo, en que hay todo tipo de artimañas y discutibles
prestaciones.
El juego de abalorios
El asunto de la “calidad” también tiene especial relevancia en
este momento al permitir distinguir con fundamento, por ejemplo, el valor del
supuesto “pacto” por el que ha venido pugnando el Gobierno en este año y medio
último. Por lo entrevisto hasta ahora –y al margen de que la ausencia de la
Subcomisión parlamentaria que han protagonizado el PSOE y PODEMOS en el mes
pasado-, la calidad a que aspiran los promotores de este pacto ya ha quedado
bastante clara. Sabemos que no quieren tocar cuestiones que afectan a la
estructura interna del sistema, tales como la relación entre privada y pública
o la importancia de la Religión en el currículum escolar, como sabemos –y es
primordial- que son escasos los recursos que están dispuestos a poner para que
la democratización interna del sistema mejore pedagógicamente o que la
formación inicial y permanente del profesorado tenga la consistencia debida,
acorde con lo que una modernidad democrática del saber requiere, adaptada a las
necesidades actuales. A lo que parece ir esto –si no hay quien lo cambie-, es a
que parezca lo que no es. Igual que sucede con muchos másteres –que ni son
tales ni lo parecen-, este selectivo pacto puede ser un gran simulacro. En
esto, tampoco la libertad de mercado le facilita la decisión confiada del
ciudadano: el fraude real será advertido tarde, cuando ya sea imposible
remediar la decisión adoptada.
Manuel Menor Currás
Madrid, 03.04.2018
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