No sólo fue
Heráclito el que teorizó acerca de que todo fluye. Esa cualidad del ser,
también dio pie, desde una perspectiva más duramente existencial, a un
importante título de Vasili Grossman, testigo de múltiples desatinos humanos
como los relatados en Vida y Destino, libro póstumo
afortunadamente muy reconocido. En nuestra cronología particular, sin embargo,
aunque sabemos que nada vuelve a ser lo mismo, a veces tenemos la sensación de
que repetimos situaciones ya vividas, como si regresáramos a un familiar punto
de partida, más bien desagradable,
A la reciente
LOMCE le está sucediendo algo así. A mucha gente le ha hecho acordarse de
aquella Ley General de Educación que, en 1970, había propuesto D. José Luis
Villar Palasí. A contrapelo de los 43 años transcurridos, había allí pautas
organizativas que pintaban más avanzadas que las que ahora se proponen, de modo
que todo parece indicar que pronto volveremos a antes de 1970. De un plumazo
–si esta LOMCE sale adelante- podemos encontrarnos muy pronto “mejorando” buena
parte de lo que –entre dubitaciones y trabajos- fuimos construyendo en el
ámbito educativo desde entonces. Es decir, que si volviéramos a la escuela de
nuestra infancia en 2014, podríamos demostrar fehacientemente que Heráclito no
tenía razón: volveríamos a hacer el examen de ingreso y las reválidas sucesivas
como si nada hubiera pasado. De entonces acá siempre ha habido un selecto grupo
de gente añorante a la que le ha producido sarpullidos lo que al respecto ya decía en 1969 el “Libro
Blanco” que adelantaba los pasos y determinaciones que iba a poner en marcha la
LGE. También conocido como La educación
en España: bases para una política educativa (MEC, 1969), aquel texto
todavía resulta extraño a los partidarios de que las reválidas –de que vuelven
a hablar insistentemente- vayan a “mejorar” el actual sistema educativo;
especialmente, si releen los nºs. 10 y
118-120 de su articulado, donde se planteaban los “inconvenientes y defectos
principales” que encerraban las susodichas pruebas de grado del bachillerato
elemental, del grado medio e, incluso, las de las pruebas de madurez que
seguían al curso preuniversitario. Seguro estoy de que algunas de estas razones
–y, sobre todo, las sinrazones que les daban cobertura anteriormente- pronto
volverán a oírse en el Congreso de los Diputados si el trámite de la LOMCE
discurre de manera pausada y dialogante. Al margen de cómo vaya a ser su
tránsito por la Cámara Baja, lo cierto es que la reglamentación de estos
exámenes y reválidas –que la LGE suprimió y que ahora se revitalizan- obedecía principalmente a las sucesivas
normas que se habían ido imponiendo desde 1939, particularmente a la Ley
2/03/1963, en que se modificaba lo dispuesto para los exámenes de los grados
elemental y superior de Bachillerato. A
esa fecha, como mínimo, nos está retrotrayendo, pues, el proyecto legislativo
que propone el Sr. Wert en este desabrido 2013.
¡Quién lo iba
a decir 44 años después! Hay muchos más aspectos en que aquel “Libro Blanco”
resulta mucho más moderno si se le contrasta con esta propuesta de ahora mismo.
Por ejemplo, cuando lamentaba que no sólo “los alumnos más brillantes”, sino
también los “de inferiores posibilidades económicas estuvieran siendo
gradualmente eliminados del sistema”: el descenso anual de las proporciones de
alumnos que superaban las diversas pruebas le parecía “alarmante” (nos.
104-108). O también cuando , en el nº 14, estimaba que “las posibilidades de
acceso a la educación están nuy condicionadas por la categoría socio-económica
de las familias. En rigor –añadía- ..., podría decirse que coexisten en nuestro
país dos sistemas educativos: uno, para las familias de categoría
socio-económica media y alta, y otro, para los sectores sociales menos
favorecidos”. O incluso cuando, en el nº 264 –después de analizar el lamentable
nivel educativo en que se encontraban las mujeres-, señalaba que “el principio
de igualdad de oportunidades ha de aplicarse sin ninguna restricción a la
población femenina”.
“Evaluación
continua” –algo bastante distinto de la constante apelación a exámenes y
pruebas- y “educación integral” también son conceptos que pueden encontrarse
con bastante consistencia en aquel relevante libro que serviría de prólogo a la
LGE, una norma que la posterior reglamentación burocratizaría y limitaría
profundamente, pero cuyo lenguaje, en todo caso, resultaba mucho más humanista
y renovador que lo que ahora propone la LOMCE. Incluso, cuando se cae en la
cuenta de que el planteamiento tecnocrático de entonces remitía a la
ancilaridad de la educación respecto a la economía. En este sentido, es
conveniente tener presente que, tanto cuando se invoca el Informe PISA –como
mantra obsesivo y adecuadamente sesgado, que induzca a aceptar acríticamente
cuanto se quiera modificar-, como cuando se escribían aquellas Bases para una política educativa, la
matriz que está detrás de ambos documentos es idéntica: la OCDE, organización
internacional eminentemente economicista que ha marcado el ritmo de muchas
políticas educativas. Desde que en diciembre de 1961 el Gobierno español
suscribiera el acuerdo para incorporarse al “Proyecto regional Mediterráneo”,
ella propició sucesivos informes anuales que fueron preparando la planificación
educativa que propugnaría el citado “Libro Blanco” y sus derivaciones
normativas posteriores. Hasta hoy, la secuencia de estos documentos ha sido
constante y tienen gran relieve para ver en qué medida nos hemos ido
“internacionalizando” en asuntos claves.
También, para ver cómo respiran los hermeneutas más canónicos de cada etapa
gubernativa: sus modulaciones interpretativas –semejantes a las del rescate y
la crisis con que convivimos- siempre nos dejan perplejos entre la soberanía y
la intervención acatada.
A efectos
comparativos con la LOMCE –especialmente en cuanto a los rasgos más duros de la
“competitividad”, la “excelencia” y “el talento” que esta propugna poco menos
que monográficamente-, tiene especial valor el Informe de 1963, Las necesidades de Educación y el Desarrollo
Económico-Social de España (MEC-OCDE, Madrid, 1964). Desde el principio,
este librito de 201 páginas vincula íntimamente ambos planos, pero de un modo
sensiblemente distinto. En 1964, España “ponía en marcha su primer Plan de
Desarrollo, con el fin de acelerar su crecimiento económico”. Se pretendía
alcanzar un PIB del 6% anual para alcanzar el nivel de otros países más
avanzados, en un período que se entendía “relativamente largo”, por la mala
caracterización comparativa de que partíamos. Pero, en todo caso, la tarea
requería la “preparación de recursos humanos adecuados” y, en consecuencia,
“los gastos en educación eran indispensables para la buena inversión de los
recursos”. De no contar con ésta, “el rendimiento sería bajo. Lo que retardará
el desarrollo económico, aumentando más los sacrificios”. Al revés de lo que
sucede ahora con la LOMCE, este núcleo duro de interrelaciones de la economía
con la educación y viceversa –primordial para entender la ampliación de la
educación y de los derechos sociales hacia las clases populares- inspiraba
esperanza de futuro. Para empezar, partía de un análisis riguroso de la
situación educativa en que podían verse sus rasgos más frágiles. No escatimaba
poner el acento en sus lacras más lacerantes: que nuestro gasto en educación
apenas llegaba al 1,8 del PIB –cuando la media de la OCDE de aquel momento
andaba por el cuatro-; que nuestras tasas de escolaridad en el grupo de edad de
6 a 13 años sólo alcanzaba a 811 de cada mil niños; que entre los de 14 a 17,
sólo alcanzaba a 151 (de cada mil); o que en el tramo de edad entre 18 y 24
años sólo podían estudiar el 42 por mil. Todo lo demás –instalaciones, profesores,
currículum, pública y privada, coherencia del sistema educativo, coordinación y
estadísticas- se mostraba igual de descabalado y con rasgos carenciales muy
potentes: todo parecía diseñado para el “estrangulamiento”, de modo que sólo el
16% de alumnos hacía “enseñanza media” y sólo el 1,9% enseñanza superior,
cuando todavía teníamos un 18% de población a la que el acceso a una paupérrima
escuela primaria le resultaba imposible, “produciéndose una discriminación
social muy difícil de superar después”. En medio de tantas carencias y
limitaciones, resultaba sin embargo estimulante atisbar que se hablaba no sólo
de problemas reales, sino que se proyectaba una política de mejoras no menos
realistas, apegadas a las necesidades. El “rendimiento” y la “calidad de la
enseñanza” –asunto central al que le dedicaba pormenorizada atención, muy
explícita en aspectos materiales tangibles- no nos resultaban puro eufemismo.
Ni entonces -pese a la lentitud que todo esto arrastraba-, ni ahora, cuando en
la distancia del tiempo transcurrido podemos medir con cierto criterio cuánto
hayamos logrado desde entonces.
Hoy, pese a
que sabemos con exactitud en qué problemas concretos debiéramos centrar
nuestros esfuerzos y recursos, esta LOMCE no sólo no valora el camino recorrido
sino que, además, nos ponen delante estructuras, maneras y argumentos que nos
quieren conducir otra vez a lo ya vivido antes de 1963: casi nada. Perich, uno
de nuestros mejores humoristas de cuando entonces, afirmaría de nuevo: “Es
posible que, como se afirma, la historia no se repita jamás, pero es igual: los
intentos que se hacen para que sí se repita son desalentadores” (Desde la PERICHferia, Barcelona, 1981).
Madrid, 13/06/2013
Manuel Menor Currás
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