Este curso, no solo el académico, exige más atención
Entre lo que sucede y lo
que nos cuentan siempre hay distancias; en este momento hay, además, demasiado
ruido.
Todavía faltan algunas comunidades en que se inicie el curso académico y, en las que ya ha comenzado, es un relativo éxito que no haya habido más que 136 situaciones de confinamiento, casi todas parciales, de algún centro educativo a causa de incidencias con la Covid-19; hasta ahora no llegan al 0.5% del total. También hoy, 14 de septiembre, se iniciaba el curso en algunas universidades y, cuando se estaban haciendo los preparativos la semana pasada, se difundía el deseo de normalidad, aunque a media voz también se añadía: esperemos que esto funcione, que no lo sabemos. ¡Ojalá que sea incluso mucho mejor de lo que las sospechas dejaban traslucir!
El guión y la serie
Sería una demostración de la consistencia, al menos, de una de las instituciones clave cuyo funcionamiento afecta a todas las familias; igual que la Sanidad, los Servicios sociales y, en el plano político, la estructura formalmente democrática de la división de poderes. Los datos que, sin embargo, vemos que saltan a la prensa –justo en estos días de incertidumbres crecidas en esta segunda vuelta de la Covid-19- es que no pocos de estos núcleos que organizan nuestra convivencia social y política emiten, sin rastrearlos a fondo, señales de advertencia.
Alguien comentaba hace poco –tal vez Juanjo Millás-, que buena parte de lo que nos cuentan que ocurre es comparable a una suerte de guión de alguna de las cinematográficas a que nos han acostumbrado las televisiones y el propio confinamiento. Esa sensación genera que, en el paso de espectadores de las series a los telediarios o viceversa, ya resulte difícil diferenciar temáticamente lo uno de lo otro; la secuencia e intensidad narrativas que los medios ponen sobre las noticias informativas tiene una secuencia muy parecida: quitan y ponen delante de nuestra atención hechos y datos cuya importancia para entender qué esté pasando, aunque determine buena parte de lo que sucede en nuestras vidas, es difícil de apreciar con garantía.
Sin embargo, si nos falla la confianza en las instituciones y quienes las lideran, el problema sociopolítico está cantado. El pasado no se repite, pero podemos facilitar que vuelva, porque nos es congénito el afán de libertad, como también lo es el miedo y la búsqueda de seguridades que, por falaces que fueren, son capaces de cundir. Lo dejó bien analizado Eric Fromm ante las crisis del primer tercio del siglo XX, en que no faltaron sectores propicios a potenciar una fuerte jerarquización del orden; en 1941, en El miedo a la libertad, mostró cómo somos capaces de someternos a biosistemas autoritarios que nos propicien la sensación de protección con la “libertad negativa”. En Alemania, el deseo de restaurar el orgullo patrio anterior a la IGM fue una base sobre la que el totalitarismo de Hitler encontró el mejor caldo de cultivo para alcanzar el poder; la potencia que en ese contexto adquirió el supremacismo ario y el lema “Dios con nosotros” dieron, sobre todo a las clases medias, la certeza orgullosa de haber acertado. John Dewey había afirmado un año antes en Libertad y cultura, que el riesgo para la democracia no estaba en otros estados totalitarios extranjeros, sino en la “existencia en nuestras actitudes personales y en nuestras propias instituciones, de aquellos mismos factores que en esos países han otorgado la victoria a la autoridad exterior y estructurado la disciplina, la uniformidad y la confianza en el líder”.
¿Y la política?
En contraposición, los problemas de fondo que han facilitado que tengamos frágiles infraestructuras sanitarias, educativas y sociales, siguen pudriéndose en la penumbra, alejados de la atención mediática; estos días, se han desplazado del guión como irreales algunas piezas judiciales que debieran hacernos temblar. Lo que hicieron quienes nos han dirigido y organizado astutamente la vida en años anteriores –en plena crisis económica-, apenas ha sido visible; se está diluyendo bajo el pretexto de que nada ha sucedido que no hubiera pasado en cuantos gobiernos hemos tenido desde que tenemos conocimiento. No pasa nada –parece decir la serie-, no se preocupen; otras veces hemos salido de ello, porque las instituciones son fuertes. Hasta puede suceder que alguno de los que mueven de verdad los hilos del poder económico y mediático eche la culpa a cuantos muestren algún derecho a enterarse.
La inquietud más seria proviene del ruido que emite el centro institucional del poder político; tanto el pasado día ocho en el Senado, como el siguiente en el Congreso, la acritud de los debates allí televisados ha mostrado lo poco que a muchos de nuestros supuestos representantes les interesa la política de verdad. Oyéndoles, no se sabe bien para qué hayan sido elegidos. Parecen estar en el patio del colegio disputando a muerte por bobadas; el tono pendenciero de sus voces, sin embargo, facilita el camino a quienes se otorguen la vigilancia del orden, a quienes no les faltará quien les bendiga en otra cruzada regeneradora. La semilla de los descontentos de cuanto ocurre está echada desde hace bastante más de seis meses y no falta quien cuide el suelo para que fructifique… Al margen de este guión, Benedetti -rememorado estos días- nos prevenía: “Todavía no hay volcanes apagados”: puede acontecer que uno se ablande al verlo tan odioso, pero “el enemigo es siempre el mismo cráter”.
Manuel Menor Currás
Madrid, 14.09.2020
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