Ha empezado la precampaña electoral, aunque falten meses para las primeras elecciones a la vista. Propiamente hablando, hay políticos que están en campaña desde que entraron en la órbita mediática como líderes relevantes.
QUÉ LIDERA FEIJÓO
El ejemplo perfecto es Núñez Feijóo, candidato a la presidencia del Gobierno después de acceder a dirigir el conservadurismo del PP en abril de 2022, momento desde el que pasó a defender que el jefe actual de la Moncloa vendría a ser un fraude desde que, para censurar a Rajoy, se alió con otros grupos de su izquierda. El expresidente de Galicia, sin embargo, no tiene el tono centrado, moderado y dialogante que aparenta, sino el bronco de Casado; es frecuente, además, que lo que pretende expresar nada tenga que ver con su verdadero pensamiento y resulta postizo. Ni siquiera la gestión que con sus mayorías parlamentarias llevó a cabo en la Comunidad gallega le da un respaldo fiable; son muchos los que se han quedado aliviados con que le hubieran destinado a Madrid, casi los mismos que se echarían las manos a la cabeza si lograra sacar adelante su liderazgo en el conservadurismo dañado en la etapa de Rajoy.
Desde que el Senado le facilita visibilizar su oposición al Gobierno actual, sus argumentos, palabras y gestos son preocupantes. Más allá de los clásicos recursos sofistas, que quienes le escriben los papeles parecen conocer bien, lo que realmente propone no aporta optimismo democrático. De manera aparentemente nueva en la terminología, reproduce las viejas ideas del conservadurismo, en que lo que importa es conservar lo que tienen las gentes que él representa: el poder real sobre los medios de producción y consumo, sin que nadie lo erosione. Cuando habla de medidas económicas, su recurso sigue siendo el ahorro individual, igual que en el siglo XIX, cuando para solucionar la pobreza que generaba una explotación feroz de los asalariados, culpaban a estos. Lo cuenta en 1890 Armando Palacio Valdés, en La Espuma; reflejando la posición de la España de la Restauración en cuestiones sociales, un aristócrata, dueño de unas minas, lo expresa ante una visita. Al interesarse esta por la pobreza que observa en sus trabajadores, el aristócrata dice que no ahorran y por eso acusan miseria, pero la persona que ha preguntado replica: ¿Cómo quiere usted que ahorren si lo que les paga no les alcanza para comer?
LA DEMOCRACIA CENSITARIA
En esa dinámica, las fórmulas de Feijóo y los suyos remiten a un planteamiento del pasado en que quienes se sentían en ascenso social planteaban un tipo de convivencia política de varios niveles de derechos, desigualdad que se traducía en la modalidad de participación indirecta o voto censitario. En el proceso de sustitución del Antiguo Régimen, por uno de signo liberal y representación popular, la fórmula se ejercitó primero en 1810 y, muy pronto, en la Constitución de Cádiz, donde el derecho a ser elegido diputado era de quienes tuvieran una renta anual proporcionada, procedente de bienes propios (art. 92). Larvadamente, se trataba de aligerar así el gasto público del Estado. El principio censitario no se aplicó, y menos con Fernando VII, en que el absolutismo regresó en 1814 para durar casi treinta años. Fue en el reinado de Isabel II cuando el derecho de voto quedó restringido -prácticamente hasta 1868 y de 1877 a 1890- a quienes tuvieran riqueza y capacidad. En su principal antecedente, el Estatuto Real de 1834, la Cámara Alta o Estamento de Próceres estaba formada por miembros natos y hereditarios de los Grandes de España, mayores de edad con 25 años, plenos derechos y renta anual de 200.000 reales; se les añadían los de libre designación real: nobles y altas dignidades del clero, la política, la propiedad o la ciencia, con 80.000 reales de renta. Los miembros de la otra Cámara, o Estamento de Procuradores del Reino -los propiamente elegidos- debían tener 30 años, ser españoles e hijo de españoles, de la provincia donde eran elegidos y dos años de residencia en ella, y tener renta de 12.000 reales anuales.
Pues bien, al ritmo que van las protestas del grupo conservador frente al Gobierno actual y sus propuestas de corrección, da la impresión de que la dinámica cultural a que obedece Feijóo sea heredera de aquella fórmula. Teóricamente, la Constitución actual reconoce a todos un conjunto de derechos y obligaciones políticas, sociales y económicas en libertad e igualdad. En la práctica, sin embargo, la libertad de que hablan muchos políticos del conservadurismo actual prima una individualización de la igualdad que viene a propugnar la continuidad de la desigualdad del siglos XIX. Poco vale, por ejemplo, que se reconozca el “derecho a la protección de la Salud” (arts. 43, 50 y 51 de la CE78), o que en el art. 27 se reconozcan el “derecho a la educación” y a “la libertad de enseñanza”; sus referencias a ellos desde las decisiones políticas que adoptan en las Autonomías que gestionan – y en las que han tomado cuando gobernaban en Moncloa- predomina siempre su perspectiva censitaria. En su sociedad, no todos son iguales, y por eso no prestan idéntica atención a los que ya tienen recursos que a quienes no disponen de lo imprescindible.
Esta solidaridad que, de repente les ha entrado a Feijóo y otros portavoces de su cuerda ideológica con cuantos no salen bien parados en las estadísticas del desempleo, o con cuantas mujeres se sienten agredidas por la excarcelación extemporánea de quienes se han visto favorecidos con las rebajas de penas en la ley del sí es sí, es incómoda. Proviene de élites herederas de otras anteriores que, a su vez, pocas veces tienen una genealogía ejemplar de las razones de su elitismo. Además, no casa con decisiones continuadas que, de lo que hablan es de favorecer privilegios de amigos de pupitre o de clase social, con quienes comparten opinión. Basta fijarse en las medidas que, en comunidades como Madrid –rompeolas del neoliberalismo y sus aliados ultras- no han cesado de ejecutarse en estos tres años últimos a favor de la Sanidad Privada y una Educación similar. Regido su servicio por socios a quienes lo que importa es la estricta rentabilidad del negocio, los dos bienes más altamente preciados –la salud y la educación- se convierten en estrictos bienes de consumo, cuyo derecho e igualdad quedan sometidos a metodología censitaria, discriminadora según el nivel de ingresos de cada ciudadano. Que por encima se proclamen los grandes intérpretes del constitucionalismo democrático, roza el esperpento: los padres del “contrato social” no vendrán a certificarlo.
Manuel Menor Currás
2 de febrero de 2023