Está todavía
reciente (El País, 14 de marzo, pg.
48) que el 86% de los aspirantes en Madrid a una plaza de magisterio, en
noviembre de 2011, no pasó un test previo de conocimientos similares a los
exigibles a alumnos de 2º de ESO; proporción que, en algunas cuestiones
ascendía al 93%. Quienes filtraron esta información a la prensa, ven en ello
motivo sobrado para modificar las condiciones que regían el acceso de los
“interinos” a la función docente. No consta, sin embargo, que se hayan
planteado depurar responsabilidades de
cuantos pudieran haber hecho dejación de funciones por desatender las
exigencias actuales de esta profesión y, por ende, las de una formación
adecuada en los años pasados.
Es obvio que
lo que menos contribuye a mejorar nuestro sistema educativo es la constante
agresión a maestros y profesores por parte de algunos responsables políticos y
de voceros interesados en difamarlos; una actitud desmesurada y creciente en
los dos últimos años, paralela a la conflictividad que han generado,
especialmente en Comunidades pioneras en recortar la labor compensatoria e
igualitaria de las diversidades de alumnos. ¿No ven que, también en paralelo a
esta filtración, unos días antes del mes de febrero el CIS elevaba el aprecio
por los enseñantes hasta el segundo puesto de su estima? ¿O es tal vez por esto
que los más serviles quieren rebajarlos hasta hundirlos, por debajo de la
desconfianza que los ciudadanos tiene de ellos?
La deslealtad,
falta de ética y profesionalidad que transpira el uso oportunista e indiscreto
de la aludida noticia, no debiera inducir a ver en los candidatos a la docencia
–y a los docentes en general- como una panda de vagos e ignorantes poco
inteligente –como se empeñan en propalar los contrarios a la escuela pública-.
Debiera potenciar, en cambio, un análisis detenido del fenómeno destapado, nada
exclusivo, por otra parte, de este colectivo profesional y, según puede deducirse
de muchos análisis, más extendido de lo que debiera en nuestros hábitos
culturales. ¿Qué sorpresas nos depararía la aplicación de un test similar a
muchos otros colectivos, incluido el de los propios políticos que se rasgan las
vestiduras, la inmensa mayoría de los cuales nunca se han sometido a una
oposición y cuya modalidad de acceso al cargo ha sido la mera cooptación
partidista, amical en la mayoría de los casos? ¿Qué nivel lector o de escritura
tienen quienes tanto sonríen ante los fallos de estos opositores...?
Cuantos, por
otra parte, consideran que se trata de una fehaciente demostración de que
“antes” se sabía más y se estudiaba mejor, debieran precisar con más exactitud
qué signifique ese “antes”. Lo que dice nuestra historia educativa es que no es
admisible una mirada de superioridad complaciente hacia un “antes paradisíaco”.
Sobradamente explícita es la tesis de Christian Baudelot, El nivel educativo sube (Ed. Morata, 1998), sin que este asunto del
“nivel” haya dejado de ser –y siga siendo en demasiados ambientes- un
recurrente distractor de responsabilidades: en vez de tomar en consideración
análisis serios del sistema educativo, que propiciaran una mejora eficiente de
sus logros, se ha convertido en deporte reiterar convicciones inamovibles como
esta de la queja -de un “nivel”
dogmáticamente establecido y a la baja. Como
pretexto para otros inmovilismos, ha suscitado múltiples referencias en
estos años; todavía merece la pena leer un Cuadernos
de Pedagogía –el nº 393, 2009- en que Rafael Feito o José Gimeno reiteraban
y ampliaban –con datos españoles- nuestra situación de subida y variación
“nivelar”. Pero para los añorantes nostálgicos de un pasado mejor –en la
práctica, siempre muy deficitario para la inmensa mayoría de la población- y
para los amantes de la arcaica chanza irresponsable, opuesta a cuidar la
dignidad de una educación inclusiva para todos, les será útil releer aquellas Antologías del
disparate que el profesor Luis Díaz
Jiménez fue recopilando en exámenes y pruebas diversas de sus alumnos desde los
selectos años sesenta: en 1974 iba ya por la 10ª edición y todavía alcanzaría
otras cinco hasta 1987. Tanto éxito editorial tuvo aquella antología que, con
el mismo título o similar –Estupidiario, en
algún caso-, pronto aparecieron otras colecciones de meteduras de pata solemnes
de otros profesionales –jueces o locutores radiofónicos, en particular- y,
también, de políticos con especial propensión a mostrar sus desnudeces
cognitivas en primer lugar y, de paso, las oscurantistas razones de sus
incongruentes decisiones. Léase al respecto, por ejemplo, el concienzudo
estudio de JIMÉNEZ VILLAREJO, C., y DOÑATE MARTÍN, A., Jueces pero parciales (Barcelona, Pasado-Presente, 2012), y
compleméntese –si se tiene ansia por conocer nuestra historia educativa- con
CASTILLEJO CAMBRA, E., Mito, legitimación
y violencia simbólica en los manuales escolares de Historia del franquismo
(1936-1975), (Madrid, UNED, 2008). Y quienes, a pesar de todo, sigan
pensando que “antes” no había problemas de conocimiento en las aulas, podrán
deducirlo por sí mismos si tienen paciencia suficiente para leer, por ejemplo,
el discurso de Joaquín Ruiz Jiménez en defensa de su reforma educativa, en las
Cortes de 1953. Y mejor todavía si, además, leen los informes al respecto de
los rectores universitarios –y de los obispos- en aquel momento: recuérdese
que, como prescribiría la Ley de
Ordenación de la Enseñanza Media, de 26/ 02/ 1953, en su artc. 2: “La
enseñanza media se ajustará a las normas del dogma y de la Moral católicos”. Y
no olviden tampoco que, según los datos que exhibiría en 1969 el “Libro
Blanco”, preparatorio de la Ley General
de Educación de 1970, el 62% de quienes cursaban en 1964 aquella enseñanza
media estaban matriculados en centros dirigidos por religiosos (Madrid,
Ministerio de Educación, 1969, pgs. 31 y 35).
Soy de los que creen que la historia de la educación
española –incluida la de su presente- no es tan amplia y enrevesada como para
que, en momentos como los que propician noticias inducidas, similares la que
provoca este comentario, aflore tanto especialista en recetas arbitristas. Es
cierto que todos tenemos nuestra particular experiencia -acreedora de un
presunto “sentido común” y autoridad compartida-, pero lo habitual es que el
pretendido bien público que suele invocarse cuando salta algún caso como éste,
no es garantía de conocimiento adecuado para solventarlo. Y, por otra parte, no
disfraza suficientemente el muy interesado afán de laborar pro domo sua o, dicho de otro modo, arrimando el ascua a su
sardina; más o menos igual que los responsables de la filtración de la noticia
en cuestión. Por eso sorprende que Enrique Moradiellos, por ejemplo, cuya
trayectoria en Historia Española Contemporánea tiene muy laudable
reconocimiento, en este asunto de la docencia no aporte más allá de lo obvio
cuando afirma categórico: “Primero aprende y solo después enseña” (El País, 22/ 03/ 2003, pg. 31). O que no
sobrepase el tópico cuando asevera categórico que “los malos resultados de los
licenciados en Magisterio están relacionados con los desvaríos de la nueva
Pedagogía”, poniendo en solfa de un plumazo qué sea el trabajo consolidado de
muchos profesionales de ese campo científico –y de otros muy conexos-. Eso de
“la nueva Pedagogía”, ¿en contraposición a qué pretéritas maneras hemos de
situarlo? ¿Cuál, en un pasado tan extenso, es aconsejable? ¿Es así como nos
quiere ayudar a esclarecer qué sea lo que han de saber hoy los docentes o cómo
han de enseñárselo unos supuestos sabios maestros antes de que se adentren en
los procesos de enseñanza-aprendizaje a que deban hacer frente dentro de un
aula? ¿Sería capaz el opinante de poner de acuerdo a sus colegas universitarios
y concretar mejor su propuesta de “lo que deban aprender” los docentes de otros
niveles educativos? ¿Es válido –porque le resulte más cercano- todo lo que se
empeñan en enseñar en las Facultades de Historia profesores y expertos tan dispares -y
disparatados en demasiados casos- contra los que él mismo ha de batirse de vez
en cuando en sus libros y artículos más especializados en lo suyo? ¿Sería disparatado animar al catedrático
extremeño a que coordinara una nueva “antología de disparates” sufridos por
cuantos alumnos –ahora profesores o no- los han disfrutado en sus universidades
respectivas? Desde luego, raro será el profesor de todo el espectro educativo
que no pueda contribuir a formarla rápidamente: nada simpática sería con lo
aprendido en su alma mater de
juventud, y algunos habría también –seamos justos- con un nada chocarrero
abanico de ejemplos modélicos. Resulta raro, en todo caso, que, para argumentar
hacia lo que nadie discute, derive hacia generalidades discutidísimas si no
estériles. Al ponernos en guardia frente a la “verborrea pretenciosa y vacua de
una supuesta ciencia holística de la educación formal, inmaterial e
incontaminada de contenidos efectivos conceptuales y empíricos”, tal vez quiera
decirnos de manera oblicua -sin que se note mucho- que él no suscribe el
conocido ‘Manifiesto educativo de los 18’, recientemente promovido por otros
muy acreditados catedráticos universitarios.
Nada que objetar, pero que busque mejores argumentos.
Sinceramente creo –y lamento- que no sea desde el
secundario y aislado campo específico de las Facultades de Historia de este
país desde donde, en general, se vaya aportar hoy con alguna consistencia
–menos si se desea “incontaminada”- la precisión del qué aprender para luego
poder enseñarlo: se decide en otra parte. Además, los planes de formación del
profesorado en que participan, a través de los recientes másters oficiales
puestos en marcha por sus respectivas universidades desde 2006, dejan mucho que
desear todavía –como acaba de poner de manifiesto la tesis doctoral de Jesús
Manso en la Autónoma de Madrid: La
formación inicial del profesorado de Educación Secundaria. Lástima es que,
por más que sucesivos informes internacionales hayan insistido en la
importancia de esa formación previa –incluida igualmente la de los profesores
de otros niveles educativos-, poco hayamos avanzado en cuanto a superar las
formalidades tradicionales de las oposiciones; más dejación hemos puesto
todavía en lo referente a enriquecer los perfiles competenciales de nuestros
docentes para el ejercicio de un trabajo que, en el transcurso de los años
últimos, está ganando creciente complejidad y exigencia.
Menos avanzaremos si no se conjuntan puntos de vista
interfacultativos. En vez de los continuos esfuerzos apriorísticos para
demostrar que el de la educación es un reino de taifas minado, mejor haríamos
en concordar unos cuantos elementos primordiales de no imposible ejecución. Por
sí solo, el variopinto artc. 27 de la Constitución, de poco nos vale en este
momento. Urge precisar con rigor qué tipo de enseñanza queremos: hasta qué
punto estemos dispuestos a evitar desigualdades de acceso al conocimiento. Y, a
continuación, qué ineludibles conocimientos, saberes prácticos y sociales,
entendemos deban conformar el qué y el cómo enseñar. Sólo a partir de estos
acuerdos básicos –en modo alguno “externalizables”-, podremos construir
democráticamente los instrumentos indispensables para que la formación de
nuestros docentes resulte coherente y consistente, adaptada a las necesidades
actuales y digna del aprecio de nuestros conciudadanos. De no ser capaces de
caminar juntos, el de la educación seguirá siendo un vivero de piedras
arrojadizas en que lo peor está por venir.
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