Los alumnos que proceden de familias desestructuradas son la mitad del fracaso escolar, pero la otra mitad son sus hijos, chavales de familias sin grandes problemas
Con la enseñanza ocurre algo parecido. Se ha instalado la idea de que el sistema educativo está fracasado por culpa de un modelo excesivamente permisivo y por la permanencia en las aulas de un alumnado que no quiere estudiar.
Como toda campaña, contiene algo de verdad y los docentes son los primeros en sufrirla. Sin embargo, no es toda la verdad, ni siquiera la raíz del problema, y en cualquier caso el autoritarismo y la segregación no son la respuesta.
La enseñanza no es un mar en el que desembocan las desigualdades culturales y económicas; los errores del modelo de crecimiento insostenible; el consumismo irresponsable y la insatisfacción social. Especialmente en la secundaria, este rompeolas es feroz porque se produce en unos protagonistas en plena adolescencia.
Para demostrar esto basta con un dato reciente: en los últimos cuatro años el índice de fracaso y abandono escolar ha bajado 10 puntos, cerca de un 30%, y la causa es simple y llanamente que los cantos de sirena del ladrillo, del consumo fácil se han apagado.
Sin embargo, miremos con más detenimiento el fracaso escolar, ese que, según el ministro Wert radica en la persistencia en las aulas de esos alumnos molestos que no quieren estudiar. Déjenme que les diga que tras esta afirmación hay, por parte del ministerio, una gran trampa dialéctica y, por los ciudadanos, una desculpabilización y desentendimiento de la labor educativa. A fin de cuentas, siguen siendo “los otros”, “las malas compañías” o el ambiente hostil el que hace fracasar a sus hijos.
Disculpen que les dé una mala noticia: no es esa la razón. Para su desgracia (y esto sí que es un verdadero fracaso de la educación), el alumnado que procede de familias desestructuradas, o de situaciones de marginación no suele estar en las aulas más allá de segundo, o tercero de secundaria. Digamos que ellos son la mitad del fracaso escolar, pero la otra mitad, siento decírselo, son sus hijos, chavales procedentes de familias sin grandes problemas pero que tropiezan en la secundaria. Ahora que sabe esto, ¿está de acuerdo con la segregación temprana? ¿Cree conveniente convertir los estudios no en una fuente de formación humana y cultural, sino en una carrera de obstáculos en la que cualquier error se paga con la exclusión?
Es curioso que la reforma del ministro Wert no pretenda en realidad reformar absolutamente nada en la enseñanza, sino abaratar los costes y apartar rápidamente a los que fracasen. De camino le propinan una patada a las comunidades autónomas y a la educación en valores igualitarios. El profesorado queda reducido a un mero instructor de exámenes que no controla, navaja multiusos sin reconocimiento alguno a su labor.
Si se impone la reforma se acabarán muchas optativas fundamentalmente en el ámbito de la cultura. Se retornará a la enseñanza memorística, al valor único de los exámenes frente a la evaluación continuada y a una “especialización” de los jóvenes que lejos de prepararlos para el futuro, les privará de desarrollar sus capacidades. La apuesta por el desarrollo de la Formación Profesional se podría hacer perfectamente sin dañar el Bachillerato y dinamitar los puentes para la formación universitaria.
Si su hijo, porque se trata de él (y perdonen que hable en masculino pero el fracaso se escribe en este género), ha tenido un pequeño tropiezo puede optar por una formación profesional de baja calificación que carece de presupuestos, o ya puede ir buscando plaza en la enseñanza privada, que es la verdadera beneficiaria de estos modelos de segregación. El escaso debate sobre este proyecto nos indica hasta qué punto las ideas de la desigualdad y del “sálvese quien pueda” han calado, como lluvia fina, sobre la sociedad.
Publicado en elpais.com
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