Hará cosa de ocho años que me planté en un examen de oposiciones de enseñanza secundaria de Madrid y pregunté al tribunal que cuándo se iban a leer los exámenes en voz alta, porque quería asistir. El presidente me preguntó primero que de qué sindicato era y luego, desconcertado, qué quién era yo. Les dije que era un electricista que pasaba por ahí y que quería asistir a la lectura pública de los exámenes, que era, en definitiva, un ciudadano cualquiera que tenía derecho a escuchar los exámenes, puesto que se trataba de una oposición pública. Me tomaron por un marciano, me dijeron que no se iban a leer públicamente y que pusiera una reclamación o una denuncia, cosa que no llegué a hacer porque me dio pereza gastar el resto de mis días en recurrir tribunales hasta llegar al Constitucional.
Hace una década, en efecto, que, para mi sorpresa, se dejaron de leer los exámenes de oposiciones en público. Algunos tribunales (no todos, porque aún hay gente con dignidad), llegaron a repartirse los exámenes para su corrección, de modo que las plazas de funcionario en la enseñanza secundaria en la Comunidad de Madrid empezaron a depender del criterio de un único profesor que leía el examen del interesado. Era un profesor que, quizás, había compartido instituto con el mismo al que estaba juzgando, el cual, quizás, llevaba una década trabajando como interino en ese mismo centro. Esto es una barbaridad legal, pero no sólo -como me dijo un abogado al que recurrí y que, precisamente, me hizo desistir de cualquier tipo de reclamación al comprender que era una causa perdida hacerme entender- porque “la decisión del tribunal tiene que ser colegiada”, sino porque -aunque para mi desconcierto nadie parecía dar importancia a eso, ni siquiera el aludido abogado- el acto, obviamente, tiene que ser público.
Cuando yo aprobé las oposiciones a cátedra de secundaria en el año 1982, los opositores leíamos nuestros exámenes en una sala que a veces estaba abarrotada, pues la mayor parte de los opositores asistíamos al examen de los demás, además de que las puertas estaban abiertas para cualquier ciudadano que quisiera ser testigo de a quién estaban nombrando en esos momentos funcionario de por vida en el ejercicio de una función pública (algo que no es poca cosa, me parece). Estas circunstancias eran tan elementales que a nadie se le habría ocurrido cuestionarlas. ¿Como se pudo llegar a olvidar algo tan básico sobre lo que supone un proceso de oposición? Eso es, sin duda, lo más grave de todo: que nadie recuerde ya lo que supone un proceso de oposición -nada más ni nada menos- que a la función pública. De tanto calumniar y denigrar al funcionariado (alentados por la extrema derecha en los medios de comunicación), la gente ha olvidado lo que suponen las oposiciones a la función pública, y cuanto más se desprecia al funcionariado, más se tiende a despreciar que su sistema de acceso cumpla tan siquiera con los preceptos constitucionales más elementales.
Hay que tener en cuenta que, desde hacía todavía algo más de tiempo, las oposiciones se habían convertido en un ritual cercano al maltrato, la humillación o la tortura. Salían cinco o seis plazas para millares de personas. El material humano resultante pasaba a engrosar las listas de interinos, que se convertían en un ejército de trabajadores precarios sin derechos laborales -a veces se les sustraía incluso el derecho a las vacaciones pagadas- en una especie de ignominioso limbo legal. En esas condiciones, el sistema de oposiciones se convirtió sencillamente en una tomadura de pelo. Y como siempre, entonces desembarcaron los pedagogos a diagnosticar el problema, en tanto que expertos de la enseñanza que se pretenden. Decidieron que el problema era -nada más ni nada menos, en medio de esa sarcástica broma- que en las oposiciones se atendía demasiado a los contenidos y demasiado poco a las metodologías pedagógicas. Decidieron, también, que no había por qué suponer que una persona que sabe mucho de su materia tenga porqué saber lo que es un adolescente -cosa que por lo visto, ellos sí sabían, mientras que, en cambio, los que hemos sido adolescentes, hemos tenido amigos y compañeros adolescentes y hemos dado clase sin parar a adolescentes, desconocíamos, al parecer, completamente.
Así pues, se hipertrofiaron los aspectos pedagógicos de la oposición y se miraron por encima del hombro los contenidos y la comprensión de los temarios. Tirando de la misma lógica, se suprimió la diferencia entre catedrático y agregado. Cuando yo aprobé las oposiciones a cátedra en 1982, el presidente del tribunal era un catedrático de universidad. Eso fue considerado una ignominia y una intromisión en la enseñanza secundaria, pues los catedráticos de Universidad no habían sido nunca adolescentes ni tenían ni idea de cómo se enseña a adolescentes, de tal modo que era mejor que los que habían estudiado lo que era un adolescente enseñaran a enseñar cualquier cosa sobre la que no tenían ni idea. Consiguientemente, se suprimió la distinción entre oposiciones a cátedra y a agregado. En verdad, lo que se consiguió fue convertir a la mayor parte de los profesores en interinos, es decir, se creó un mercado laboral basura que, sin embargo, eso sí, tenía grandes conocimientos pedagógicos, es decir, independientemente de que se le hubiera evaluado mucho o poco lo que sabía o no sabía, había garantías de que sabía manejar con soltura la vacía jerga insoportable y ridícula de las programaciones docentes.
La cosa, por supuesto, salió fatal. Como los contenidos ya no eran lo más importante, comenzó el imperialismo de las asignaturas afines. El profesor de lengua podía dar francés sin saber francés, el de francés, podía dar, ¿por qué no?, filosofía; el profesor de matemáticas podía dar química o incluso educación para la ciudadanía, dependiendo de las condiciones de su interinidad. Eso sí, todos estaban adiestrados en hacer programaciones docentes. Y cuando todo empezó a venirse abajo, empezaron las lúcidas voces críticas. ¿Cuál era la causa de todo este desastroso disparate? Pues adivínese: todavía ahora, en estas recientes oposiciones de secundaria, se escuchan voces que claman que el problema reside, cómo no, ¡en el sistema de oposiciones!
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