Nada garantiza que no pueda ser así. Del dicho al hecho hay
un trecho, y de los programas políticos a su cumplimiento siempre se produce un
amplio abanico de interpretaciones.
Con el pretexto de que enmendar es de sabios, no son pocas ya las ocasiones
en que el desajuste entre lo prometido y lo que se haya llegado a poner en
práctica no sea considerable: todos somos testigos de ello y más si acumulamos
pasado. La pérdida de la inocencia de los ochenta, por ejemplo, llegó con el
referéndum de la OTAN (12/03/1986), igual que, previamente, la redefinición del
PSOE a partir de su Congreso Federal extraordinario (28-29/09/1979) abandonaba el
marxismo originario que tan bien había definido Jaime Vera en sus inicios: el
centro político era el centro y bien merecía algún retoque cosmético. En los
tiempos actuales, quienes sigan con paciencia los movimientos recientes pueden
palpar igualmente versiones de Gobierno del PP que en poco se parecen a sus discursos
y programas electorales de hace apenas tres años: las tendencias internas del partido
dan tirones al timón y más cuando el acarreo cotidiano de razones da argumentos
a los augures para vaticinar irreparables pérdidas de poder. Y parejo es el
movimiento en cuantos prevén que puedan ascender o mantenerse en el favor de
los votantes: las clases medias y sus ambidextras movilidades y motivaciones
son su objetivo preferencial de atención, lo que implica acentuar o redefinir
constantemente dichos y hechos comprometedores con líneas que puedan desmerecer
de tanta expectativa.
En lo
referente a la Educación, también
ha habido giros curiosos a lo largo de estos últimos años que no favorecen
actitudes distintas para los que vengan. No se corrige fácilmente, por ejemplo,
la asentada tradición de que cada cual tiene la solución perfecta a los problemas
que este sector principal tiene acumulados. Pocos hay que tengan más opinadores
contundentes y, en contraste, pocas áreas gubernamentales que menos parezcan
necesitar equipos bien preparados: cualquiera parece valer para estar ahí, con
tal de estar dispuesto a repetir determinadas consignas sin rubor. Compárense los
perfiles de consejeros –y ministro- encargados de estos asuntos actualmente y se
entenderá mejor el valor político que se confiere a la Educación más allá de las
declaraciones convencionales: una contradicción flagrante, causante de tópicos
insulsos, sólo equiparables a los que casi todas las introducciones de las
leyes educativas repiten cuando se contrastan con la proporción de economía
disponible para hacerlas cumplir con mínimo rigor y dignidad democrática. Pero
en este momento preciso del cronograma político, con las nuevas expectativas de
voto que en días pasados daban a conocer diversas instancias demoscópicas,
quienes ya ocupan posiciones de alguna responsabilidad en los partidos con posibilidades
de marcar un nuevo rumbo a los asuntos de la enseñanza no parecen aportar -a
tenor de sus primeras manifestaciones- un nivel de conocimiento muy serio de
cuanto en este terreno se necesita. Cuando la vieja guardia está soltando
responsabilidades, el diálogo y confrontación de ideas que los nuevos manejan
para posibles programas de acción sobre lo existente, en demasiados casos, roza
la ignorancia de lo que acontece en los centros educativos. Su conocimiento de
las necesidades reales es a menudo inconsistente y sigue abundando en tópicos
el modo de afrontarlas con la debida modernidad cualitativa sin que la inercia
burocrática –a que nadie parece renunciar- se acabe comiendo todas las expectativas de
los resistentes durante estos últimos años aciagos. Las pocas declaraciones y
gestos hasta ahora conocidos no son muy ricos en la perspectiva de acercarnos
cada vez más a las exigencias de una dignidad igual para todos y de que, a ser
posible en un plazo razonable, todos los interlocutores puedan al menos
distinguir conceptualmente qué sea la educación, qué la enseñanza y qué la
instrucción, sin que de las varias maneras
de adoctrinamiento particular se trate. Sólo así podríamos romper –en
Educación- con un viejo vicio político denunciado por El Roto el pasado día 14,
a propósito del post9-N: “Tenemos que hablar” –dice un personaje- y el otro,
separado por dos vallas de alambre de espino, le responde: “Pero de qué”.
Lo
vivido en años pasados de la
reciente historia educativa tal vez pueda ayudarnos a entender mejor –si se va
contrastando con el presente- qué pueda pasar y, también, a no caer en la
desesperanza inútil. En cuanto a las necesidades de una enseñanza y educación
democráticas, hay acumuladas en este curso muchas expectativas frustradas, que
se suman a otras anteriores, de las que, independientemente de que fueran o no
adecuadas en su momento, podemos rememorar dos. La primera, ignorada en demasía,
empieza ya a ser lejana para quienes la vivieron. Retomando ideas clave de la
IIª República –una etapa innombrable en demasiados medios todavía-, en los
inicios de la Transición se habló mucho de “escuela única”. Se reclamó en los Colegios
de Doctores y Licenciados, y especialmente en el de Madrid, cuando lo presidía
Eloy Terrón. Cabe comparar qué haya quedado de todo aquello: en qué haya venido
a parar su meritoria “Alternativa para la enseñanza” y la correspondiente
“plataforma reivindicativa” de 1976. Es verdad que las ansias de cambio eran
desbordantes y no matizaban mucho; pero también lo es que si hoy se menciona
aquel documento y sus demandas, incluso en medios sedicentes “progresistas” hay
quienes se quedan en blanco, mientras otros -los más conscientes de los limitados
logros frente a lo que pedían los más luchadores-, no se sienten a gusto al
hablar de ello. La segunda situación, también tiene que ver con la memoria
–único refugio que nos queda con los años y desgraciadamente menguante. Es muy
interesante pedir a personas vinculadas al quehacer educativo -incluso padres y
alumnos-, que reconstruyan momentos significativos de lo vivido en los centros entre
los años setenta y la actualidad. Pronto se pueden advertir acentos llamativos, ineludiblemente
acompañados de mirada ideologizada, no siempre consciente. Incluso prestigiosos
intelectuales –supuestamente disciplinados en su proceder reflexivo- no
muestran asombro de duda, como si la naturaleza y no la cultura –y por ende el
quehacer político- fuera la responsable de que las cosas hayan sido o sean de
un determinado modo segregador. Pocas personas están dispuestas a admitir que
lo vivido en este terreno podía haber sido mucho más rico para todos y todas si
hubiera sido de otro modo y que, por tanto, es muy posible que haya mucho que
cambiar para que las generaciones actuales puedan, al fin, tener una enseñanza
acorde con lo que les toca vivir. Y todavía es peor si, en este posible trabajo
de campo, se da cancha a intentos de renovación que hayan podido coexistir con
el paisaje habitual de lo vivido y que, por unas u otras razones, no llegaron a
cuajar: la descalificación, cuando no el insulto, –salvo contadas excepciones- salta
de inmediato.
Con el
BOE en la mano, son
fácilmente documentables en este sentido otros dos asuntos de la historia
reciente. Uno, relativo a las reformas experimentales previas a la LOGSE –sobre
todo entre 1983 y 1987-, invocadas como pretexto cuando se puso luego en marcha
esta ley tan importante en 1990. Aunque participaron en ellas muchos centros
públicos y privados, casi nunca son mencionadas: esos años son prácticamente
inexistentes, incluso en los centros en que fueron promovidas. Los movimientos
de renovación pedagógica –tan relevantes en la construcción de una enseñanza de
calidad desde los sesenta-, aunque de una u otra manera estuvieron en aquel
proceso, no han solido mentarlas porque entendieron que no reflejaron bien sus aspiraciones
óptimas de cambio. Y quienes lideraron luego la redacción y primera puesta en
escena de la nueva Ley, porque consideraron que las prescripciones académicas que
ellos introducían pautaban el mejor camino posible de un rápido cambio
educativo. Hoy, la ilusión óptica de unos y otros -como la de los propios
participantes en aquellos proyectos-, debiera ser estudiada con cuidado para no
volver a incurrir en problemas de fondo y, sobre todo, para que el esfuerzo
derrochado por tanta gente no se quedara en la nada. El segundo recuerdo
también es perfectamente documentable, no es atribuible a imaginación alguna
tendenciosa y tiene gran utilidad en este momento. Viene provocado por un
título relativamente reciente, de 2012: Aulas
con memoria: ciencia, educación y patrimonio en los institutos de Madrid
(1837-1936), publicado bajo los auspicios del CSIC. Sin entrar en consideración
mayor, parece sugerir que las aulas de los años posteriores a esa fecha no tuvieran
nada que decirnos y que debiéramos
centrarnos en algunos objetos y libros ciertamente sorprendentes para esos años
de referencia. Poco dicen éstos, sin embargo, si no se comparan con los que
amueblaron las escuelas posteriores ni se tiene en cuenta tampoco lo que vio
Luis Bello en sus viajes por las escuelas de España, en los años 20 –antes de
lo documentado por las Misiones Pedagógicas-, todo un símbolo de abandono
interesado. Sorprende especialmente que quede fuera de ese estudio lo posterior
a 1936 y -en Madrid- lo sucedido desde inicios de abril de 1939, cuando la
llegada de “los nacionales” suprimió muchas escuelas e institutos y cambió de
nombre a muchos otros para simbolizar mejor al franquismo nacionalcatólico (en
muchos casos ni hoy modificados) que iniciaba su largo recorrido. Justo en ese
inicio de abril del 39, terminada la guerra civil, empezó en esta ciudad y
provincia la sistemática “depuración” de maestros y profesores de todos los niveles
educativos, y enseguida se creaba el CSIC para, entre otras funciones,
controlar al nuevo profesorado. La eficiencia con que esto se llevó a cabo
todavía hoy es constatable en la desmemoria dominante. Una parte de todo ello
ha sido documentada por Francisco Morente Valero en 1997, La escuela y el Estado Nuevo: la depuración del magisterio nacional
(1936-1943), libro al que ya había precedido, diez años antes, otro
ccordinado por Jesús Crespo Redondo a partir de documentación de primera mano
encontrada en el Instituto burgalés “Cardenal López de Mendoza”. A donde quiero
ir a parar es a que el resultado de estas
celebraciones admirativas del “patrimonio educativo” residual existente en
contados institutos y escuelas madrileños –y también en otras partes de España-,
quedan descontextualizadas. No valen siquiera para explicar -y menos celebrar-
el enorme valor que habían dado a la educación no sólo los republicanos, sino
también los liberales de signo más conservador, entre los que destacan García
Álix, Gamazo o el propio Romanones –amén de los promotores de la ILE y sus
derivaciones institucionales-, desde mucho antes de que el artículo 47 de la
Constitución de la IIª República estableciera que “El
servicio de la cultura es atribución esencial del Estado, y lo prestará
mediante instituciones educativas enlazadas por el sistema de la escuela
unificada”. Es penoso, además, que no se aclare por qué muchos
docentes que han convivido con bibliotecas e instrumental de laboratorio de
primer nivel para cualquier anticuario o coleccionista, no tuvieron conciencia de
esa riqueza y la dejaron deteriorarse o desaparecer: un asunto grave en la
historia cultural española, similar al más conocido del patrimonio eclesiástico
-del que fue preclaro depredador en tiempos recientes Erik el Belga (Memorias del ladrón más famoso del
mundo, Planeta, 2012)-, o al de los latrocinios perpetrados
en la Biblioteca Nacional, en el Museo de Ciencias Naturales todavía en los
años ochenta (del siglo pasado) –y en el Ateneo madrileño desde mucho más
atrás-, frutos todos del descuido y la indiferencia. Y nada contribuye, en fin, a entender cómo, en casos
bastante recientes, ante la ocurrencia de celebrar algún aniversario de la
fundación de importantes centros educativos, quienes quisieron contar la
verdadera historia y que todos estos ingredientes patrimoniales pudieran
integrarse razonadamente en el relato toparon con que seguía prevaleciendo la
ocultación de lo ocurrido desde 1936 o, mejor, desde 1931. Hoy,
afortunadamente, docentes que entonces se oponían a que sus alumnos supieran
bien qué había acontecido –a partir de la enorme calidad de aquellos edificios,
y de los libros e instrumental didáctico que atesoraban-, hacen currículum
recontando la memoria de estos materiales y tradiciones. Muchas veces, por
desgracia, con peculiares relatos: su pretensión de neutralidad incontaminada,
muestra senderos de la memoria contrarios –pero moralmente similares- al recién
novelado por Javier Cercas en El Impostor.
Esa
selección de la memoria –del que
deriva incluso un género de pseudo
historia educativa como la inventada por Alicia Delibes, profesora de
Matemáticas liberada de la tiza por Esperanza Aguirre y asidua colaboradora de
Libertad Digital- se ha cultivado a conciencia entre profesores y maestros, muy vinculada además al aleatorio y
jugoso campo semántico de la “calidad” y “libertad” de
enseñanza. La combinación ha sido políticamente muy productiva desde
1990 para acá, de modo que ni la LOE del PSOE (2006), ni la LOCE (2002) y LOMCE
del PP –firmada por Pilar del Castillo la primera y por José Ignacio Wert la
segunda- han dejado de aleccionarnos sobre cómo leer el particular sentido de
estos gloriosos términos publicitarios sin que alcanzaran a cambiar
sustantivamente la realidad educativa. Todo empezó con aquello del descenso del
“nivel” y de la “egebeización” ya en los ochenta, cuando el “malestar docente”
ya se alineaba con el descuido hacia la escuela pública. Parece que se hubieran
propuesto, especialmente del lado más conservador, que nos acordáramos cada vez
menos de que, en tiempos en que unos y
otros estudiábamos, sólo lo podían hacer muy pocos; y muchos se olvidaron
pronto de que la Antología del disparate,
que la editorial Herder acababa de editar en 1989 a Luis Díez Jiménez, ya tenía
muchas ediciones anteriores: las recopilaciones de malos exámenes de sus
alumnos volvieron a circular como si hubieran sido fruto de la LOGSE. Todos
olvidaron igualmente –aunque en distinto grado, como recuerda el último libro
de Álvaro Marchesi y Elena Martín presentado hace unos días, Calidad de la enseñanza en tiempos de crisis
(Alianza, 2014)-, que los modos de calidad y excelencia educativas vienen
condicionados por concepciones ideológicas previas, más o menos excluyentes de
la diferencia y de la desigualdad entre sus destinatarios, y determinantes de dotaciones
y metodologías apropiadas para reforzarlas o amortiguarlas. Ahora, con la LOMCE como paradigma de la “mejora”
educativa, estas cuestiones siguen más vivas que nunca, tanto más cuanto que en estos tres últimos años
todo han sido quejas de cómo se estaba elaborando esta ley y, a medida que se
fue conociendo su diseño –técnica e ideológicamente tan primitivo-, enseguida fue
señalada como inclinada a potenciar la desigualdad no sólo entre centros
públicos y privados sino, incluso, dentro de cada uno. Muchos de sus
correctivos sólo servían un pretexto para incrementar la fragmentación interna
de intereses de padres, estudiantes y centros. E incluso la ambición de eficiencia se convertía en
motivo de desafecto y mal ambiente entre directivos y profesores. Pudo verse,
de este modo, cómo el desbarajuste ya inducido por los selectivos recortes
facilitaba ahora más la privatización: la nueva ley sólo refrendaba políticas
que en Comunidades afectas ya se llevaban a cabo con todo descaro, de modo que
lo que era un derecho cívico de todos se convirtiera en creciente negocio de unos
pocos amigos en perjuicio de toda la sociedad. De todo ello se han alimentado
las huelgas sucesivas, las múltiples manifestaciones y que el ministro Wert
haya pasado a ser el más preclaro oxímoron de la buena educación: el CIS no ha
logrado nunca sacarle de la peor valoración de sus periódicas encuestas. Sin
duda, es un logro exclusivamente suyo que haya puesto de acuerdo en ello a todos
los sindicatos de la enseñanza,
asociaciones vecinales, plataformas cívicas diversas y, sobre todo, a los
infatigables de la “marea verde”, que siguen en activo con sus protestas.
Todo este
bagaje de memoria y expectativas está ahí, expectante de la
reacción de cuantos partidos y movimientos sociales se han conjurado –con
motivo de la aprobación parlamentaria de la LOMCE (Ley 8/2013, de 9 de
diciembre)- para derogar esta última ley que acaba de empezar su andadura en
este curso. A la vista de lo que da de sí la experiencia –el hombre tropieza
dos veces en la misma piedra-, y de las expectativas de cambio político que
suscitan las últimas encuestas, la cuestión principal es: y, si se cumpliera
ese vuelco, ¿después qué? En Educación, sin embargo, los rumores de cambio ya
empiezan a traer aparejados algunos matices muy expresivos del ma non troppo, que fácilmente pueden
llevar a repetir errores del pasado. No parece que vaya a ir todo muy bien con
la mera apelación a la derogación de esta LOMCE para hacer, sin más, otra ley
orgánica. Ni tampoco, como otros sugieren, a base de sobornar la buena voluntad,
mejorando el salario al profesorado y dejando en la nebulosa otras múltiples cuestiones
de relevancia principal. O invocando el “consenso” -como muchos vuelven a reclamar- sin acordarse de
que ya ha habido acuerdos, incumplimientos y negativas a cuanto no sean inconmovibles
experiencias elaboradas dentro del más ancestral y manido sentido común. Esta
recurrente panacea del pacto parece que se seguirá manoseando más de la cuenta
para que los privilegios sigan sintiéndose a gusto y todo lo demás siga más o
menos igual, sin atenerse a lo que “los cuadernos de quejas” tienen anotado. Desde
luego, no está claro, todavía, que el sistema educativo no prosiga en su acomodaticia
improvisación permanente y sin los recursos sistémicos que precisa. De momento,
pues, como señalaba Françesc Carreras hace poco, cuando parece que una mayoría
se inclina hacia una determinada posición, conviene no perder de vista que la
tentación de quienes tienen posibilidad de gobernar, es ver quién es el primero en apuntarse a la
tendencia prevalente –fervor que vehiculan las encuestas-; no vaya a ser que
perdamos votos.
No
obstante, este 16 de noviembre, Día
internacional de la Tolerancia por expreso deseo de la UNESCO -para conmemorar
una de las razones principales de su fundación en 1945-, nos induce a reclamar
la estima y el cuidado. Pese a todas las diferencias que cada uno podamos
aportar al conjunto humano, esa es la gran causa común en que toda organización
social y política debiera estar implicada prioritariamente es la del
reconocimiento y respeto mutuos e implicarse, por tanto, en erradicar las
múltiples agresiones de intolerancia existentes. Es buen día, pues, para
reclamar coherencia y no mero tacticismo a cuantos quieran decir algo sensato
sobre Educación de cara a las elecciones que se avecinan y, por supuesto, de
cara a esta LOMCE que se ha abierto paso por la demostrada incapacidad de
dialogar civilizadamente. No basta con que cada grupo político –o cada uno de
nosotros- tenga ideas maravillosas, y también nos sobra ya que nos repitan una
y otra vez que hemos avanzado mucho. Con tanta autosuficiencia inoperante y
excesiva desmemoria, seguiremos muy parecido, con la propaganda como bandera y
la parcialidad como excusa para seguir sosteniendo la desigualdad. La principal
manera de que no se nos pudra definitivamente la democracia es procurando que
se cumpla el artículo 1 de la Constitución, con la “igualdad” –al lado de la
Justicia y la Libertad- entre los
valores superiores que el pluralismo político ha de defender. Los espacios
educativos necesitan no sólo igualdad de trato por parte de la Administración
–inexistente con frecuencia-, sino que, en su interior, se eliminen los
ingredientes de segregación existentes por razones tan variadas como el sexo,
la religión o la índole social. El artículo 2.10 hace coherente recordar hoy
este asunto, como firmantes que somos de los derechos que la ONU y la UNESCO
exigen cumplir, también en lo relativo a educación y cultura, los espacios
privilegiados para dignificar la vida humana.
Manuel
Menor Currás
Madrid, 16/11/2014
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