La más grave crisis económica de la historia reciente de España ha permitido que muchos ciudadanos se sientan en la obligación de dejar de mirar de soslayo hacia esas verdades que esta crisis ha puesto al descubierto y que antes solo intuíamos o no queríamos reconocer. Verdades a las que se empieza a plantar cara, después de una inaceptable sucesión de recortes en los derechos ciudadanos y en las prestaciones sociales.
Es posible que, entre esas verdades, la más dolorosa y contundente haya sido comprobar cómo los estados han tratado con una caritativa benevolencia a los responsables de la crisis y a los poderes económicos, mientras nuestros gobernantes daban la espalda a la sociedad, al tiempo que se enriquecían fraudulentamente, mentían para llegar o mantenerse en el poder y tomaban decisiones abiertamente encaminadas a limitar derechos y a amedrentar a una ciudadanía cada vez más indignada.
Los intereses economicistas del Estado han hecho que muchas de sus preocupaciones sociales estén en la mayoría de los casos destinadas a reforzar sus políticas de ahorro, incluso en épocas de bonanza. Cuando el Estado parece “preocuparse” por los problemas de la gente no lo hace movido por el paternalismo, ni muchos menos por el viejo espíritu de la Ilustración de educar al pueblo. Prueba de esto son las múltiples campañas que, desde los medios de comunicación, han intentando bombardear nuestras conciencias y nuestros hábitos: no abusar del alcohol, evitar accidentes de tráfico, hacerse revisiones periódicas para detectar prematuramente el cáncer, limitar el consumo de tabaco, prevenir el contagio del VIH, realizar deporte o hacer dietas saludables son algunos ejemplos de las campañas destinadas al ahorro: evitar costosos tratamientos médicos, bajas laborales, prestaciones por discapacidad o dependencia, pensiones por incapacidad, pérdidas materiales o poner en funcionamiento los escasos recursos de la justicia o de los servicios públicos, todos con gastos a cargo del erario.
Muchos han sido los medios de comunicación que inciden en estos costes ocasionados por una ciudadanía irresponsable. Los accidentes de tráfico, por ejemplo, según se ha publicado, cuestan unos 16.000 millones de euros anuales. Incluso algunos artículos equiparan estos gastos con los de otras calamidades sociales como el sida.
Resulta, sin embargo, imposible recordar una sola campaña publicitaria destinada a concienciar a adolescentes y jóvenes de la importancia del estudio, de la formación y de la necesidad de educarse o de obtener un título universitario si se quiere mejorar en la vida. Entre las preocupaciones del Estado no parece estar la de que los jóvenes españoles se formen a conciencia para encarar un futuro incierto, a pesar de que los gobiernos socialistas y los de derechas se hayan empeñado en modificar todas las leyes educativas, siempre con el argumento de evitar el fracaso escolar. La ausencia de estas campañas parece obvia: la educación no supone un ahorro al Estado.
Gobiernos de un signo u otro se reparten las cifras del fracaso en la misma medida, ya sean socialdemócratas, liberales o nacionalistas. Parece que ni unos ni otros han podido evitar el desastroso 30% de media de alumnos que, afirman, no termina su formación básica. O quizás, sencillamente, no quieran solucionar el problema. Por comunidades autónomas, el mapa del fracaso escolar equipara gobiernos e ideologías, según un artículo publicado por el diario Público, cuyos datos de 2011 coinciden con el de otros medios.
El mapa del fracaso escolar español es muy parecido al de los incendios forestales en verano, aunque la tendencia es que hasta el año 2012 se ha bajado hasta rozar el 30% desde un 40% en el año 1992. En épocas de bonanza económica, en los años 2006, 2007 y 2008, el mundo laboral quizás llamase a muchos jóvenes a dejar los estudios y cambiar los libros por ladrillos, repuntando el abandono.
El 30% de alumnos que dejan la escuela antes de acabar la etapa obligatoria es, a pesar de todo, la más alta de Europa. Cuántos de estos alumnos pertenecen a la escuela pública y cuáles a la privada son datos que no parecen importar demasiado, y que bien aparcaremos para otro momento.
El colectivo Soy Pública quiere desmentir el “discurso oficial” del gran dato del fracaso escolar, argumentando que la relación que se establece entre el número de alumnos escolarizados y el tanto por ciento que no acaba sus estudios a los 16 años es un dato cuestionable, porque no se computa a todos aquellos alumnos que antes de la entrada en vigor de la LOGSE se mantenían desde los 14 años fuera del sistema educativo, que ahora sí absorbe a los alumnos que antes quedaban excluidos. Para ello recurren a la tasa neta de escolaridad.
Por otro lado, no se considera “fracasados escolares” a muchos alumnos que abandonan sus estudios antes de terminar el bachillerato, no obteniendo el título de un ciclo formativo de grado medio, ni mucho menos a todos esos alumnos que no podrán acabar sus estudios universitarios.
La pregunta no sería tanto cuántos alumnos fracasan en su intento de mejorar su vida, sino cuántos alumnos no consiguen llegar hasta donde ellos quieren. Sin duda, hay un fracaso escolar motivado por razones económicas y sociales que no entra en esas estadísticas oficiales que manejan sindicatos, ministros y consejeros. Hay un fracaso escolar encubierto, cuyos datos se pierden en la vorágine informativa del día a día: alumnos que no tienen dinero para material ni matrículas, alumnos que han perdido sus becas recientemente, alumnos que ante las dificultades económicas domésticas deciden colaborar con sus familias intentando buscarse un empleo… y un largo etcétera de situaciones, que casi nunca se reflejan en una estadística oficial.
A ese 30% oficial hay que sumarle otro tanto por ciento desconocido y numeroso. Quizás estemos rozando el 70% de jóvenes frustrados académica y profesionalmente, si consideráramos que un tercio de los alumnos que no fracasaron en la ESO fracasarán después. Entre un 19,5% y el 29% de los alumnos universitarios, según ha publicado el propioMinisterio de Educación, quizás deje la universidad en algún momento, ya que más de la mitad de los alumnos que obtienen un 6,5 en la Prueba de Acceso a la Universidad no concluyen su carrera y un 10% más, obteniendo mejor nota, no terminará el primer curso.
A ellos hay que sumar los alumnos que no acabarán sus estudios de FP, para los que por primera vez este año han de pagarse tasas de matriculación.
A tenor de estos datos, entre las preocupaciones sociales del Estado, no da la impresión de que estén estos jóvenes frustrados que se inclinan por el abandono de sus estudios a los 16, a los 18 o a los 20 años. El Estado no ahorra dinero teniendo a una población formada y culta. Al contrario, mantener el nivel cultural de la población cuesta dinero: más becas, más profesores y mejores dotaciones materiales en los centros educativos. Sin embargo, la crisis ha abierto el debate de los salarios en España. El gobierno en vez de intentar cambiar el modelo productivo se inclina por el descenso de salarios como forma de ganar competitividad: apuesta sin ambages por el sector servicios, el turismo “retro” de bajo nivel, otra vez la construcción, y esquiva interminables filas frente a las puertas del INEM de parados con títulos ganados con mucho esfuerzo personal y familiar.
Mientras por un lado cacarean sus ganas de resolver el problema educativo español, este año han sido 30.000 profesores menos los que empezaron el curso, se han recortado becas, han subido las tasas universitarias de manera obscena y se aprueba en el Senado español la llamada ley Wert (el ministro peor valorado por los ciudadanos) en la que se evidencia que la escuela reflejará las necesidades de un estado movido por intereses económicos. Al profesorado de secundaria se le maltrata, se retira la Filosofía de los planes de estudio de Bachillerato, se equipara la Religión con otras asignaturas y se les dota a los directores de los centros educativos de poderes papales para actuar como auténticos comisarios políticos, eligiendo a sus plantillas de docentes. ¿Mejores resultados invirtiendo menos dinero? Parece que el principio liberal de cuanta más inversión más rentabilidad no lo aplican al sistema educativo. La solución pasará por abaratar el aprobado en la etapa obligatoria y presionar a los docentes por el aprobado sin excusas, como ya está ocurriendo.
Nos hallamos, pues, ante un fracaso escolar dirigido, interesado, manipulado y cuyo discurso oficial nada tiene que ver en realidad con hacer que más alumnos titulen al final de la etapa obligatoria con perspectivas de continuar con resultados satisfactorios en etapas subsiguientes. Es un fracaso escolar obligado por el propio sistema, construido sigilosamente para fomentar el contrato precario y una bajada general de los salarios, que sería inconcebible con una población altamente cualificada.
Presionados los profesores, aumentadas sus horas y el número de alumnos por aula, la práctica docente se dificulta, el aprendizaje se hace más complejo, mientras los jefes supervisan como tecnócratas resultados en una balanza. Depreciar el sistema para hacer valioso lo que nunca, piensan, debería haber dejado de serlo: lo orgánico, lo elitista, lo que solo tienen al alcance de la mano unos pocos, que sí que podrán exigir el sueldo que por derecho les pertenece mientras la mayoría apenas sabe leer las intrincadas cláusulas de su contrato basura.
El “fracaso dirigido” es por tanto el resultado de unas políticas muy claras: no solo el empobrecimiento material de la mayoría de la población, sino de su empobrecimiento cultural, que paradójicamente permitirá salir de esta crisis al país. Mientras por un lado el modelo educativo se encamina hacia una supuesta resolución del fracaso escolar en la etapa obligatoria, por otro lado abandona al resto de estudiantes en otras etapas educativas. Ni se resolverá el “fracaso oficial”, ni tampoco el “fracaso encubierto” de gente inteligente que no podrá pagar sus estudios.
En caso de conflicto, el gobierno ya ha tomado sus correspondientes medidas. Un endurecimiento general de las sanciones por manifestaciones y limitar el ejercicio de la libertad de expresión culminan con un proceso de destrucción encaminado a construir una sociedad penalizada. La nueva Ley de Seguridad Ciudadana pondrá freno a las posibles reacciones sociales que surjan a raíz de los futuros recortes y medidas encaminadas a ahorrar más dinero aún, a costa de los estudiantes y de quienes creíamos, como los viejos ilustrados, que solo la cultura podía hacer mejor al hombre.
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