Causa profundo disgusto ver cómo algunos políticos del partido en el Gobierno y ciertos contertulios de ideología afín opinan despectivamente del lugar que ocupan nuestras universidades públicas entre las de todo el mundo en los rankings más prestigiosos, omitiendo datos y sin aclarar con qué criterios se realizan tales rankings.Recientemente, los dos más prestigiosos, The Times y QS, situaban a la Universidad Autónoma de Madrid en el puesto 49 y 19 respectivamente entre las universidades jóvenes (creadas con posterioridad al año 1962). Esta noticia no es conocida por el gran público y es seguro que, si los rankings tuvieran en cuenta la financiación, la Autónoma y otras universidades públicas de Madrid y del resto del Estado español ascenderían mucho más arriba. Tampoco se dice que, a pesar de todo, nuestras universidades escalan año a año puestos en los mencionadosrankings y ello porque, en general, la autocomplacencia es bastante ajena al espíritu del docente universitario, convencido de la necesidad de seguir mejorando y acostumbrado a superar obstáculos y a reciclarse permanentemente para lograr los fines de su trabajo. Buena prueba de lo que decimos es el enorme esfuerzo que se ha realizado en el proceso de adaptación al Espacio Europeo de Educación Superior (Plan Bolonia), ejecutado en la mayoría de los casos a coste cero y que ahora parece contar con el olvido, cuando no desprecio, de los responsables políticos, a pesar de la indudable necesidad de seguir avanzando en las reformas emprendidas que sitúan a España en la Europa del conocimiento.
Particularmente grave es el caso de Madrid. El Gobierno de esta comunidad tendría buenas razones para sentir orgullo de la labor realizada por las universidades públicas que financia y debería colaborar a su engrandecimiento, incluso con planes de ajuste que, además del ahorro del gasto, intentaran aumentar su prestigio. Lamentablemente, no parecen ser esos los objetivos, sino, siguiendo la estela de lo acaecido en la enseñanza secundaria, procurar la degradación de la educación pública para permitir la expansión de la privada. Es para muchos evidente que lo que está ocurriendo en esta comunidad autónoma con las universidades públicas no es la consecuencia de la mala gestión presupuestaria de sus gobernantes ni puede desligarse de lo ocurrido en la enseñanza secundaria el curso pasado.
Las autoridades han decidido recortar brutalmente la aportación nominativa de las universidades, entre un 10% y un 15%, alegando el desvío en el déficit público de la comunidad, aunque no hace mucho tiempo presumían de tener unas cuentas saneadas, ejemplares frente a los desequilibrios de otras regiones. Este inusitado recorte ha forzado a las universidades a ahorros que implican necesariamente despidos de trabajadores y ponen en grave riesgo la calidad de la enseñanza universitaria y de la investigación, motores básicos en el progreso de cualquier país. Para compensar esa disminución en la subvención nominativa las autoridades madrileñas han promovido un aumento en las tasas académicas que, como mínimo, supera el 50% en el grado y se acerca al 200% en el posgrado. Sin duda, una de las subidas de tasas más elevadas de todo el Estado, muy por encima de las vigentes en la mayoría de países de nuestro entorno. A los equipos de gobierno de las universidades públicas no les ha quedado más remedio que aceptar la subida de precios para poder pagar la nómina de sus empleados. Esta forma de proceder, que vincula el pago de los sueldos con las tasas que han de pagar los estudiantes, parece apuntar a un cambio en el modelo de financiación de las universidades públicas, que de este modo estarían empezando a ser semipúblicas o semiprivadas, y que, en línea con lo que está pasando con otros servicios públicos, tiene como consecuencia que los ciudadanos, los que se lo pueden permitir, pagan más por un servicio, que cada día se hace más difícil ofrecer con calidad. Dificultar el acceso a estudios universitarios por razones económicas pone además en peligro la cohesión social, y en suma, empobrece a la ciudadanía de un país en su conjunto.
Parece que entre nuestros actuales gobernantes existe un cierto consenso en señalar al sector público como causa fundamental de los males de nuestra sociedad, cuyo único remedio es la privatización. La realidad, sin embargo, demuestra todo lo contrario. Es de sobra conocido el descontento de los ciudadanos en aquellos países donde los servicios públicos están privatizados (por ejemplo, en los del ámbito anglosajón). Por otro lado, se olvida con frecuencia que la causa fundamental de la grave crisis que padece nuestro país es la burbuja inmobiliaria; un evidente fracaso del sector privado en connivencia con la desastrosa gestión de nuestros políticos. Los responsables fundamentales de la humillante situación que hoy padecemos fueron empresarios codiciosos, banqueros ineptos y políticos sumisos y oportunistas. Sin embargo, voces gubernamentales y “repicantes” de determinados medios de comunicación trasmiten sutilmente la idea de que los males de nuestra economía están en el gasto público que generan funcionarios, desempleados y jubilados.
No cabe duda de que una vez instalados en la formidable situación de crisis por la que atravesamos una de las medidas a tomar es reducir el gasto público, pero esto ha de hacerse sin olvidar quienes fueron los responsables de la crisis y teniendo unos objetivos claros que den sentido al inevitable sacrificio de los contribuyentes. En lo que respecta a las universidades públicas, es perfectamente posible reducir el gasto y optimizar los recursos, pero esto ha de hacerse a través de la negociación, con el ritmo adecuado y teniendo buen cuidado de no dificultar el acceso a la educación superior de los más desfavorecidos ni degradar la calidad de la enseñanza y la investigación. Sin embargo, las medidas tomadas por el gobierno del Estado y por algunos gobiernos autonómicos olvidan todo esto y parecen perseguir la depauperación de nuestras universidades, limitando su capacidad de competir con las privadas y las públicas de otros países.
La situación es sin duda grave y somos muchos los que pensamos que los recortes en el presupuesto de nuestras universidades no van a pararse aquí. Paralelamente observamos que los movimientos de protesta van en aumento, como no puede ser de otro modo. Creo que las propuestas de huelga indefinida o los boicoteos violentos de algunos actos protocolarios solo sirven para hacer el juego a los erróneos objetivos de nuestras autoridades, pero es evidente que sobran las razones para la protesta por todos los cauces pacíficos y legítimos posibles. Es difícil pensar que nuestros gobernantes vayan a dar marcha atrás en las medidas que han adoptado, así que habrá que seguir adelante, unidos con el resto de los niveles educativos, en la defensa de la educación pública. Cuentan que Catón el Viejo, egregio adalid del imperialismo romano, conquistó en el año 195 a.C. numerosas ciudades de Hispania en un solo día, valiéndose del siguiente ardid: envió una carta a cada una de ellas, instándolas a derruir voluntariamente sus murallas so pena de pasar a cuchillo a todos los ciudadanos si no lo hacían; las ciudades hispanas, aisladas entre sí y pensando que la carta les había sido dirigida solo a cada una de ellas, acataron la orden de Catón y fueron conquistadas sin resistencia por las tropas romanas. Ojalá no ocurra ahora con nuestras universidades algo parecido. Todavía estamos a tiempo de defender entre todos una educación pública, sin duda mejorable, pero que ha contribuido decisivamente a hacer de España una democracia estable y con futuro.
Artículo publicado en EL PAÍS el 5-11-12 y firmado por el decano de la Facultad de Filosofía y Letras de la UAM, Antonio Cascón Dorado
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