La mayoría absoluta del PP ha sido suficiente para esquivar una reprobación que, por otra parte, solo tiene carácter simbólico. Sin embargo, tampoco en el partido del Gobierno hay consenso sobre la reforma que plantea el ministro. Son razones distintas a las que esgrime el resto de las formaciones políticas, pero sitúa en una compleja situación política a un ministro que está suscitando rechazo de la comunidad educativa, incluidos los padres de alumnos, que en un decisión sin precedentes se sumaron a la huelga semanas atrás. El PP, a través de sus consejeros de Educación, exige más apoyo a la educación concertada y muestra su preocupación sobre el coste de las reválidas externas que el ministro desea imponer al final de cada etapa educativa. Son críticas —también las de los socialistas— que han movido a Wert a ampliar el margen del debate, lo que es positivo. El problema es que su reforma tal como está planteada no es una ley, como pretende, cuya finalidad esencial sea mejorar la calidad educativa. Algunas propuestas, aunque discutibles, se adaptan a las restricciones presupuestarias —menos profesores, más alumnos por clase y tasas más altas—. Otras, como la subvención a colegios segregados por sexo, el cambio de itinerarios obligando a los alumnos a definirse tempranamente por la FP o la recentralización de temarios tampoco responden a tal fin, sino que, además de estar teñidas de idelogía, amenazan el sistema.
Por lo demás, la no asistencia de Wert al pleno que debatió su reprobación y sus palabras sobre lo aburrido de una votación parlamentaria es un elemento más en su desempeño profesional que no ayuda a reducir la tensión.
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