- A mi juicio, no es la solución la gratuidad de los libros de texto, pues no hace sino apuntalar su hegemonía y supone además un gasto público mucho más necesario en otros frentes
- En España, y a día de hoy, son fundamentalmente las órdenes religiosas -propietarias de SM, Edelvives, Edebé, etc.- o grandes grupos empresariales como PRISA -Santillana- o Hachette -Anaya- quienes trazan el camino que el resto de editoriales tratará de emular
Cambia el mundo, pasan las leyes y los libros de texto permanecen: idénticos a sí mismos, aunque con los retoques imprescindibles que obliguen a un nuevo desembolso. No es cierto que sea el continuo vaivén de leyes educativas lo que desbarata el trabajo a pie de aula: lo desbaratan los recortes, la precariedad social, el férreo inmovilismo de los contenidos curriculares y de las rutinas docentes, apuntalados unos y otras por los manuales escolares. Tomemos unos cuantos y tratemos de determinar a qué momento legislativo corresponden. Tarea imposible.
Y así el libro de texto acaba convirtiéndose en una suerte de conciencia profesional externalizada, que dicta cuáles son las prácticas legítimas y cuáles las ilegítimas, cuál es el conocimiento revelado y cuál el heterodoxo. Baste un ejemplo: ¿por qué en el imaginario social "enseñar lengua" sigue siendo sinónimo de análisis sintáctico e historiografía literaria nacional? Porque lo dice el libro de texto.
No. El libro de texto no es el currículo. De hecho, muchos de ellos lo contravienen abiertamente. Pero entre el currículo legislado y el editado es sin duda este último el que prevalece, el asumido socialmente, el que dicta también cuáles serán los criterios por los que se seleccionará al alumnado -para pasar de curso, para acceder a la Universidad- y del que todos acabaremos siendo rehenes.
¿Quién marca entonces –además de la OCDE con las pruebas PISA- qué debe enseñarse y cómo, qué debe aprenderse y cómo? En España, y a día de hoy, son fundamentalmente las órdenes religiosas -propietarias de SM, Edelvives, Edebé, etc.- o grandes grupos empresariales como PRISA -Santillana- o Hachette -Anaya- quienes trazan el camino que el resto de editoriales tratará de emular.
De esta manera nos las vemos, casi como en la Edad Media, con que la lectura intensiva de un solo libro sustituye a la lectura extensiva de una pluralidad de voces propia de la Modernidad. Y ello en tiempos de Internet.
Quizá esto explique que haya grupos y minorías -esa inmensa minoría conformada por las mujeres, por ejemplo, o por los pueblos no occidentales- cuya historia no merezca más que una nota a pie de página, un añadido apresurado de última hora. Quizá ello explique, también, el contenido antiecológico de los libros de texto, pues no hay espacio para la disidencia ante un mundo que se nos presenta, debidamente envasado, como algo ya dado y no sujeto por tanto ni a relectura crítica ni a reescritura emancipadora.
Ni siquiera el advenimiento de la era digital, los hipertextos de internet y el lenguaje audiovisual ha socavado sus cimientos. De hecho, la reconversión del papel a plataformas online aún parece agravar el problema: unos pocos gigantes editoriales amenazan con controlar los procesos educativos de medio mundo. Y no solo la selección y presentación de contenidos, la metodología didáctica, las herramientas de evaluación. También los vínculos -antaño presenciales y confidenciales- entre profesorado y alumnado, entre equipo docente y familias, son ya encomendados a los dispositivos electrónicos. Qué gran negocio el de los datos, dicho sea de paso.
Hace décadas que trabajo sin libro de texto, y sé bien que no es tarea fácil. No es solo que haya que explicar, una y otra vez, las razones de ese abandono: a la dirección del centro, a los colegas del departamento, a las familias e, incluso, al propio alumnado. Hay que aclarar, ante la inspección si fuera necesario, que prescindir del libro de texto no implica hacer lo que a una le da la gana, "pasar" del currículo oficial o funcionar a golpe de ocurrencia. No. Bien al contrario, prescindir del libro de texto obliga a conocer de primera mano qué prescribe el currículo oficial, a programar más allá de la transcripción del índice del libro de texto, a diseñar situaciones y elaborar materiales que hagan posible la construcción de los aprendizajes requeridos. Y todo ello precisa tiempo, mucho tiempo; un tiempo que nuestra jornada laboral desestima y nos niega.
La crítica más extendida hacia los libros de texto ha sido tradicionalmente su elevado coste: un precio a todas luces abusivo impuesto a un público cautivo. Mucho habría que decir también acerca de los criterios por los que han acabado imponiéndose unas editoriales y no otras en cada centro escolar: desde las obediencias debidas de determinados colegios religiosos a los regalos de los comerciales de turno que buscan salir al paso de la dejación de la Administración en la dotación de recursos. Pero, a mi juicio, no es la solución la gratuidad de los libros de texto, pues no hace sino apuntalar su hegemonía y supone además un gasto público mucho más necesario en otros frentes. En bibliotecas escolares, sin ir más lejos.
¿Quiere todo ello decir que desprecio el potencial de un buen manual? ¡En absoluto! Ojalá contáramos con buenos manuales que atravesaran etapas educativas y saltaran por encima de las bardas de la división disciplinar. Un buen manual amuebla cabezas y nos provee de un mapa ágil, sencillo y eficaz a la hora de movernos por cualquier área de conocimiento. No estoy por tanto abogando por la desaparición de los libros en los contextos escolares. Creo más bien que el paso de un niño o una niña por la educación obligatoria debiera ir acompañado de la construcción de su propia biblioteca individual –esa de la que nunca formará parte un libro de texto-… y una buena biblioteca escolar.
Pero si queremos estudiantes que no sean solo depositarios sino también artífices de su propio conocimiento, necesitamos un amplísimo abanico de recursos metodológicos en cuyo diseño y desarrollo debiéramos participar los docentes. Y ello requiere transformar de manera radical la consideración y el papel del profesorado, nuestra formación inicial, nuestra jornada laboral.
Y habremos, también, de repensar colectivamente cuáles son las lecturas, experiencias y aprendizajes imprescindibles en el proceso formativo de niñas, niños y adolescentes.
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Totalmente de acuerdo con lo que se dice en el artículo ¿Prisioneros del libro de texto? Habría que, además, ahondar en la desprofesionalización del profesorado, al ceder el espacio que supone el desarrollo del curriculum oficial a las editoriales; lo barato que es no formar adecuadamente al profesorado y sustituir ese déficit con esa dependencia de los libros de texto; la excesiva abstracción de los conocimientos que impone el libro de texto; o, no crear condiciones para el trabajo colaborativo en los centros para que el profesorado pueda realizar ese desarrollo del curriculum adecuada y colaborativamente, por poner algunos ejemplos más del despropósito que está suponiendo el abuso de ese material curricular.
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