El
mérito artístico de estos medios para aprender llega por primera vez al Museo. Todavía
nos enseñan mucho desde los siglos XVII-XIX en que nacieron.
La exposición
El maestro de papel es visitable hasta el día dos de
febrero de 1920. Está en una sala recoleta, casi reservada, construida con motivo de la
ampliación de Moneo. Suelen destinarla a mostrar más de cerca alguna pieza
restaurada en los talleres de la pinacoteca -como sucedió hace poco con La fuente de la gracia-, o como hicieron
con piezas del Tesoro del Delfín, a
modo de adelanto expositivo de lo que iba a ser su afortunada disposición
actual.
Es mérito de esta muestra evidenciar el valor de una colección que
todavía a comienzos de este siglo era muy pequeña. Hoy, afortunadamente, tiene
una dimensión considerable a causa, sobre todo, de una sabia política de
adquisiciones, en que cabe destacar las colecciones que habían logrado reunir
Juan Bordes (2015) y José María Cervelló (2003) o, en el siglo anterior, José
Madrazo y sus herederos.
Investigar
Terminar la celebración del Bicentenario con la atención puesta en
la gran labor bibliotecaria y documental que se está llevando a cabo en El
Casón del Buen Retiro, también es motivo a destacar. A la catalogación, cuidado
y restauración de unas piezas humildes que, hasta mediados del siglo pasado,
pasaban desapercibidas, han añadido una cuidadosa investigación. Queda
constancia de ello en el buen catálogo de esta exposición, y también en que
esta muestra haga posible al visitante comparar el mérito de lo que en España
han sido estas cartillas de dibujo respecto a otras similares en Italia, Francia
u otros países europeos entre los siglos XVII y XIX. Significativamente, en
primer plano se exhiben tres láminas de
José de Ribera (1591-1652) quien, habiendo nacido en Játiva, desarrollo
prácticamente toda su vida como dibujante, pintor y grabador en Italia, donde
era conocido como Lo Spagnoletto. Las interrelaciones de las cartillas
españolas con las de otros países son la aportación más importante de la
exposición, incluso en su diseño y montaje físico. En el recorrido, mientras
por la parte perimetral de la pequeña sala se pueden ir viendo los cuadernos y
láminas producidos y reproducidos fuera de España, en el centro, dispuestas en
cuatro áreas temáticas, se pueden ver las calidades de las aportaciones españolas.
El Prado tiene ocasión de mostrar aquí –dentro de su reciente
preocupación por la presencia artística de la mujer en la pintura- muestras
elaboradas por María del Carmen Saiz López Enguidanos (1789-1868. Como sucedió
con la música, también el dibujo fue una de las destrezas que, en el conjunto
de las que debían “adornar” a las señoritas, tuvo un papel. Sus clases y
cartillas fueron para muchas mujeres como esta madrileña, nacida en una familia
de grabadores, una forma de encontrar subsidios de vida independientes para el
sustento de los suyos cuando tenían vetado el acceso a las profesiones libres y
a sus estudios correspondientes.
Dibujar y pintar
El visitante que acuda a ver esta muestra tendrá ocasión de
descubrir la historia que tienen detrás los cuadernos y láminas de dibujo
–lineal y artístico- que seguramente haya tenido en su pupitre escolar; quiénes
fueron los destinatarios primeros de este tipo de materiales y, además, algunas
de las destrezas básicas que, para saber dibujar –habilidad de gran utilidad
más allá del oficio de pintor-, ha estado presente en la formación y saber
hacer de muchas otras profesiones. Algunas de esas mañas y fórmulas para salir
del paso de manera airosa y aparentemente espontánea, son bien perceptibles en
estas cartillas. También otras más elaboradas y que suponían un dominio instrumental
mayor.
Lo que prima en la mayoría de estos cuadernos es la figura humana
y, dentro de ella, la primacía corresponde a los rostros –su manera de
componerlos para que las líneas vayan cogiendo volumen o, también, cómo
simplificarlos al máximo quedándose con su linealidad más simple-, igual que a
las manos y piernas en posiciones variadas,
tratando de expresar su riqueza de formas, proporciones y volúmenes. Saber
hacer esto con soltura equivalía, junto a cierto dominio elemental de la
perspectiva, a “saber pintar” y, en muchas valoraciones culturales que han
llegado hasta el presente, ahí siguen muy asentadas las que hacen equivaler dibujar
y pintar. En algunas, lo que no está bien dibujado no es pintura, una
consideración que, de ser elevada a categoría ilustrada superior, borraría del
mapa, entre otras tendencias y escuelas, las de muchísimos “ismos”.
Mirar y ver
Entre las funciones didácticas asignadas de origen a los museos, no
es el desmontar esta apreciación la más fácil. Tampoco parece que sea exactamente esta la pretensión de esta muestra.
Pero si el posible visitante la tiene en cuenta verá la distancia que la
producción artística predominante desde los albores del siglo XX –y sobre
todo en su segunda mitad- ha generado con gran parte de sus hipotéticos destinatarios
al haber multiplicado las formas de expresión de la supuesta realidad. En este
sentido, quienes probablemente aprecien más esta posibilidad de sacar partido a
esta exposición pequeña pero intensa, son los profesores de dibujo empeñados en
que sus alumnos, al dibujar, amplíen el espectro de su mirada; los que no se
obsesionan en que sean máquinas fotocopiadoras.
Porque en esta exposición se puede aprender a distinguir bien
entre mirar y ver. El objetivo de estas láminas y cartillas de múltiples
destinos era que se aprendieran las bases de una técnica en que lo más
interesante venía después: la educación de la mirada, el saber atrapar las
formas, reducir el desconocimiento del objeto que se tiene delante, adentrarse
en él, desvelarlo y ser capaz de mostrar lo que se ha visto. De ser un mero
observador, a adentrarse en el conocimiento profundo de cuanto nos rodea y de
lo que somos –y ser capaz de expresarlo libremente-, hay una gran distancia que
solo los buenos pintores –los grandes maestros- han sabido mostrar a los
espectadores de exposiciones y museos.
Manuel Menor Currás
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