martes, 7 de marzo de 2017

"ESTOY HARTO... pero no de mis alumnos" (Jesús Taboada)

Jesús Taboada nos envía el artículo que hapublicado en su blog JARDÍN DE ENCUENTRO



     Hace algunas semanas, se hacía viral una carta de Eva María Romero, profesora en un instituto de Sevilla, dirigida al claustro de profesores y luego, bajo el título de "Estoy harta", reproducida en un medio local, a partir del cual fue rápidamente compartida y multiplicada en las redes sociales.
     En dicha misiva, la profesora realiza una auténtica "arenga a la tropa" de encomiables intenciones, incluso señalando certeramente la nefasta complicidad de algunos padres y la desastrosa gestión política y administrativa; pero volviendo a poner el acento en la mala educación de unos alumnos que le impiden realizar su trabajo y reclamando, en consecuencia, el ejercicio de la autoridad.
     El argumento es tan viejo como la existencia misma de la enseñanza.

     Ya los antiguos comediógrafos y mimógrafos griegos ponían en escena la mala educación y la holgazanería de aquellos zoquetes que tenían por alumnos.
     Tras leer la carta, sin embargo, lo primero que me vino al recuerdo fue una de las escenas más melancólicas de esa hermosa obra claustrofóbica y asfixiante que es "Doña Rosita la soltera", de García Lorca; en concreto, la escena del tercer acto en que Don Martín, un anciano profesor a quien el propio Lorca define como un tipo noble, de gran dignidad, con un aire de tristeza definitiva, visita a la familia el mismo día en que ésta se prepara para abandonar la que ha sido su casa. La escena se sitúa alrededor de 1910. Don Martín y la Tía mantienen una conversación en la que él comenta su trabajo en unos términos que no puedo menos que reproducir:
     "... Mi vida de siempre. Vengo de explicar mi clase de Preceptiva. Un verdadero infierno. Era una lección preciosa: Concepto y definición de la Harmonía, pero a los niños no les interesa nada. ¡Y qué niños! A mí, como me ven inútil, me respetan un poquito; alguna vez un alfiler que otro en el asiento, o un muñequito en la espalda, pero a mis compañeros les hacen cosas horribles. Son los niños de los ricos y, como pagan, no se les puede castigar. Así nos dice siempre el Director. Ayer se empeñaron en que el pobre señor Canito, profesor nuevo de Geografía, llevaba corsé; porque tiene un cuerpo algo retrepado, y cuando estaba solo en el patio, se reunieron los grandullones y los internos, lo desnudaron de cintura para arriba, lo ataron a una de las columnas del corredor y le arrojaron desde el balcón un jarro de agua. (...) Todos los días entro temblando en el colegio esperando lo que van a hacerme, aunque, como digo, respetan algo mi desgracia. Hace un rato tenían un escándalo enorme, porque el señor Consuegra, que explica latín admirablemente, había encontrado un excremento de gato sobre su lista de clase".


     No es mi intención aquí polemizar con la autora de la carta en cuestión, sino desarrollar un par de reflexiones al hilo de su lectura.



     En los más de treinta años que llevo en la docencia, nunca he dejado de escuchar una y otra vez las mismas quejas por el mal comportamiento de los alumnos del momento, culpabilizando siempre a cada nueva hornada del actual vandalismo antisocial.
     "Nosotros no éramos así", se repite año tras año, lustro tras lustro, década tras década. Y claro que no éramos así. Cada generación, en el microcosmos del aula, refleja las condiciones sociales de que se nutre y a las que responde.
     Son chavales en plena combustión hormonal, en pleno proceso de transformación física y mental, esponjas que absorben y se empapan del mundo que los envuelve y para el que cada uno busca una respuesta en sí mismo. ¿Qué pretendemos?, ¿hacer de ellos meras fotocopias de un patrón de conducta anquilosado en la irrealidad de un pretérito ficticio y apergaminado?

     ¿Queremos que nuestros alumnos escuchen, cuando han abierto los ojos a un mundo frenético en que el diálogo se ha reducido a imponer beligerantemente el criterio propio?
     En la casa (por la precariedad de las condiciones de vida y la falta de tiempo propio), en el parque y los lugares de ocio, en las reuniones de cualquier tipo (incluso las de profesores), en los foros, en las plazas y en los parlamentos; imponemos nuestra opinión a golpe de grito, con oído sordo. Escuchar hoy no es ponderar las razones del otro, sino aguardar si acaso a que el otro termine de hablar para abalanzarnos sobre él con toda la batería de nuestros prejuicios y suspicacias.

     ¿Queremos que nuestros alumnos dejen de hacer lo imposible para imponer su yo individual sobre las dinámicas de clase, cuando todos los mensajes que reciben emanan de una sociedad que prima el individualismo y la competitividad, la preeminencia del "mejor", considerando al mejor no en valores cualitativos sino cuantitativos?

     ¿Queremos que sean desprendidos y generosos, cuando la realidad diaria encumbra y enaltece no a quien comparte y coopera, sino a quien medra y acapara?
      Esos son los "triunfadores", así se los presentamos en todos los órdenes del trabajo y del ocio.

     ¿Queremos que valoren las bondades del esfuerzo, cuando todo esfuerzo realmente válido y fructífero debe ser condición no de una recompensa sino de un resultado, y el único resultado codiciable que ponemos ante sus ojos no es la consecución de lo mejor de uno mismo, sino el enaltecimiento de aquel que fraudulentamente acumula riquezas en Suiza y otros paraísos fiscales, haciendo pública ostentación de lujos tan inútiles y discriminatorios como prestigiosos?

     ¿Queremos que sean dialogantes y respetuosos, cuando el espectáculo que les damos en las tertulias televisivas, en los foros políticos, en las asambleas laborales, vecinales o caseras son auténticos campos de batalla de exabruptos, descalificaciones, engañosas medias verdades, protagonismos desaforados, cuando no descarada hipocresía militante o interesada?

     ¿Queremos que su actitud sea dócil, no beligerante, cuando los alimentamos desde la primera infancia con imágenes, mensajes y juegos de violencia extrema; mientras les ocultamos, cuando no prohibimos, la enriquecedora exploración del amor, en todas sus manifestaciones?
     Todos necesitamos amor a nuestro alrededor, para sobrellevar el frío esencial de la existencia. Sin embargo, nos escandalizamos de que un juego o una noticia culminen en un beso, mientras nos regodeamos en el espectáculo y en la notificación de la guerra y el asesinato.


     Un aula no es un espacio hermético, aislado del mundo.

     A mí también me gustaría que ese espacio de trabajo me ofreciera las condiciones ideales, igual que todos los demás ámbitos de mi vida. Pero hay lo que hay. Y considero que mi responsabilidad conmigo mismo en cada uno de esos ámbitos, no sólo en el interior del aula, no es darme topetazos ciegos contra lo que me desagrada o me enerva, sino poner todo mi esfuerzo en reconducir esas condiciones reales hacia su transformación en lo ideal.

     Escucho las quejas de muchos compañeros, excelentes profesionales en su materia, o las de muchos padres y madres, realmente preocupados por el futuro y la seguridad de sus hijos. Pero, ante sus palabras, inmediatamente tengo la extraña sensación de que nunca fueron adolescentes, de que nunca fueron niños, de que nunca vivieron la traumática aventura de hacerse personas en las condiciones específicas que el medio social les permitía.
     Y no es que no hayan sido también ellos adolescentes. Tampoco es desmemoria, a todos nos encanta el relato de nuestras propias batallitas. Es falta de perspectiva. El empuje de la maquinaria laboral nos hace mirar exclusivamente hacia delante, hacia un objetivo, nunca a nuestras espaldas.

      Yo fui adolescente, durante muchos años.
     Viví atribulado por la incógnita de un cuerpo en continua transformación, por la búsqueda de un lugar propio en la trama de los días, en la confusión de las particularidades, en la pobreza de las perspectivas.
     También intentaron enfriar aquel magma incandescente con normativas arbitrarias y dogmas incuestionables. A mi manera, también opuse a su manipulación mi rebeldía. No fue en mi caso un enfrentamiento abierto, era la tenaz obstinación por encontrar mi espacio real en la retícula que el mundo me planteaba.
     Cuando la propia naturaleza se rebela en nosotros, contra nosotros, tratando de realizarse en sí misma, no podemos permanecer ajenos a la rebeldía, debemos ponerla en práctica para llegar a ser auténticamente nosotros, para cortar el último cordón umbilical que nos hace dependientes. La rebeldía por la creación del propio ser es una operación peligrosa, sí, pero imprescindible, que no debería generar represión sino comprensión.
     Aquel que seremos será la respuesta que cada uno dé a la rebeldía esencia de la propia adolescencia.

     Cuando me encuentro ante los alumnos, en lugar de hartarme y aguantarlos, intento ponerme en su lugar, mirar desde su perspectiva, recuperar la mirada prometeica de la adolescencia, aprender de su inquietud volcánica.

     Ponerse en el lugar del otro es el primer paso para comprender y, ya desde la comprensión, abrir caminos al diálogo. Para ello no se requiere autoridad, salvo la autoridad ética obtenida en el día a día, se requiere humildad y compromiso, compromiso con uno mismo y con la persona que tengo enfrente. Pues personas son nuestros alumnos, no lo olvidemos.

     Pero ¿podemos exigir una heroicidad a contracorriente a nuestros profesores? ¿Podemos reprocharles el que no "se pongan en el lugar del otro"?, cuando el problema realmente grave es que todo el conjunto de la sociedad ha ido perdiendo conciencia de ese otro, al encauzar nuestras vidas, laborales y personales, en los estrechos límites de un individualismo consumista y neurótico.
     Hemos aceptado tan incondicionalmente, como grupo, las premisas de un mundo mercantilizado que nos hemos hecho ciegos, ciegos y sordos a todo lo que no sea la satisfacción del propio yo individual, continuamente lisonjeado y embrutecido por los ensordecedores berridos de la propaganda y la publicidad. Hemos dinamitado los núcleos sociales en los que el hombre se sentaba alrededor del fuego para conocerse a sí mismo y conocer el universo, alrededor del fuego que hace grupo y expulsa el frío del cuerpo, en círculo, sin preeminencias ni jerarquías, que sólo engendran dominio y sumisión.

     ¿Cómo exigir a nuestros alumnos, a nuestros profesores, que "se pongan en el lugar del otro"?, presos todos en las mazmorras del individualismo cuando pagamos la compra en la caja del supermercado, cuando subimos a un transporte público, cuando nos atiende el camarero, cuando compramos ropa sin mirar con qué manos y en qué condiciones ha sido confeccionada, cuando adquirimos exóticos alimentos sin considerar la destrucción humana y ambiental en que nuestra propia satisfacción nutricional se sustenta, cuando demonizamos al huelguista que se rebela porque su actividad reivindicativa altera nuestros planes ocasionales o nuestros hábitos cotidianos, cuando negamos una mano de bienvenida al que huye hacia nosotros en busca de refugio, o simplemente cuando depositamos cada cierto tiempo nuestro voto.

     Dicen que soy cabezón, cabezón y obstinado, por carácter propio, o por específico carácter granadino, o por ser tauro, o que me viene de familia. No sé la razón.
    El caso es que, aun en condiciones laborales tan difíciles como las actuales, me asfixiaría en las tormentas de mi propio yo si no me pusiera en el lugar de mis alumnos en el trato diario de las clases. Hoy día son mi mayor satisfacción y mi mayor alegría.
     Porque no concibo la clase como un monólogo de dirección única, sino un diálogo múltiple en el que ellos aprenden de mí y yo de ellos.
    El simple conocimiento puede embrutecer aún más que la ignorancia cuando su objetivo acaba en meras nociones académicas.
     En el aula, no sólo se aprenden el Complemento Directo y la Estructura del Átomo. También se aprenden la ponderación, la equidad, la tolerancia, la justicia recíproca, la solidaridad, los difíciles desafíos del afecto. Y eso, alumnos y profesor, lo aprendemos día a día y mutuamente.

     Si respetas tu propia humanidad, nunca cierras las puertas a seguir aprendiendo.
     Frente al conservadurismo impositivo de "la voz de la experiencia", los antiguos filósofos y tragediógrafos griegos destilaron uno de los ideales de vida más humanos y más sublimes: "envejecer aprendiendo".
     Quizás mi cabezonería se deba a mi infinito amor por la cultura griega.


     Por todo ello, puedo decir que sí, que yo también estoy harto.

     Estoy harto de clases masificadas, como gallineros industriales, en las que resulta tan difícil desarrollar un auténtico diálogo pedagógico y alcanzar un conocimiento individual de los alumnos.
   Estoy harto de la inestabilidad y precariedad laboral que las administraciones han introducido en el sistema educativo con criterios de productividad.
       Estoy harto de unas condiciones de trabajo cada día más mermadas.
      Estoy harto de que la educación sea campo de batalla y experimentación de ideologías políticas que sólo buscan perpetuarse en el poder.
      Estoy harto de la perpetración del elitismo en la educación, con unas tasas universitarias en desorbitado ascenso, con un sistema de becas cada vez más restrictivo y menos eficiente, con la sobreprotección de los sistemas de estudio privados y la correspondiente dejación o simple destrucción de los sistemas públicos, imponiendo así a la sociedad estudiantil un clasismo desigual e insolidario.
     Estoy harto de tantos equipos directivos que han acabado siendo lacayos leguleyos, meros ejecutores sumisos de órdenes superiores.
     Estoy harto de las halagadoras falacias con que se convierte a los padres en cómplices de fraudes como los falsos bilingüismos, la tiranía de la tecnología como fin en sí y no como herramienta, la ilusionista modernización científica en detrimento de la humanística; auténticos motores todos ellos de la transformación de los centros escolares en fábricas de mano de obra sumisa y descerebrada.
     Estoy harto de la gran cantidad de ocasiones en que los propios profesionales asumimos las restricciones que se nos van imponiendo en cascada como algo imponderable, incluso bueno.

     Estoy harto de muchas cosas que están minando desde sus raíces a la educación pública.
     Pero nunca, nunca, he estado ni podré estar harto de mis alumnos.
     Al contrario, he recibido y cada día recibo de ellos mucho amor, mucha sabiduría, mucha humanidad.

*     *     *





     POST SCRIPTUM

     El próximo 9 de marzo (jueves), la Plataforma Estatal por la Escuela Pública ha convocado una jornada de huelga general educativa.

     Al margen de consideraciones de oportunidad o de estrategia o de contenido, yo estaré allí, secundándola, quizás por cabezonería, al menos por manifestar mi negativa a las condiciones que me han llevado a estar tan harto, sobre todo por coherencia conmigo mismo.

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