Reproducimos el último artículo de nuestro compañero Manuel Menor Currás:
La ambigüedad semántica
permite discursos con apariencia de exigencia, muy reaccionarios,
antihistóricos y manteniendo intactas las marcas de desigualdad. En campaña
electoral, suele aumentar el embuste.
Esta pregunta, nada original, parece pertinente hacerla de nuevo
cuando los partidos hasta ahora alternantes ven peligrar su hegemonía. En
campaña electoral y con las proyecciones
de escaños del CIS en la mano, la obsesión por captar el voto de indecisos
y cansados hace de la educación un buen pretexto para suscitar la atención y el
miedo de los más adormilados. Especial relevancia han vuelto a cobrar en este
aspecto dos cuestiones principales que, de uno u otro modo, afectan a todo el
sistema. Por un lado, su calidad y, por otro, las condiciones de la red
concertada. En algún punto del deslizamiento semántico, la propaganda
entrecruza las dos en el afán de que nos resulten equivalentes. Viene al caso,
pues, prestarle atención a los entresijos de la memoria.
1.- El discurso centrado en la LOGSE como fuente
de desastres contra “la calidad” trata de obviar,
de una tacada, todas las disfunciones, atrasos y falsas naturalizaciones
anteriores que, en diverso grado, siguen presentes en la estructura del sistema
educativo. No sólo olvida las políticas que se practicaron con minuciosa
programación desde 1936, sino, además, las que prosiguieron con la LGE de 1970
y en la Transición propiamente tal, desde el 20-11-1975 hasta el 28-10-1982, en
que el PSOE obtuvo el 40,63% de los votos. Si se aceptan tales olvidos, la
batalla simbólica por el control del sistema educativo queda escorada de manera
determinante.
Es “memoria
de exclusión” la que así se practica. Empezar la historia educativa en 1990
–y con esa especie de pecado original- deja fuera todo lo ocurrido a los
perdedores de la guerra, a los maestros y profesores depurados y, con ellos, a las pretensiones de la II República. Evita
hablar del atraso que supuso perseguir sus programas de educación democrática y
de mayor exigencia que la que había, sus metodologías y la formación de los enseñantes que habían
potenciado, entre otros sitios, en el Instituto-Escuela. Ampara ese silencio aparentemente neutro que
tantas veces persiste en conmemoraciones amnésicas, paralelo al que, en la historia
general de España, pretende mostrar que aquella negrura inicial fue un problema
entre hermanos, sin secuelas actuales de ceguera. Hacia 1978, unos bucólicos
años dialogantes nos habrían dejado en una tierra prometida en que, juntos e iguales,
podríamos caminar como hermanos correctamente olvidadizos hacia una mítica
historia feliz. Andar ese camino como si estuviéramos todos a lo mismo, añadió al
olvido en los noventa buena parte de las demandas y conflictos que, desde antes
de 1975, habían trufado la historia educativa como mínimo hasta 1987,
en que se hizo famoso el Cojo Manteca.
Un proceso de Alzhéimer por el que la “ALTERNATIVA DEMOCRÁTICA”, que
tantas expectativas había suscitado en los Colegios de Licenciados y Doctores
en febrero de 1976, no debe haber existido. Tampoco lo que pedía para la
dignidad cualitativa de la escuela pública.
2.- Las supuestas
concordancias en denigrar la LOGSE (y la LODE) como contrarias a “la calidad”, aparte de concentrar en las propuestas del PSOE toda la culpabilidad
respecto a los males de la educación española, indultan el triste pasado y dejan
inmune al PP y a tutti quanti hayan
tenido algo que ver con esta historia. El problema es que la falsa originalidad
de esta argucia, pretendidamente adanista, en nada contribuye a sacarnos de los
atajos a donde el partido que todavía gobierna en funciones nos ha acabado
llevando. En línea con sus ancestros, sus alternantes leyes anteriores y, desde
2013, la LOMCE -más las abundantes decisiones que, por su cuenta y riesgo, han
hecho legales serias discordancias con las necesidades de equidad y dignidad
que comporta una educación democrática- mentan la “calidad” para contentarse
con una escolarización precaria, acceso restringido a la Universidad y, en Comunidades
como Madrid o Valencia, acelerar la degradación selectiva hacia la
privatización.
La falsedad tiene varios frentes. Uno histórico, pues casi todas
las leyes relevantes muestran, al menos en su prólogo, la necesidad de mejora
cualitativa. En nombre de motivos profundamente dispares, siempre alusivos a deficiencias
soportadas por la educación pública, los legisladores plantearon medidas que
hasta finales de los años ochenta no alcanzaron a cubrir lo cuantitativo básico
de una escolarización generalizada. Hay dos momentos, entre los relativamente
recientes, que merecen especial atención. El de Ruíz Jiménez en 1953, para
reformar las Enseñanzas Medias, y el de Villar Palasí en 1970, con un análisis
previo en que se establecían las Bases
para una política educativa. Para los añorantes de una presunta “calidad
perdida” y no recuperada, la lectura de este libro y de la documentación que
acompañó ambas reformas puede redimirles de la nostalgia. Las carencias que
reiteran –tantos años después de la penosa guerra- explican el atraso todavía
perceptible en una parte importante de la población adulta, como muestra el
Informe PIAAC de la OCDE (2013). Si persistiera la congoja por presuntas pérdidas
sufridas en algún momento posterior a 1970, también son muy recomendables los
minuciosos testimonios orales recogidos por Julia Varela en la Ribeira Sacra: A Ulfe: socioloxía dunha comunidade rural
galega (Sotelo Blanco, 2004). En medio de grandes transformaciones del
mundo rural, ahí aparecen la desidia y el abandono educativo a que fue sometida
mucha gente que hoy sobrepasa los 55 años. Cuando emigraron a las periferias
urbanas, no lo tuvieron mucho mejor, como
bien se advierte en Martín Santos, Francisco Candel o, entre otros, Luis
Carandell. En Los españoles (1968),
distinguía éste último sabiamente una clave principal en la divisoria social de
la educación existente: no era lo mismo “estudiar” que “ir a la escuela”.
El otro simulacro innominado radica directamente en la propia
LOGSE. No sólo es que en esta ley abunden las referencias explícitas a “la calidad”, sino que ampliaba la
escolarización y replanteaba buena parte del quehacer profesoral en las aulas.
Significativamente, los denuestos con que cargó por generalizar a toda la
población tales relativamente nuevos, fueron muy similares –pero más prolijos e
intensos- que las reacciones suscitadas en la ampliación que, 20 años antes, había hecho la LGE. Con el
añadido de que, desde 1990, en la acera del PP y sus aliados confesos, el
referente de “la calidad” esencialista empezó a ser bandera política principal
de su ascenso, con nueva nomenclatura, al poder político. El redefinido constructo
es desde entonces núcleo del marketing con que vende sus “contrarreformas”. Lo
muestran sus dos leyes principales: la LOCE -de Pilar del Castillo, en
diciembre de 2002- y la LOMCE de Ignacio
Wert once años más tarde, que incorporan en el propio acrónimo de su denominación
la preciada “calidad”.
3.- El conflicto por “la
calidad” viene servido de antiguo. Está muy explícito –aunque solapado bajo otras
terminologías- en los años finales del XIX y primeros años del XX. Es, de todos modos, muy anterior a la LOGSE y
recorre casi toda la historia educativa. Cabe culpar al PSOE de no haber puesto
lo que había que poner para que lo que trató de reformar esta ley suya hubiera
sido menos evanescente, o de que pusiera poco empeño en que la Alta Inspección
Educativa vigilara el cumplimiento legal, no sólo de la LOGSE sino también de
la LODE y sus reglamentos contractuales para le enseñanza concertada. Se podrá
lamentar ahora que sus alegatos socialdemócratas no hayan tenido la
consistencia debida, y más cuando a ellos debemos, pese a todo, bastantes
aproximaciones al Estado de bienestar de que empezaron a gozar los europeos
desde 1945. Pero con tanta razón al menos, deberemos seguir jugando al “y tú
más”, porque hay sobrada materia –del pasado remoto, del reciente y de lo que
en este momento se debate- para responsabilizar al conservadurismo sociológico
y político de obstrucción, continuada dejación de lo público y que, entretanto,
lo privado y concertado no sólo sigan privilegiados sino procurando prevalecer
de continuo tras el escudo de “la calidad”.
Y entre las desafecciones mutuas, muchos especialistas advierten,
asimismo, que el presunto pacto que supuso el art. 27 de la Constitución se ha
incumplido ampliamente por parte del PP. Lo testimonian sus continuados
agravios al cumplimiento del equilibrio pactado, con decisiones que afectan a
todos los aspectos del sistema educativo: presupuestos, dotaciones, asignación
de personal, gestión de los centros, segregación de alumnos, inspección
formalista, ratios imposibles, formación inicial y continua del profesorado, incumplimientos
en los conciertos educativos… Mil tácticas encubiertas e, incluso, muy
explícitas, de tratamiento desigual en contra de los centros públicos han sido
documentadas y denunciadas estos últimos años por colectivos, sindicatos y
otros implicados de las comunidades educativas: no pocas han llegado a los
tribunales. De qué vaya “la calidad” en clave conservadora, poco tiene que ver
con las continuadas demandas de apertura social. Ahí está, como coda, el Libro blanco de la profesión docente, en que, bajo la cansina égida
de J. Antonio Marina, anhelan, como cipayos del colonialismo americano
neoliberal, profundizar el itinerario tendente a convertir la profesionalidad
de los enseñantes en peones de un sistema empobrecido. Como dice Agustín
Moreno, “Marina ataca de nuevo” sosteniendo, de manera reiterativa e ilegítima
para un pacto educativo, el monólogo de la última legislatura.
El de “la calidad” ut talis
es, por reflejo, además, un discurso que configura un abundante corpus, con tendencia a aparecer intermitente en
libros y redes sociales de profesores. No es literatura homogénea ni neutral.
Tampoco lo es la experiencia docente. Difieren mucho las ideas y actitudes ante
el trabajo, la variable autoridad que da el conocimiento en una determinada
especialidad o el de las pedagogías –esa competencia que tanto desprecian
algunos y de cuya mención tanto abusa Rajoy ahora mismo- adecuadas
para transmitirla en el aula. Diverso es también el ejercicio de las
obligaciones con el alumnado, así como el compromiso por sacarle partido al
sistema pese a sus deficiencias. Todo lo cual hace que las opiniones vertidas
sea enriquecedor en cuanto expresión libre de lo más preciado de biografías
múltiples. Pero adicionalmente, entre
los rasgos comunes de muchos de estos testimonios sobre problemas recientes –en
especial, los referidos al alumnado-, destaca que suelen resultar pagados de
morriña por un tiempo perdido: como si el presente no fuera como habían soñado
y adoptaran un papel justiciero que, en algunos casos, alcanzan el toque de
fanatismo que llevó a decir a Amos Oz que “todo jerosolimitano tiene su fórmula
personal para la salvación instantánea” (Contra el fanatismo, 2002).
Es legítimo. En Súmer ya se
escribieron tablillas similares. Y nombres ilustres del panorama literario
practican con entusiasmo el mismo juego dialéctico, como explica Ignacio
Sánchez-Cuenca en La desfachatez intelectual. Escritores e intelectuales ante la
política (La Catarata, 2016). Tiempo atrás, Amando de Miguel les había
llamado irónicamente Los intelectuales bonitos (Planeta, 1980), por su equívoco. Partiendo
de ahí, es comprensible que a muchos lectores esta literatura les resulte
banal. Emular ese tremendismo plagado de perezosos tópicos y ramplonería de que algunos hacen gala con más
asiduidad que sólidas razones, en nada contribuye a que el déficit estructural
de la educación cambie sustantivamente. Como todo buen arbitrismo inclinado a
maravillar con la ruidosa diatriba, tal
ejercicio no difiere mucho del narcisismo que exhiben en las redes sociales los
más avezados twiteros, ávidos de admiración.
4.- Calidad y distinción. No obstante, también existe el discurso en pro de una mejor democratización
del bien de la enseñanza. Tiene largo recorrido, es analítico y suele ser
discordante de los poderes instituidos. Es, por demás, no una pose sino algo
vivido y peleado duramente por muchos profesores y maestros, con quienes la
dignidad que tenga la educación española en cuanto a saber y saber enseñar, es
ampliamente deudora. En ese gran repertorio de conocimiento y compromiso, merece
particular recuerdo una reflexión
póstuma de Carlos Lerena: “De la calidad de la enseñanza. Valor de conocimiento
y valor de una entelequia”, en la revista Política y Sociedad (3, 1989). Viene al caso porque todavía no
existía la LOGSE, y hay escribidores que siguen tomándola con ella en sus
furiosos vituperios, como si debiera correrse un tupido velo de olvido
adicional sobre lo sucedido en los últimos 36 años.
Para este sociólogo de la
Complutense -fallecido cuando más estimado era- la larga anfibología del
constructo “calidad de la enseñanza” expresaba, ante todo, su íntima relación con
el sistema de dominación social. Bajo su paraguas se acogerían especialmente
quienes piensan el conocimiento y la cultura como negocio mercantil, frente a
quienes quieren vivirlos como fundamento de su autonomía personal. En el
lenguaje dominante, siempre estaría aludiendo a la perspectiva aristocratizante,
la de “los hombres de calidad”, los selectos, como coartada para dejar fuera o
muy minorizadas a las demás personas, jerárquicamente desiguales. En esta
estructura de opuestos, “el sistema escolar sería instrumento de selección”. Si
antes –decía Lerena- había sido “escuela de mandos,
ahora [querría serlo] de líderes que
dinamicen las sociedades libres, esto es, que echen más leña al fuego de la
sórdida competencia”. No citaba al P. Ayala y su Formación de selectos (1941),
pero podría haberlo hecho.
En nombre de esta supuesta “calidad”, se garantizaría “la
subsidiariedad del Estado en materia escolar o, lo que es lo mismo, la
legitimación del trabajo de enseñar como actividad sujeta a las leyes de un
mercado caracterizado por la soberana fuerza que en él desarrollan los grupos
ideológicos de mayor importancia estratégica”. A la fuerza significativa del
término remitirían, asimismo, bastantes cambios que, desde los años setenta se
fueron operando, siendo uno de los últimos –cuando escribía Lerena- el “haber
borrado del mapa lingüístico las expresiones doble sistema escolar, sector de enseñanza privada y otras semejantes”.
Hasta dar por resultado que “el conjunto de centros escolares de titularidad
eclesiástica, así como el de otros empresarios, forma parte, pertenece, es
también enseñanza pública…[sic]”.
En educación, el taylorista “control de calidad” remite a consumo, “algo por lo que se paga atendiendo
a una determinada contabilidad de costes” y “se guarda una estrecha relación
con el número, con la cantidad”. Pretende
“una educación minoritaria y por ello privilegiada”, que hable ante todo de
“diferencia y distinción”, mientras se
sostiene en paralelo el “quejumbroso discurso acerca de la cada vez más rara
presencia pública de los hombres de calidad”. En fin, decir “colegio de calidad, una enseñanza de calidad”
es emplear términos no “del campo educativo
sino de la estructura de clases sociales”. Lo muestra claramente la historia
olvidada: de siempre, los “tradicionales y minoritarios centros religiosos han
representado, por antonomasia, la educación de calidad”. Lo de menos ha sido -también siempre- que ”buena parte de
sus profesores no tuvieran el título de licenciado”, que segregaran por sexo o
que la ratio y técnicas pedagógicas fueran “toscas y arcaicas”. Sobraban las “razones para considerar aquello
como la buena educación, la educación de (los hombres de) calidad social”.
Por tanto, contra lo que quiere el alegre uso generalizado de esta terminología,
en opinión del acreditado sociólogo “cualquier discurso sobre la calidad o
sobre la no calidad –de la vida, de la educación- constituye un discurso
etnocéntrico, de grupo o de clase, e intelectualmente vacío”.
Y 5.- Voto de calidad. En vísperas electorales, sobreabundan los carteles promisores, se
disimula la turbiedad de la esperanza y algunos prelados exhiben oportuna
preocupación “en
un momento crucial”. Con tan cualificado respaldo, cuantos creen que todo les
es debido esgrimen suficiencia ante las limitaciones que ellos mismos acaban
imponiendo a los demás. Esto de aplaudirse tanto y gritar con mucho entusiasmo les
da pábulo a exagerar sin la menor
vergüenza, aunque sean un horror de simpleza y silogismo conformista las
rudezas que no cesan de proponer y que, si pueden, legislarán. Antes de dejarse
moldear la preciada capacidad de voto con las esencias cualitativas, mejor será
repensarlas, no sea que vaya a servir para reafirmar fácilmente un destino
histórico retrospectivo. A mi modo de
ver, no merece la pena una “calidad educativa” que continúe sirviendo pretextos
oficiales para naturalizar la dejación y el abandono.
Manuel Menor Currás
Madrid, 10/06/2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario