Era compositor, pianista, clavecinista, organista y director de orquesta pero se ganaba la vida dando clases de economía, de la que es doctor Honoris Causa, hasta que un día tuvo un sueño: poblar Venezuela de orquestas. Y lo dejó todo para seguir su sueño. Un sueño de locos del que todos se reían. Sin ayudas y sin dinero se puso a trabajar en su proyecto. Consiguió que le diesen 25 atriles que colocó en un garaje esperando que viniesen cincuenta niños a su primera clase. Solo vinieron once. No se desanimó. Alguien le dijo que, además de tocar había que luchar. Y él luchó. Luchó y sigue luchando con la misma ilusión que el primer día hoy, que tiene a más de cuatrocientos mil alumnos repartidos en las 280 escuelas musicales que ha creado. Su sueño escondía algo más: que esas orquestas que poblarían Venezuela estarían formadas por niños y jóvenes de los barrios y aldeas más pobres del país. La música les sacaría de la pobreza, de la violencia, de las drogas, el hambre y la delincuencia. Y lo ha logrado. Hoy aquel sueño, conocido como el Sistema, es reconocido en todo el mundo. Directores e intérpretes tan famosos como Claudio Abbado, Simon Rattle, Zubin Mehta, Daniel Barenboim o Plácido Domingo no se cansan de repetir las excelencias de ese milagro surgido del corazón y la voluntad de ese hombre pequeño y enjuto con alma de Quijote: José Antonio Abreu.
Hoy, cuando su sistema está siendo imitado y copiado en muchísimos países de todo el mundo, conviene recordar la esencia de esta pedagogía, el alma de su creador: “Empecé a soñar desde la noche en que me senté a dar un concierto con Pastora Guanipa. Tenía 10 años. A partir de entonces siempre me he sentido tan impetuoso como un niño. Me fascinó lo que yo experimenté tocando en la orquesta, el misterio de aquello, el milagro. Todavía me causa perplejidad, cada vez más… No hay nada más sublime en la vida que dar, y cuanto más das, más recibes, y esa es la felicidad que uno tiene, con la que cuenta, y es mucha. Ahí reside el auténtico sentido, todo el sentido…
La música es el último extremo, la máxima expresión del hombre para alcanzar el mundo sublime, indescriptible, invisible, por eso no se puede ver, ni palpar. Se vislumbra con los ojos del alma… Pero la música no debe servir solo al mero disfrute, sino que debe entrar de lleno en la esfera de los valores. No se puede atener al efecto que pueda causar en la crítica especializada o en ciertos sectores de la élite, sino que debe buscar abrirse a un público más amplio que se deje contagiar precisamente por los orígenes de quienes forman las orquestas: niños y jóvenes salidos de barrios marginales, con medios y bajos recursos, comprometidos con sus entornos y sus países y su identidad latinoamericana como prueba de una energía distinta… En el aspecto social, la inclusión es el principio básico.
Nuestro lema son los pobres primero y para los pobres los mejores instrumentos, los mejores maestros, las mejores infraestructuras. La cultura para los pobres no puede ser una pobre cultura. Debe ser grande, ambiciosa, refinada, avanzada, nada de sobras. Además, ellos multiplican su efecto, porque son enormemente agradecidos ante el esfuerzo. Cualquier muchacho de un barrio marginal, sometido a las tensiones de la violencia, la inseguridad, el asesinato, el robo, puede elegir tocar un instrumento como algo intrascendente. Pero la mera presencia de ese instrumento en la casa puede volverse fundamental y cambiar su vida. Cuando vives en una cloaca y un maestro toca a tu puerta, con ese sencillo gesto ya estás realizando un acto de inclusión. El instrumento es el cebo, del resto se encarga el sistema. Ambos combinados obran el milagro. Parece mentira que un simple instrumento obre eso, cuando después se ven atrapados en la red del sistema, raramente regresan a la marginalidad. Nunca más. La marginalidad se ha demostrado algo reversible a través de la música y el trabajo bien organizado. Por una razón muy sencilla: Porque una vez que se empiezan a apreciar los resultados, el muchacho se convierte en un héroe. La verdadera pobreza no es la falta de pan, ni de techo, la verdadera pobreza viene de la sensación de no ser nadie. Yo lo veo constantemente. Cuando un muchacho toca por primera vez ante sus padres, ese día nace un nuevo ser humano. Se produce una revolución en la vida del niño: a partir de entonces es alguien, adquiere una insólita dignidad que da lugar a una especie de constelación de anillos en la que se agrupa su familia; después, los vecinos, la gran comunidad, el gran anillo que lo protege. Las orquestas han cambiado muchas áreas peligrosas en Caracas y las grandes ciudades o en Estados alejados, junto al Amazonas, donde me propuse fundar núcleos del sistema. Lugares donde, si no llegaban los instrumentos, los padres fabricaban los suyos propios con restos de hojalata para tocar en bodas y bautizos. Ni se imagina la gente la emoción tan grande que pudieron sentir cuando les llegaron los de verdaderos…”
La pedagogía de Abreu y su sistema es una pedagogía que cree en el traje a medida, no en la sastrería de confección. Por eso personaliza la iniciación a la música de cada niño o niña que se acerca a ese universo mágico de la música: “Nunca utilizo una partitura específica para empezar. Elijo algo personal y diferente para cada uno. Primero les educo el gesto, el control métrico, la medida, el pulso, les enseño a manejar el tempo; esa cualidad, si no la poseen, se les puede formar…” El Sistema, que se aparta de la enseñanza musical tradicional individualizada para potenciar el sentido de pertenencia a un grupo, se basa en tres principales áreas de trabajo: la personal, la familiar y la social. Que un chaval prefiera quedarse en casa practicando su instrumento a salir a la calle dice mucho de la motivación que le produce la experiencia de sentirse persona, de ser alguien, de poder destacar en algo, de ser respetado por su familia, por los suyos, por sus amigos y vecinos… y esa maravillosa sensación de pertenecer a un grupo que comparte tu sueño, que lo vive contigo, que te hace sentir parte fundamental de su sueño. Esa es la clave: el perfecto equilibrio entre el trabajo individual y el trabajo en grupo, el desarrollo personal y el desarrollo social. La motivación para superarse viene precisamente de ese sentido de pertenencia al grupo. Como el mismo Abreu recuerda, él mismo la sintió cuando empezó tocando el violín en una orquesta y tenía a su lado a una niña que tocaba mucho mejor que él: “ El hecho de que esté sentado frente a un atril junto a alguien que toca mejor que yo es una palanca que me impulsa a ascender, a mejorar.
Yo viví esa experiencia cuando formaba parte de una orquesta escuela en el Estado Lara. Allí estudiaba violín junto a una muchacha que tocaba brillantemente. Trabajar con ella, la necesidad de adecuarme a su nivel para ir al unísono, me hizo mejor. Nunca lo olvidé. Y con el tiempo comprobé que ese efecto persistía en todos los grupos. Al principio consigues resultados heterogéneos, pero, al final, los niveles superiores acaban arrastrando a los inferiores. Nunca ocurre al revés, si fuera al contrario, la orquesta se disolvería. Se llamaba Pastora Guanipa. No es que fuera una virtuosa; sencillamente, tocaba mejor que yo. Tuve la suerte de que me colocaran al lado, porque me obligó a demostrar mi valía, y es algo que después compruebo que ocurre todos los días en nuestras orquestas. Dinámica de grupo que funciona aún con más fuerza en el campo coral y vocal. La proximidad es mayor, y la voz propia remonta y remonta hasta límites deconocidos..."
Pero el Sistema no solo ha dado cientos de orquestas infantiles y juveniles, sino que ha creado también un coro, el coro Manos Blancas, formado por niños y niñas sordomudos o discapacitados, ha dado grandes solistas y también magníficos y jovencísimos directores como Gustavo Dudamel, considerado como uno de los directores con mayor proyección del mundo y actual director de la Filarmónica de Los Angeles, Edicson Ruiz, Illiych Rivas, José Ángel Salazar, de solo quince años o Jesús Parra. Identificar a un futuro director de orquesta cuando solo es un niño no es tarea fácil. José Antonio Abreu lo hace así: “Para identificar a los posibles futuros directores de orquesta primero observo su actitud, luego calibro su ambición: debe existir una ambición de liderazgo, y eso se detecta rápido. Con el tiempo deben desarrollar ese liderazgo sin hacerse notar, discretamente; si no, cuentas con el riesgo de que la orquesta se te ponga en contra y eso es terrible. Después hay que fijarse en su musicalidad, esta debe ser suficientemente aguda. La ambición lleva a una obsesión por el autodidactismo. Saben que deben someterse a todas las disciplinas por severas que sean y que el camino está lleno de obstáculos. Aprenden hasta de los malos directores, viéndolos saben lo que no quieren ser. Son muy agudos en eso. Luego existe algo infalible: Su reacción ante los errores. Un director desarrolla un oído perspicaz, cuanto más perspicaz, más se inquieta ante los fallos. Debe oír todo y oírlo bien. Si no es así no pueden controlar el resultado. Entre la masa de sonido que desprende una orquesta debe ser capaz de detectar cada fallo. Eso es una cualidad que se desarrolla”
¿Puede un simple violín cambiar el mundo? Sí, y lo está cambiando cada día ante nuestras propias narices, aunque no sea considerado como un hecho lo suficientemente importante como para aparecer en las noticias de la televisión, que se empeñan una y otra vez en informarnos de desgracias y barbaries inculcándonos el miedo que nos paraliza y nos impide perseguir nuestros sueños, esos sueños que podrían cambiar el mundo. Quieren hacernos creer que nuestro mundo es un desierto poblado por millones de Sancho Panzas en el que ya no existen Quijotes. Pero se equivocan porque en cada uno de nosotros y de nosotras vive un Quijote que, el día menos pensado, saldrá a cabalgar de nuevo para enfrentarse a esos nuevos molinos con forma de antenas parabólicas. Un sueño y la firme voluntad y amor de su soñador son suficientes para cambiar el mundo. Al mundo no lo cambian los políticos ni los poderosos. Lo cambian los humildes soñadores anónimos que tienen la valentía de enfrentarse a todos y a todo para darse a los demás. La maravillosa experiencia del sistema de orquestas infantiles y juveniles de Venezuela es la prueba más palpable de que el mundo avanza gracias a los soñadores sin remedio, esos Quijotes como José Antonio Abreu dispuestos a dejarlo todo por perseguir su sueño y hacerlo realidad, y hacerlo de la única manera que puede perseguirse un sueño: con la más absoluta entrega y la más altruista generosidad. Como bien dice Simon Rattle, que tras haber dirigido con un éxito histórico el debut de la Sinfónica Infantil de Venezuela en el festival de Salzburgo la semana pasada, ha reconocido que ha sido la experiencia pedagógica más importante de su vida: “Sudáfrica tiene a Mandela. Venezuela a José Antonio Abreu”
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