El camino no va a ser fácil, pero hay que andarlo.
Todas las fuerzas harán falta, y vendrá bien remar todos en la misma dirección.
Los datos demoscópicos parecen apuntar en la doble dirección; por
un lado, una tendencia esperanzada de recuperación, mientras por otro son
visibles bastantes miedos y reticencias. Las noticias sobre control de esta
COVID-19 también tienen doble vertiente: sabemos más acerca de cómo funciona y parece
que tengamos más cerca una posible vacuna, pero también es verdad que nadie es
capaz de infundir calma suficiente ante los posibles brotes que resurgen en
unos y otros puntos.
Consensos/disensos
En nuestro plano político más cercano, y al margen de la
exuberancia expresiva de las hipérboles que cada cual esté dispuesto a oír en
esta precampaña electoral del País Vasco y Galicia, tres asuntos merecen
especial atención. Ante todo, el acuerdo alcanzado en el Congreso para el
decreto que regule el final de la desescalada, el más amplio de los logrados
por esta coalición gubernamental: al menos, ha aliviado las gesticulaciones
hoscas que tanto daño hacen a la convivencia; lo acordado respecto a la Sanidad
va también en esa dirección, la más adecuada para salir adelante. Sin embargo,
los muertos han vuelto a volar por los aires; no son los mismos los de unos y
los de otros, y por mucho que estemos en democracia parecen querer dominar la
escena de la convivencia por encima de los vivos. Defendiendo su memoria a
pedradas, al estilo ancestral prejuiciado de raíz, ni algunas escenas de las
vividas estos días en Euskadi, ni las protagonizadas en el Congreso y
alrededores, han estado a la altura de lo que exige el sentido de su memoria.
En tercer lugar, en bastantes barrios es notoria la desescalada de aplausos y
caceroladas, gesticulaciones ambas poco propicias para gestionar la normalidad, si es que a esto
en que estamos entrando puede llamarse normalidad.
Nuevos paisajes sonoros
En la calle, en las plazas y en las playas, se ve y oye de todo.
Ansiedades, insatisfacciones, urgencias, despreocupaciones, movimientos corales
impacientes y urgentes, conviviendo con
escenas calmas, pacientes y bien humoradas por más que, a veces, se casen muy
mal. A la inseguridad que genera el no saber bien si ponerse o quitarse la
mascarilla o tener que aprender de nuevo para moverse, lavarse y distanciarse,
como si se fuera un infante, se sobrepone la ansiedad demostrativa de estar por
encima del bien y del mal, la muy interesada fórmula para sacar provecho, o el
ruidoso encuentro que en cinco minutos de elevar la voz para no aburrirse por
no saber qué hacer, puede terminar en follón de narcisismos desarbolados.
Las aceras, las playas y los cafés son en este momento espacios de
gran aprendizaje social para todos, de necesaria expansión de la personalidad
de cada cual, de buen negocio para algunos
y de gran desesperación para muchos, a quienes parece que los demás
hacen o no hacen lo que habría que hacer. Viejísima es, de las tablillas
cuneiformes, la constatación de que los mayores miran con ojos prevenidos y
malhumorados los nodos adolescentes. Las interacciones en que todos estamos
empezando a movernos de nuevo darán pie –como siempre, pero en un ambiente de
aparente novedad- para múltiples reacciones que hemos de aprender a controlar
otra vez.
Afrontar un nuevo curso
El “abandono” de la educación pública lo describió hace unos días Guadalupe Jover: “Nuestras administraciones educativas se han lavado las manos. No
sabían qué hacer y han optado por la dejación de funciones”. La sempiterna
desigualdad de trato ha saltado estos días más a las claras; las deficiencias
ancestrales –anteriores que existiera ninguna de las tropecientas leyes,
decretos, órdenes y resoluciones
ministeriales- han sido más evidentes. El capital cultural, social y económico
de las familias es radicalmente distinto, y no se arreglará por mucho ordenador
que se facilite a los niños; tampoco las escuelas e institutos con
infraestructuras obsoletas, organizaciones internas que son un contrasentido.
De cara al próximo curso, por mucho que las explicaciones queden aparentes,
existen múltiples agujeros cuya responsabilidad de arreglar va a corresponder
–como casi siempre- a la muy “noble” “vocación” de los enseñantes, tan halagada
en el BOE como mal soportada en un reconocimiento efectivo. En momentos de
crisis, cuando no hay trayectoria de fondo, todo el mundo echa balones fuera;
no parece que sea el momento para que la sociedad en general, y la
Administración en particular, demuestren querer que sus maestros y profesores
sobrepasen el nivel del peonaje. Si alguien entiende que tratarles con la seriedad
que merece un profesional cualificado, se arregla cualquier día con una gran
manifestación de aplausos, se encontrará con reclamaciones –algunas muy
viejas- como las que acaban de hacer los
sanitarios, cansados de que no les den lo que en justicia merecen. No es
cuestión de gremialismo medieval, sino de dignidad de una sociedad democrática.
Unos días antes, Francisco Delgado también llamaba la
atención sobre lo alejados que andaban
todos –a doce semanas de que empiece el nuevo curso- para que el gran objetivo
para el que nació la enseñanza pública pueda cumplirse: la compensación de las
desigualdades en el conocimiento y las habilidades culturales, para que todos
los ciudadanos sean iguales. Demasiados condicionantes a superar –incluidas
tradiciones asentadas de desigualdad- para que pueda salir bien la
intencionalidad que la ministra Celáa pregona para su ley. En este momento -tal
como la COVID-19 ha dejado al aire la fragilidad y desigualdad que tiene el
sistema educativo-, es puro voluntarismo cuando cada autonomía parece circular
por “una autopista diferente”, y cuando los Acuerdos
de 1979 con el Vaticano sostienen una estructura educativa más de 1851
que de 2020. En ese panorama, según Delgado, los 2.000 millones que el Gobierno
acaba de habilitar –“erróneamente, de forma lineal”- acabarán nutriendo en gran
medida a la escuela privada religiosa, “la de los sectores más acomodados, esa
que el Estado, a través de la LOE y la LOMCE, se ha empeñado, en considerar
como pública”.
Poco hay que añadir salvo
que, o la nueva normalidad trae una nueva exigencia de ética colectiva en el
trato a la escuela pública o, en el curso próximo, el sistema educativo se
colapsará más por donde menos falta hace. El ejemplo de lo acontecido con las
residencias geriátricas y con los propios hospitales públicos en estos tres
meses pasados, debiera servirnos de preaviso. ¡Atentos!
Manuel Menor Currás
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