Los partidos están en
campaña electoral, momento más propicio para quedarse en la superficie de los
problemas que para tratarlos en serio.
El pasado día 24, la exhumación de Franco en Cuelgamuros, 44 años
después de su muerte, fue, según el actual presidente
en funciones del Gobierno, “una gran victoria de la democracia española”.
Muestra también, sin embargo, la lentitud de la historia reciente en recuperar
y normalizar derechos, mientras “el franquismo -como dice Preston-
ha sobrevivido”. Según reflexionaba hace poco Nicolás Sánchez Albornoz desde
su propia experiencia en Cuelgamuros antes de 1948 –cuando
logró fugarse en un rocambolesco viaje que sería contado a varias voces-,
“durante 40 años hemos pasado
una vergüenza tremenda”. Nadie entre sus amigos extranjeros entendía “que en
España un dictador de la calaña de Hitler o Mussolini tuviera un monumento
donde se le rendía homenaje”.
Es perceptible, además, un “anticlericalismo
de derechas”, alentado por obispos y declaraciones del
exnuncio Fratini en Madrid, capaces de distinguir
entre “apoyar y “no oponerse” a la exhumación, ajenos a que quienes llevan
tantos años reclamando justicia “miren el futuro –en expresión del Papa
Francisco- teniendo a sus muertos escondidos”. El gran nominalismo de que hace
gala una parte importante de la Iglesia oficial española para hablar de lo acontecido
en Cuelgamuros, adelanta las pegas que opondrán al Gobierno que trate de
reducir los privilegios que el franquismo les acrecentó (desde antes de 1953).
Una razón más para no perder de vista que todavía queda un amplio recorrido
para resignificar aquel espacio, dada la complejidad del entramado tejido por
el dictador para que cumpliera su aspiración a desafiar tras su muerte “el
tiempo y el olvido”, según rezaba su Decreto de
01.04.1940, al declarar de urgente ejecución las obras que perpetuaran “la
memoria de los que cayeron en nuestra gloriosa Cruzada”.
Lo posible
En un orden de cosas bien distinto, ese mismo día 24 proyectaron en la 2 de TVE, un documental
sobre Marcelino Camacho, que llevaba el título mención a punto neurálgico de su
vida: Lo posible y lo necesario.
Quienes lo trataron, como
Agustín Moreno, han explicado que lo que, según contaba, lo posible es lo
que nos permiten hacer, y lo necesario lo que debemos hacer. Los cuerdos y
satisfechos son los de lo posible, y los que luchan por un mundo mas justo los
de lo necesario: son estos “quienes
cambian el mundo”. Pasadas las pugnas de los años sesenta y setenta, y crecientemente
aburguesados todos desde los años 90 para acá, da la impresión de que el país y
sus organizaciones –incluida la que ayudó a fundar Marcelino- han virado más
hacia lo posible que hacia lo necesario.
Hoy, en vísperas de otras elecciones, “lo posible” es el gran
objetivo de todos los partidos con aspiración a gobernar; moderan y maquillan
sus mensajes para captar el favor sentimental de los posibles votantes. Cuantos
más entren por ese circuito tranquiizante de oportunidades, más aumentarán su
particular recuento de votos y de poder político. Todo es bueno para cada
conventículo. Con el recuerdo particular de Franco incluido, el control del discurso sobre cómo afrontar los
problemas pendientes –y
el recuerdo de los pasados- ha
empezado ya. También las acusaciones mutuas, para distinguirse claramente
dentro de “lo posible”, aunque no sea fácil, cuando se prevé la vuelta a un bipartidismo
en que PP y PSOE se repartan de nuevo las
posiciones de abril-18.
De eso va el continuismo de “lo posible”. La cuestión es qué pasa
con “lo necesario”, cuando es mucho lo que queda por hacer en tantos frentes por
razones muy variadas. No falta de nada: lentitud atrasada, dejación, miedo y
coyunturas internacionales nuevas, que han ido haciendo que lo importante y
coyuntural se coma la valentía necesaria para no pararse y afrontar con
inteligencia los retos.
Lo necesario
A la espera del 10-N, ponerse
en la dinámica de “lo necesario” supone, sin perder la memoria, voluntad para actuar con prudencia y
decisión. Un propósito nada fácil al que podrían ayudar estos criterios:
1.- En primer lugar, como manifestaba
Joan Garcés el pasado día 18 -cuando arreciaban las manifestaciones en
Cataluña y miles de pensionistas lo hacían ante el Congreso-, “distinguir entre efectos y
causas”. Dicho de otro modo, es
importante no seguir amagando sin decidir. En estos dos casos, por ejemplo, el
fondo real de razones en que intervenir es la precariedad, el desempleo y el
limitado horizonte vital que, tanto jóvenes como personas de la tercera edad, tienen
garantizado, y más desde la crisis de 2008.
2.- En segundo lugar, complementario, no afrontar los problemas con
simplismos reduccionistas. Muchos asuntos están viciados y delimitar bien lo importante
es crucial. Por ejemplo, que lo de Catalunya no es solo cuestión de
independentismo sí o independentismo no, o que la atención a una buena
educación no consiste en la “libertad de elección de centro”. El reflejo accidental
de un problema no es el núcleo del problema a tratar.
3.- En tercer lugar, es importante igualmente clarificar el sentido
de la acción política bastante más allá de lo que da de sí el proceso electoral
que está en marcha. Todos los grupos principales pugnan por el mismo centro,
pero todos saben que hay acuerdos contra
natura por razones varias, históricas algunas. Si todos pugnaran por
avanzar en la ampliación de los derechos y libertades de todos, contra las formas culturalmente dominantes de
autoritarismos y microfascismos, otra cosa sería. Despistarse en esto es perder
el tiempo y, cuando también dan muestra de ello los grupos de izquierda, es más
grave.
4.- En cuarto lugar, sea cual sea la forma de Estado, si se simultanea
la atención a lo logrado en la
democracia del 78 con lo que los manifestantes estén pidiendo por distintas
causas, se percibe cómo la referencia a los logros y perspectivas que sostuvo
el republicanismo históricamente no puede ser un tabú después de ochenta años.
Trataban de que el Estado tuviera una configuración sólida, capaz de afrontar
una solución justa y en igualdad para los problemas principales de la vida
ciudadana. Y ese es el hilo de continuidad de las soluciones democráticas
también hoy, su razón de ser si no se quiere un Estado que haga dejación de funciones
en múltiples asuntos plegándose a los intereses del mercado. Las
privatizaciones de servicios como la Sanidad o la Educación –amén de otras,
ajenas al interés común- han hecho perder fuerza a la cohesión que como país
debiéramos tener, mientras engordan instancias que parasitan su posible
fortaleza.
Y 5.- Hay, por tanto, tradiciones a revisar en profundidad. Por
ejemplo, la que alimenta el desmantelamiento creciente que, a cuenta de los Acuerdos con el Vaticano de 1979 –continuadores
de los Concordatos de 1851 y 1953- se ha desarrollado dificultando siempre un acuerdo
en el ámbito educativo. Aprovechando que hay poca
voluntad de separación de intereses de la Iglesia y el Estado, los obispos
reclaman más recursos
para sus colegios concertados. Mientras, los logros de la escolarización
universal tienen déficits, que sufren especialmente los grupos sociales más
débiles, a causa de problemas
de recursos indispensables en la escuela pública a que acuden. Es de notar,
en paralelo, el crecimiento del sector privado
que alientan algunas Consejerías de Educación, animadas
por empresarios del sector, con una metodología atenta al negocio que representa
la “selección de riesgos”, como dicen quienes siguen de cerca
lo que acontece en Sanidad. En Madrid, ya tienen
una Dirección General, especializada en lo que sus consejeros venían
haciendo desde antes de 2003.
¿Se inclinarán los votantes por quienes Marcelino decía que
trabajaban por la utopía de “lo necesario”? ¿Preferirán las burocracias
retardatarias de “lo posible”? Este es el dilema central en este momento de
confusas promesas antes del 10-N.
Manuel Menor Currás
Madrid, 27.10.2019
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