“Cine de altura y sin sectarismo”. “Evita juicios de valor”. “Una película valiente y nada maniqueísta”. ¿Imaginan que cualquiera de estas frases fuera pronunciada como elogio a una película sobre el nazismo, la dictadura militar argentina o el golpe de Estado de Pinochet?
“Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que au dessus de la mêlée”, escribió Antonio Machado durante la guerra civil en sus Notas y recuerdos de Juan de Mairena. Es más difícil estar a la altura de las circunstancias que por encima de la refriega. O del bien y del mal, que decimos en castellano.
No dejaba de pensar en estas palabras de Machado durante la proyección de Mientras dure la guerra, película en la que Alejandro Amenábar recrea la entrada del ejército sublevado en Salamanca en julio de 1936, adonde se traslada el cuartel general de los golpistas. Tres son los protagonistas de la película. De un lado, el general Franco en su meteórico ascenso desde su campaña africana hasta su designación como Jefe de Estado y Generalísimo de todos los ejércitos, y José Millán Astray, fundador de la Legión y su principal valedor. De otro, el escritor Miguel de Unamuno, en su giro desde el inicial apoyo al golpe de Estado hasta su doble enfrentamiento tanto con Franco -más contenido- como con Millán Astray, mucho más bronco, en el acto celebrado en el Paraninfo de la Universidad de Salamanca el 12 de octubre de ese mismo año. La película se cierra con la salida -el rescate- del ilustre rector de la mano de Carmen Polo, esposa del General Franco, en un plano detalle insistentemente subrayado.
El tratamiento de los tres protagonistas descoloca: el espectador parece invitado a mirarlos desde arriba, como se mira a una marioneta o un fantoche -“persona grotesca y desdeñable” (DRAE)-. Unamuno es ridiculizado. Ante Franco o Millán Astray el espectador no se siente pequeño sino crecido, no amedrentado sino divertido. “Si le damos el cargo, este no lo suelta hasta que se muera”, se dice en un momento de la película. Y el público estalla en carcajadas.
Pero lo que más me desconcertó de la película fue el quiebro cómico que Amenábar imprime -con un chiste, una frase, un gesto- a algunos de sus momentos más dramáticos, y que disuelven la solemnidad de la escena en un episodio de farsa o comedia bufa. Así en la conversación entre Franco y Unamuno, en que la alusión a cómo los sublevados permiten a sus víctimas confesarse antes de fusilarlos cosecha más sonrisas que náuseas. Así incluso en el acto final del Paraninfo, en que el reiterado “¡quiero hablar, quiero hablar!” de un histriónico Millán Astray provoca más risas que enmudecido silencio. Han de venir los rótulos que recuerdan la duración de la guerra y de la infinita posguerra -cuarenta años de dictadura- para que la gravedad vuelva a los rostros y el sobrecogimiento se imponga.
Cuando un director -o una novelista- recrea un hecho histórico, es inevitable que nos preguntemos por los motivos de ese viaje al pasado, por el porqué de su elección. ¿Por qué Amenábar elige a Unamuno como hilo narrativo de su relato? La respuesta se me antoja diáfana: porque le permite dar por buenas, por igualmente válidas, las razones de unos y otros.
Mientras dure la guerra se vale de Unamuno para absolver el golpe de Estado aduciendo, por ejemplo, la quema de conventos -pero sin explicar en absoluto a qué respondía esa animadversión de gran parte del pueblo español a la Iglesia institucional-. De Unamuno se vale también para denunciar la represión de los sublevados en la ciudad de Salamanca y los cadáveres en las cunetas, apenas insinuados. A eso se refiere tal vez el director cuando insiste en su afán de ser ecuánime. Ecuanimidad: “Igualdad y constancia de ánimo”. “Imparcialidad de juicio” (DRAE). ¿Puede una película sobre la guerra civil española renunciar a un emplazamiento ético y político? ¿Es posible -deseable- mantener la imparcialidad de juicio sobre vencedores y vencidos?
Miguel de Unamuno parece el recurso perfecto para esa pretendida ecuanimidad. Pero una cosa es mostrar sus dudas, sus contradicciones, su inmensa ceguera en ocasiones, y otra despojar al escritor de su hondura intelectual. En Mientras dure la guerra Unamuno queda reducido a un pobre hombre, a un anciano que no parece tener idea de en qué mundo vive y que solo se siente concernido por lo más inmediato.
En este entorno inmediato, dos personajes se le enfrentan: su hija María y su antiguo alumno Salvador Vila, joven catedrático de Literatura. Amenábar busca, como ya buscara Manuel Menchón en La Isla del viento, un contrapunto femenino a la figura del insigne rector. Y si Menchón recurre a Cala, una estudiante a la que Don Miguel conociera de niña en Fuerteventura, Amenábar recurre a María, hija de Unamuno. Me costaba encajar el enfrentamiento entre padre e hija en los códigos familiares de la época: no me resultaban creíbles y sí muy forzados.
Ecos también de la película de Menchón vemos en la escena que simboliza el cainismo español. En La isla del viento este enfrentamiento fratricida está protagonizado por los hermanos Castañeyra, y ahí no tenemos dudas de en qué lado se sitúa Menchón. En Mientras dure la guerra la discusión la encarnan Miguel de Unamuno y Salvador Vila, republicano convencido. Pero aquí, y a diferencia del director malagueño, Amenábar renuncia a un posicionamiento ideológico con respecto a las razones de unos y otros. La cámara se aleja, la música sube, y director y espectadores se sitúan, una vez más, “au dessus de la mêlée”.
«Con esta película he intentado no ofender y no cargar las tintas en aquello que pudiera generar controversia«. Leí esta entrevista con Amenábar cuando ya había visto la película, y ahí encontré la respuesta a gran parte de mi desasosiego. Porque si había ido a verla pensando que podía ser una oportunidad de acercar a los más jóvenes a la guerra civil española, una y otra vez me había llevado las manos a la cabeza. Imaginaba a los jóvenes simpatizantes de Vox enardecidos en muchas de sus escenas. Identificados con el Millán Astray que discute con Unamuno a propósito de la vieja querella entre las armas y las letras y al que la película saca con luz favorecedora. Identificados con los legionarios a los que Millán Astray arenga cuando van “al encuentro de la muerte”. Identificados con los sublevados en la escena del himno y la bandera. Si hasta Francisco Franco se nos presenta más como un bobalicón que como el ser sanguinario y cruel que fue, ya desde la guerra de África.
“Cine de altura y sin sectarismo”. “Evita juicios de valor”. “Una película valiente y nada maniqueísta”. ¿Imaginan que cualquiera de estas frases fuera pronunciada como elogio a una película sobre el nazismo, la dictadura militar argentina o el golpe de Estado de Pinochet?
Salí del cine revuelta, pero por razones diferentes a las que se han vertido en tantas críticas elogiosas a la película de Amenábar. Me preocupa que este pueda ser el discurso hegemónico sobre la guerra civil española también en las escuelas: la denuncia aséptica del horror y la barbarie, sin ir más allá (ni más acá). Y ya sabemos a dónde nos conduce tanto silencio.
Por eso, y desde mi compromiso de no hacer de la guerra civil esa sempiterna elipsis en que la ha convertido nuestro sistema educativo, invitaré a mis estudiantes a leer a Arturo Barea y a Ramón J. Sender, capaces de denunciar la crueldad en “los suyos” y de reconocer la nobleza y la bondad en “los otros” sin renunciar, en modo alguno, a la contextualización de aquella formidable barbarie; sin renunciar, tampoco, a un emplazamiento político y moral inequívoco.
Guadalupe Jover es profesora de Educación Secundaria.
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