Hasta el 10 de febrero
de 2020, el Museo del Prado muestra la mirada actual, desasosegada, de uno de
sus pintores más relevantes.
Cuando se inauguró en 1819, el Prado mostraba tan solo dos obras
de Goya, los retratos ecuestres de Carlos IV y de su esposa María Luisa. Hay
que esperar a 1872 para que el catálogo oficial, de Pedro Madrazo, indique la
presencia de 13 cuadros suyos. No tenía todavía el peso que acabaría adquiriendo
más adelante, a partir de 1902 sobre todo –la fecha en que se rige la estatua
del lado norte del museo-, pero cuando los visitantes querían llevarse un
recuerdo, ya podían escoger entre las fotografías de Laurent que se vendían en
la portería, tres con obra suya. La evolución de las cantidades de variadas reproducciones
que, junto a los catálogos, se podían adquirir, permite advertir -como
ha estudiado Joaquín Menor- la progresiva aceptación que el que fuera
pintor de Corte desde 1789 fue adquiriendo. Hoy, es difícil salir del Prado sin
advertir que es uno de sus pintores más representativos.
Exposición excepcional
Tiene sentido, pues, que, para cerrar el Bicentenario, se haya
recurrido a una exposición en que, además de permitir un mejor conocimiento del
pintor, se ponga en valor su obra en papel.
Las muy conocidas series de grabados en que trabajó desde 1771, han
permitido divulgar su trabajo en este
soporte, pero lo que ahora se presenta –y tal como se presenta- permite ampliar
este conocimiento. Se trata de lo más íntimo y personal de Goya, un trabajo de
anotaciones que se prolongó a lo largo de toda su vida. Son apuntes para sí
mismo, posibles esbozos y sugerencias para otros proyectos que, sin afán de que
fueran conocidos por el público, muestran lo que día a día suscitó su atención entre
cuanto le tocó vivir. Su colección de dibujos es obra estrictamente privada, un
ejercicio constante de aprendizaje y libre creatividad, “más directo, crítico y
mordaz”, como dice el comisario de esta
exposición J.M. Matilla.
Solo el Prado podía hacer esta exposición porque, de los cerca de
mil dibujos que se estima existen de Goya, una gran parte es de su propiedad.
Este material tan delicado se expone, entreverado cronológicamente con sus
grabados, creando así un lazo interno de comunicación con toda su obra. Como
centro absoluto, en la Sala B del Museo -debajo del lucernario del claustro de
los Jerónimos-, está la joya de esta exposición: 120 dibujos del conocido como Cuaderno C –que parece haber tenido
entre 126 y 134 hojas-, uno de los ocho que los estudiosos del pintor estiman
que hizo, además del conocido como Cuaderno
italiano. Están expuestos –con la cubierta de encuadernación en que fueron
vendidos al Museo de la Trinidad en 1872-, dispuestos en un cuadrilátero no muy
amplio alrededor, 30 a cada lado. En 1878, pasaron al Prado con otras muchas
pinturas allí reunidas a causa de la desamortización.
El visitante puede observar cómo la evolución estilística que Goya
muestra en sus dibujos corre pareja con la del resto de su obra. Puede admirar,
en particular, sus técnicas de dibujo, el tipo de tintas, el empleo del lápiz
litográfico e, incluso, el variable papel de que dispuso, según las inestables
circunstancias políticas y económicas le permitieron. Manuela Mena –una de las
grandes especialistas en el pintor- en la presentación de la exposición dijo de
él que tenía una técnica “exquisita y delicada” y que podía ser considerado
entre los cinco o seis mejores dibujantes de la historia de la pintura. Son muchos, por tanto, los
motivos por los que estos dibujos tan personales son fundamentales para conocer
mejor su obra.
Viendo juntos tantos
dibujos, llama la atención, por otra parte, la gran variedad de asuntos que
tocan. El visitante podrá ver que Goya ni es un costumbrista ni, tampoco, ese
pintor que alguna literatura ha querido desdibujar obsesionado por los tópicos
de la España decimonónica. Aparece ante todo como un gran observador, atento a
cuanto acontece. Disconforme con mucho de lo que ve y que le toca sufrir, morirá
exiliado en Burdeos, donde dibuja los Cuadernos
G y H. Gran testigo de la
historia convulsa del inicio de la modernidad española, su magnífico dibujo expresa el pensamiento de
un ilustrado acerca de las perversidades en que incurre con frecuencia el ser
humano. Por sus ojos pasa, entre otros asuntos, la sensualidad femenina, los
comportamientos morales, la Inquisición –con sus presos y sus frailes
exclaustrados- la Guerra de la Independencia y su postguerra, múltiples violencias
explícitas e implícitas con sus derivaciones, la vida corriente, la locura y la
irracionalidad. En definitiva, lo que estos cuadernos de dibujos muestran son
los aprendizajes que al pintor le da la observación de su entorno para mejorar
su técnica y dibujar cada vez mejor lo que pensaba.
Cercanía
El montaje de la exposición es austero, todo en blanco y muy
abierto. Su núcleo central, muy geométrico, con enmarcación idéntica de los 120
dibujos del Cuaderno C, puede que en
caso de aglomeración resulte escaso para que cada uno pueda ser contemplado detenidamente.
La muestra es una apuesta fuerte para un museo acostumbrado al brillo
espectacular de las monográficas, como pudo ser, en la propia celebración del
Bicentenario, la dedicada a Fra Angelico
o a las dos pintoras italianas Sofronisba y Lavinia.
Es de destacar, además, la pretensión por hacer cercano el
quehacer creativo del pintor aragonés.
En este sentido -además de un catálogo muy cuidado y cercano a la
lectura reflexiva del visitante- sobresale la ambición de acercarle a Goya subdividiendo
sus más de 300 dibujos expuestos en 23 núcleos temáticos en los que, al lado de
asuntos muy conocidos, sobresale la violencia contra la mujer, la vejez, la
multitud y su manipulación, o la violencia en general, asuntos en que resulta
plenamente contemporáneo, como si fuera testigo de muchos desvaríos actuales de
la humanidad.
También el lema escogido, tomado de una de sus
últimas
cartas, el 20.12.1825 a su amigo Zapater, lo hace
cercano en un mundo como el de hoy, crispado como el suyo: Solo la voluntad me sobra traduce bien cómo, ya mayor, asumía con
estoicismo las limitaciones de la condición humana. Complementa, además, lo
que, para expresar su positiva determinación vital hasta el último momento,
escribió por entonces con lápiz tipográfico, en un muy conocido dibujo del Cuaderno G, 54: Aun aprendo (sic), con que concluye el recorrido.
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