Votar se parece mucho
a lo que hace el profesorado de continuo con su alumnado: es un acto complejo
con muchos ingredientes a tener en cuenta
De las
múltiples conexiones que la vida económica mantiene con el sistema educativo y
sus tareas, la de la evaluación es importante. El término “evaluar” ha venido a
sustituir, entre nosotros, al de “examinar” en los años ochenta. Sin que en
realidad supusiera un cambio cualitativo en cuanto a que los modos de proceder
de maestros y profesores cambiaran de modo sustantivo, introducía algunos
ingredientes que, con el paso del tiempo podrían incentivarse y desarrollarse
más a conveniencia.. En las evaluaciones, los ingredientes a tener en cuenta
empezaron a ir más allá de los conocimientos que una nota o calificación decía
en una materia. Las actitudes del alumnado y las habilidades para interrelacionar
saberes y “competencias” supuestamente ligadas a distintas materias empezaron a
jugar un papel más explícito a partir de la LOE en 2006, al definir en su
artículo 6.1 qué había de entenderse por “currículum educativo”.
Evaluar y enseñar
Según
las maneras de “examinar” o de “evaluar”, el qué y el cómo enseñar quedan
condicionados. No son indiferentes a los modos de entender la educación. Pero a
partir del momento en que el esfuerzo administrativo se centró en mostrar “la
calidad” educativa, evaluar ha permitido
tener en cuenta todos o algunos de los elementos que intervienen en la acción
de educar. Puede atenderse, por ejemplo, a las características individuales de
cada alumno o tan solo a si cumple con determinados estándares genéricos. Puede
advertirse -más allá del escueto campo de cada asignatura- la parte que tenga el
centro y su organización interna en el desarrollo de las capacidades del
alumnado, por formar parte de la interacción de los procesos de
enseñanza-aprendizaje.
No
todos los modos de evaluación son iguales ni son independientes del objetivo
que se persigue, razón esta de fuertes discrepancias sobre unas u otras
pruebas. Paradigmático es en este sentido lo que acontece con los informes PISA
que la OCDE practica sistemáticamente desde el año 2000. Aunque lo que a la
prensa le suelen interesar ante todo los datos comparativos entre países, como
si de una liga de fútbol se tratara, lo que se evalúa –el bagaje cultural del
alumnado en un momento concreto de su evolución- solo suele interesar a
investigadores cualificados. Admiten diversos enfoque interpretativos, por
encima de los estándares estadísticos, y aportan bastante información sobre
otros aspectos colaterales que trascienden lo que cada colegio o escuela ha
podido darles, porque ese bagaje está muy vinculado a lo que, desde antes de
nacer, cada niño o niña arrastra heredado de su entorno socioeconómico. Pese a
lo cual, los datos de muchas de estas evaluaciones han sido usados públicamente
de manera muy desleal: más que nada para hostilizar el espacio educativo según
tendencias opuestas e, incluso, para potenciar privatizaciones del sistema
general de la educación.
Según la “calidad educativa” de que se trate
–democratizadora o privatizadora- la evaluación de que se hable preferentemente
será eminentemente diferente. En consonancia, hay Consejerías de Educación –y
profesores- que, cuando dicen que evalúan, devalúan. Este es el motivo por el
cual, en los últimos años, hayan arreciado las críticas contra los modos de
evaluación que hacen recaer los fallos o poca eficiencia en el alumnado, y, en
gran medida también en el profesorado. Cuando desde el Ministerio de Wert y su
LOMCE (2013), trataron de justificar los recortes que hicieron en las
prestaciones a la enseñanza pública, pusieron el acento, en paralelo, en una modalidad
de evaluación coherente con el modelo privatizador que propugnaban. En el Libro
blanco sobre la Profesión Docente que, coordinado por José Antonio
Marina, difundió aquel Ministerio en 2015, bien podían verse las fuentes neoliberales de
que estaba nutrido, como si todo el trabajo de la escuela –y la carrera
docente- fueran cuestión exclusiva de emprendimiento personal. Cada cual que se
apañara con los escasos medios y recursos disponibles, fueran cuáles fueran los
problemas reales de cada espacio escolar.
Exactamente
igual que estaba pasando en las grandes
empresas, cuyos agresivos sistemas de avaluación de la rentabilidad veían crecer
los suicidios: “La evaluación mata la educación”,
alegaba en 2013 Roger Schank. Esa forma de evaluación, en que se cargaba la
culpa de los desajustes sobre los que tenían derecho a una buena educación –y
no se le daban los medios adecuados para llevarla a cabo-, venía dictada desde el
llamado “Consenso de Washington” que, desde la
década de los ochenta, marcaba la ortodoxia a seguir modulando políticas sociales acordes con los ajustes
económicos.
Ken
Loach acaba de mostrar en su última película, Sorry We Missed You, cómo sigue viva la evaluación continua. Una
maquinita escaneadora controla la actividad de los operarios de una empresa de
reparto; la eficiencia de cada entrega es ajena a todo obstáculo que pueda
surgirles; cuanto no tenga que ver con la estadística de puntualidad y cantidad
de paquetes que se muevan no entra en el cómputo de calidad. Cada operario,
sujeto empleador de sí mismo, acaba pronto atrapado y, a medida que las otras facetas
de su vida pierden sentido por la sobreexplotación, se maquiniza su existencia.
Devaluada la actividad laboral, se devalúa y deprime de inmediato la personalidad
de los individuos y su desarrollo social, en aras de la rentabilidad de las
inversiones económicas.
¿Elecciones
para evaluar?
Teóricamente, en unas elecciones generales,
los artcs. 23, 68 y 69 de la CE78, y los artcs. 42 y 43 de la Ley electoral
establecen el derecho de los electores a evaluar qué hayan hecho los partidos
políticos y sus líderes en el tiempo de una legislatura. En este 10-N, el
tiempo es más corto del habitual, apenas desde abril de 2019, y los evaluados
vienen afectados ya por una serie de acontecimientos anteriores. A ninguno le
ha sentado bien la ruptura del bipartidismo, un
paisaje en que han crecido los partidarios de fórmulas que, por exceso o
por defecto, han puesto en entredicho los límites de lo que sea o no
constitucional, con propuestas difícilmente encajables en cuanto a derechos
civiles sobre todo, como es el caso de VOX o en cuanto a concepción general del
Estado, como puedan representar los grupos independentistas.
Mientras, los evaluadores -los 37.000.608 ciudadanos con derecho a voto- se encuentran, de manera aguda, en el dilema de votar o no votar. A
motivos clásicos para no hacerlo, pueden añadirse en esta ocasión otros muchos
nada despreciables. Los demás evaluadores -los que vayan a introducir alguna
papeleta en la urna que les hayan asignado- dirimirán parte de lo que vaya a
venir a partir del 11 de noviembre, cuando lo previsible es que el panorama de
escaños puede volver a quedar con dificultades para pactar. De ser así, de
nuevo se podrá ver que esta manera de hacer política a golpe de la evaluaciones
compulsivas del voto, se queda corta. A partir de este momento, todo queda de
nuevo en manos de los partidos.
El voto no mide el grado de implicación que
tengan los elegidos con los problemas de sus votantes, aunque debiera. A los
estrategas de las campañas electorales tampoco les interesa mucho, salvo que
hayan saltado a la prensa contradicciones muy flagrantes y, aun así, tratarán
de encubrirlas a base de evaluaciones negativas de sus adversarios. Si fuera de
otro modo, las campañas tendrían otro tono de verdad que no tienen. Y a partir
de que se hayan contabilizado los votos, el rigor ético queda a merced del tipo
de cultura política que cada parlamentario o senador entienda que debe
desarrollar… para su partido.
Los votantes que se tomen los asuntos
educativos como referente importante debieran tener en cuenta, además, que ni
siquiera lo que está en los programas es valioso y que hay propuestas que
contradicen los requisitos que una educación para todos que merezca el
calificativo de digna. Vean, por tanto, que entre las noticias del día cinco de
noviembre,habrá una alusiva a que se
supriman los recortes que impiden esa
dignidad universal. Este tipo de cuestiones son las que, tras un debate como el
del día cuatro, debiera evaluar cada votante y no solo un genérico me cae bien
o me cae mal ¿no?
Manuel Menor Currás
Madrid, 04.11.2019
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