Al
Valle de los Caídos le ha llegado el cambio de hora
El
cambio de huso horario ni sintonizaba con la idea de Franco, ni reducía el
gasto energético. Tampoco los usos de su cripta se avienen con un relato
democrático.
El final del verano no es bueno para el
humor. Al inicio de otro curso, entre que se ha dejado atrás una vida
supuestamente “más natural” y que reencontramos problemas que creíamos haber
desvanecido, la amenaza de que se repitan borra la distancia imprescindible. En
vez de la ironía que sugiere la coincidencia de los asuntos de Cuelgamuros con
el replanteamiento del cambio horario y sus propios desfases, tiende a imponerse la impotencia.
El uso que del pasado suele
hacerse, ajeno con lo acontecido y casi siempre dependiente de lo que nos malenseñaron
en la escuela, fue muy advertido por Luis Carandell: “más que una historia de
hechos, era una historia de héroes”. De Pelayo a Franco, de Isabel la Católica
a Agustina de Aragón, evitaba cuanto pudiera enturbiar el redentor modelo imperial
de los vencedores y se saltaban casi
todo el siglo XVIII y XIX para meterse de lleno en la exaltación de la santa
Cruzada. “El amor a Dios y el amor a la patria, tal como nos eran contados
–aseguraba el autor de Celtiberia Show-, constituía
el eje de la educación de los niños de aquella época” (Ver: Carandell, L., Las habas contadas, Espasa, 1998, pgs. 20-21).
Pero comienza el curso
2018-2019 y seguimos con aquellos andares. Las páginas que ha ocupado el Valle
de los Caídos todo el verano sin decaer, junto a lo dicho y rectificado en
torno a la futura dedicación de ese espacio fúnebre, han dado cancha a
interpretaciones de todo tipo, en que lo menos relevante parecen ya las historias
penosas que muchos tuvieron que soportar y que sus deudos aguantan,
mientras la simplificación y la demagogia copan el primer plano. Como casi
siempre en lo que atañe a nuestro pasado reciente, para los equilibristas del
término medio siempre hay problemas más urgentes que resolver y no se deben“reabrir heridas”. Los más pugnaces lamentan que aquella historia triunfal no tenga protegido su futuro. Otros
estiman que la Iglesia –que ha custodiado aquel lugar con el apoyo de Patrimonio Nacional-
debiera frenar este final, mientras la familia de quien mandó hacer el mausoleo pone trabas.
Tan prolífica reacción tiene
más de visceral que de racional y, si bien debiera haberse encontrado alguna solución
para ese espacio, hoy tampoco es mal momento para intentarlo. Lo dramático es
que, después de 40 años, este asunto siga produciendo rasgamiento de
vestiduras. Tal vez no hubiera sido tanto si lo que denunció Fernando Hernández
–en: El bulldozer negro de Franco (Pasado&Presente, 2015)- hubiera sido corregido
a tiempo y la Historia que se enseña en nuestros centros educativos tuviera
otra calidad. Si sigue igual –cuando la tendencia es a que desaparezca-, su
valor para entender el presente será nulo.
El bulldozer negro
Lo viejuno no es caer en la
cuenta de ello sino olvidar que ya está ocurriendo lo que la metáfora del
“bulldozer” sugiere. El uso más frecuente que ya tiene la Historia es el que le
proporcionan conmemoraciones oportunistas y el que le dan muchos guías
turísticos, que tampoco van a la zaga. Las primeras pretenden asegurar lo
existente y que todo siga bien controlado, y las segundas que crezca el flujo
de visitantes: no hay pueblo que no se precie de tener una iglesia, muralla, castillo
o monasterio “puesto en valor”, y a todo turista –no al viajero ansioso de
aprender- le encanta que le adornen sus selfies con relatos mitificados en que fechas
y personajes tengan facultades propias de la ficción cinematográfica. En ambas
circunstancias, predomina la estela de lo que contaba la Historia de España contada con sencillez, que escribió Pemán (1939) como modelo de lo que había que enseñar; lo de menos es si
lo teatrero que se cuenta a –o se representa con fiestas de inventadas
tradiciones- permiten conocer el sentido del pasado. En estas ocasiones, las
preguntas suelen ser como en los concursos de TV, y tanto los libros
conmemorativos como los guías de espacios museizados suelen obviar otras
cuestiones. Lo peor es que ya es norma que, en muchos lugares –incluidos los
escolares- perduran filtros del “olvido interesado”, como Emilio Castillejo ha estudiado reiteradas veces analizando lo
que cuentan los libros de texto de nuestros hijos.
A punto de empezar otro curso
académico, la pregunta pertinente es qué historia van a estudiar nuestros
vástagos y si esta del Valle de los Caídos -sean cuales sean los episodios que le
resten- les servirá para algo. Esto sería lo irónico: que tan pregonado cambio no
les valiera para nada.
Manuel Menor Currás
Madrid, 01.09.2018
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