La Huelga General del 14 de diciembre (14-D) de 1988 fue la mayor movilización sindical de la historia de este país. Veinticinco años después no ha habido ninguna otra que la supere. Participaron ocho millones de trabajadores, tres de estudiantes y varios más de agricultores, autónomos, pequeños comerciantes… hasta futbolistas. TVE se fundió en negro, millones de personas se manifestaron en las calles el 16-D. España se paralizó pacífica y serenamente. Los trabajadores fueron el motor de una movilización que trascendió las reivindicaciones sindicales concretas y se transformó en una acción cívica y de reafirmación democrática.
Las motivaciones del paro fueron: la retirada de un “plan de empleo juvenil” –para precarizar los contratos- y la creación de más y mejor empleo, la mejora de las pensiones y de la cobertura a los parados, derechos sindicales para los empleados públicos y revisión salarial de los colectivos dependientes de los PGE. Pero llovía sobre mojado. La política económica del gobierno del PSOE de Felipe González había provocado importantes movilizaciones anteriores contra la reconversión industrial salvaje y la huelga general del 20-J de 1985 frente a la reforma de las pensiones. También se produjo la amplia movilización ciudadana de 1986 en contra del ingreso de España a la OTAN y otras luchas de jóvenes y estudiantes. El 14-D tuvo un cariz de huelga general por la decepción con el PSOE, mostrando el divorcio entre el gobierno y la ciudadanía. González venía incumpliendo su programa electoral, defraudando la esperanza de cambio de 1982 y desarmando ideológicamente a la izquierda, por ello no debería de pavonearse en sus memorias ni intentar dar lecciones a nadie. Con razón Javier Krahe le llamaba impostor hace unos días en La Sexta. Los sindicatos catalizaron la exigencia de un mayor desarrollo de la democracia y el malestar social contra la derechización del gobierno y las formas despóticas de ejercer el poder.
La huelga fue un éxito, a pesar del empeño del gobierno en hacerla fracasar, y también su gestión y resultados. González guardó en el cajón el llamado “plan de empleo juvenil”, algo que, conociendo la soberbia del personaje, hizo obligado por la conmoción del 14-D. En febrero de 1989 el parlamento aprobó una ampliación de los PGE de 200.000 millones de pesetas para mejoras sociales reivindicadas en la huelga. Y en 1990 se alcanzaron acuerdos entre los sindicatos y el gobierno en relación al giro social demandado, la creación de las pensiones no contributivas, la revisión salarial de los empleados públicos y el control sindical de la contratación. Importantes frutos de la movilización y de una estrategia sindical unitaria, a la ofensiva y con alternativas muy elaboradas (Propuesta Sindical Prioritaria).
Pero la percepción del tiempo es engañosa. A veces, en el plano personal, hechos de hace 25 años parece que fueron ayer. Y otros, en el plano político, como la Huelga General del 14-D, parecen que fue hace un siglo. Sobre todo si se compara con la situación actual de los sindicatos y de las clases trabajadoras. La pregunta es ¿qué ha pasado para llegar a esta situación? No se trata de mirar con nostalgia un pasado, que no volverá, y en el que todos éramos más jóvenes y entusiastas. Se trata de tomar conciencia del poder democrático que podemos llegar a tener los trabajadores y de analizar las causas del deterioro sufrido para sacar lecciones de futuro. Veamos.
Los ecos del 14-D duraron cinco años más y otras dos huelgas generales reflejaron la capacidad de respuesta del sindicalismo. Pero hubo un momento de inflexión en 1994, con motivo de la huelga general contra la reforma laboral del gobierno del PSOE. La huelga fue también poderosa, pero no tuvo continuidad la presión porque un sector de CCOO, reticente a la huelga, apostó por dejarlo todo a la negociación de los convenios. La estrategia fracasó, no detuvo la desregulación laboral, pero inauguró una política de buena vecindad con los últimos y peores gobiernos de González (GAL, Filesa, etc.). Debidamente alentada la división interna en CCOO, culminaría en 1996, con la destitución de Marcelino Camacho de la presidencia del sindicato y otras purgas. Por otro lado, el gobierno dejó caer la cooperativa de viviendas PSV para llevarse por delante la dirección más competente que ha tenido UGT, encabezada por Nicolás Redondo. Desaparecieron así la mayoría de las direcciones sindicales que organizaron el 14-D y un lento desmontaje del poder real y del prestigio de los sindicatos. Aznar, a partir de 1996, se encontró el regalo de la firma de múltiples acuerdos con los sindicatos sobre reforma de pensiones, reforma laboral, formación continua, etc… en pleno proceso de ajustes para cumplir los criterios de convergencia de Maastricht.
A partir de aquí empezó la cuesta abajo que ha llevado a que hoy los sindicatos sean una de las instituciones peor valoradas y con un prestigio bajo mínimos: menos del 30% apoya su labor . Una cosa aparentemente tan tonta como la evolución de las secciones de los periódicos refleja la devaluación de su papel. Antes existía una sección y unos periodistas de laboral, después fueron de economía, ahora se llama de empresa y bolsa. Es una metáfora de la pérdida de peso de los trabajadores en la vida económica y política del país.
Se podrá decir que hay campañas antisindicales permanentes. Por supuesto. A veces, como ahora, de forma frontal y burda; otras de forma más inteligente, intentando dividirlos, integrarlos en el sistema con el fin de domesticarles y desprestigiarlos, arruinando a dirigentes a base de halagos, etc. Pero también hay deméritos propios. Como una estrategia sindical equivocada, basada en la llamada concertación social, desde posiciones de debilidad, y que ha supuesto un retroceso continuo en los derechos laborales. Una persecución de las posiciones críticas, reduciendo la pluralidad y desperdiciando fuerzas. Un alejamiento de las bases consecuencia de lo anterior. Una burocratización y una dependencia cada vez mayor de los fondos de formación y otras subvenciones. Y con la institucionalización comienza la enfermedad de los sindicatos que ahora está brotando.
También se ha dado una imagen pésima con las actuaciones de determinados dirigentes. Después de Marcelino Camacho, gran dirigente sindical y de una honestidad a prueba de vanidades, qué mala suerte ha tenido CCOO con sus ex-secretarios generales. Les faltó tiempo para irse a Caja Madrid, de diputado del PSOE (partido de un gobierno al que se la habían hecho cuatro huelgas generales) o a presentar las memorias de Aznar, que ya hay que tener estómago. En estos casos, lo importante no es que se vayan, sino cómo se van: estas cosas desprestigian al sindicato y se paga en afiliados.
Así las cosas, se trata de ver cómo los trabajadores recuperan y fortalecen un sindicalismo de clase y democrático y una relación de fuerzas más favorable, cuando caen chuzos de punta sobre ellos. No se trata de añorar aquellos sindicatos del 88, pero hay una realidad incontestable: si se tuviera su fuerza, hoy el gobierno de Rajoy no aprobaría la brutal reforma de pensiones o tendría que enfrentarse a una dura confrontación. La salpicadura del caso de los EREs a los sindicatos mayoritarios y el escándalo en el uso de dinero público por algunos dirigentes de UGT de Andalucía es grave. Pero mucho más la incapacidad sindical para dar respuesta al atraco a las pensiones que va a perpetrar el gobierno del PP. Y que lo hará sin encontrar resistencia sindical: no se ha convocado una huelga general y las manifestaciones del 23-N, que estaban siendo organizadas por el movimiento de Mareas Ciudadanas y a las que se han sumado, no son suficiente para parar el golpe. La inacción también hace responsables.
La palabra sindicato está enferma. Los trabajadores tendrán que volver a redescubrir la utilidad del sindicato para enfrentarse a la fuerza del capital, como tendría que inventarse de nuevo el paraguas en tiempos de lluvia. Porque es mucho peor un mundo, un país y un mercado de trabajo sin sindicatos. El buen ejemplo de la huelga de limpieza de Madrid demuestra su necesidad.
Los mediterráneos sindicales que funcionan ya están descubiertos: la asamblea y la participación de los trabajadores, la ideología y la firmeza, la unidad de acción sindical, el respeto a la pluralidad interna, la política de alianzas, el carácter sociopolítico o lo que es igual: no ser indiferente a lo que suceda en el plano político y desde la autonomía contribuir a mejorarlo con un afán emancipatorio.
Estar con la gente, ser transparentes, dar la cara, asumir los errores cuando los haya, elegir como dirigentes a los más capaces y honestos, y vigilarles como si fueran ladrones, que decían los clásicos. No son tiempos para que la clase obrera vaya al paraíso. La única forma de superar la enfermedad es no interiorizar la derrota y comenzar un largo camino para regenerar el sindicalismo de clase.
Publicado en cuartopoder.es
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