Están todos los rincones de España plagados de bidones que desbordan malestar ciudadano (parados, funcionarios, pensionistas, autónomos…) a la espera de que una cerilla prenda la mecha de la sublevación social contra los recortes del Gobierno. Como dijo Cayo Lara, hay “gasolina por las calles”. Las cerillas están en las aulas y, ateniéndose a los precedentes históricos, es más que probable que en septiembre se enciendan en los centros escolares, tanto en los universitarios como en los de educación secundaria.
Con la aplicación de los recortes en educación se cerrará un círculo que sólo deja indemnes a los más ricos. Afectan a los estudiantes, pero también a los profesores, al personal no docente y a los padres de toda condición, que a la vuelta del verano más triste tendrán que hacer encaje de bolillos para cuadrar sus economías domésticas, sobre las que se cierne un otoño más caro que nunca.
En septiembre coincidirán la subida de las tasas universitarias (hasta el 66%), de la educación concertada no obligatoria (hasta el 100%) y del IVA (pasará del 4 al 21% para el material escolar); el recorte o supresión de las becas de comedor y hasta el cobro por llevar tartera, la restricción de las becas y las reformas que suponen más obstáculos para los estudiantes y menos apoyo educativo. Expertos del sector calculan que los recortes presupuestarios implicarán el despido, o la no renovación, de 40.000 profesores interinos, según los datos que maneja el PSOE.
De todo eso se ha hablado, y mucho, en las aulas y en los pasillos porque no está afectado uno u otro, sino todos los sectores implicados en el sistema educativo. “Se atisba un otoño como no hemos visto”, pronostica un exalto cargo del Ministerio de Educación, que no puede evitar evocar el recuerdo del cojo Manteca, un compendio de desencanto y violencia en el cuerpo mutilado de un vagabundo que ni siquiera era estudiante, pero que en 1987 acabó con la trayectoria política de José María Maravall.
Los recortes penalizan claramente a las capas sociales más bajas, al socaire de una ideología que pretende volver a la Universidad elitista con la excusa de que en España hay demasiados universitarios. Si la Universidad se reserva para los genios y los ricos, se excluye a los que tienen talentos normales y recursos económicos normales; es decir, a la gran mayoría que constituye la argamasa de un país. El propósito recaudatorio de la subida de tasas es evidente porque aumentan más no en aquellas Facultades que tienen más demanda, sino en las que tienen más alumnos; y, al mismo tiempo, aunque se mantienen las becas de carácter general, se endurecen los requisitos de acceso y se recortan las complementarias. El truco con las becas es evidente: siendo desde 2005 un derecho para todos los que están dentro de unos determinados umbrales económicos, elevar las exigencias académicas es la forma de evitar que se dispare el gasto porque el empobrecimiento de las familias aumentará el número de quienes tienen derecho objetivo a esas ayudas.
En la práctica se acentuará el mal llamado “fracaso escolar” porque el requisito de devolver el importe de la beca para quienes no alcancen los umbrales académicos exigidos penaliza también a las familias más humildes, las que tienen mayor aversión al riesgo de tener que devolver un dinero del que carecen. No hay fracaso escolar –expresión que no se utiliza en los países de nuestro entorno-, sino fracaso del sistema educativo. Lo que hay es abandono, y a más obstáculos y menos apoyos, el abandono aumentará. También abonará ese aumento la renuncia a fortalecer la educación entre cero y tres años, porque está demostrado que cuanto más temprana y mejor es la educación primaria, menor es el índice de repetidores en secundaria, de modo que habrá un importante “efecto retardo” que no se visualizará hasta dentro de una o dos décadas, cuando el mal ya será irreparable.
Si hay una vacuna contra el fracaso escolar, esa la educación infantil.
Para promover el desestimiento en el acceso a la Universidad, la educación secundaria se ha convertido en una carrera de obstáculos. La reforma impulsada por José Ignacio Wert retrotrae la educación española a 1970, cuando la ley Villar Palasí suprimió las reválidas en el Bachillerato. El dilema que subyace en los planteamientos del Ministerio de Educación es claro: no dejar atrás a nadie o dejar que se queden por el camino “los que no valen”. Y la apuesta se ha hecho por la segunda opción, mucho más barata en términos económicos inmediatos, ignorando –o teniendo muy presente- que la educación es el mejor y más rápido ascensor social.
Si se echa la vista atrás, unos pocos datos resultan suficientemente esclarecedores. En 1978, año en el que se aprobó la Constitución, el 25% de la población de España era analfabeta o sin estudios primarios y el 57% sólo tenía estudios primarios. Casi un siglo antes, en 1900, sólo el 5% de la población de Finlandia era analfabeta.
De igual forma que una sociedad que retira el apoyo a sus mayores y a los más débiles pierde su dignidad, un país que retira el apoyo a los más jóvenes emprende el camino del suicidio colectivo.
Publicado en elconfidencial.com
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