La “libertad de elección de centro” es un trampantojo
Pelear por las palabras fundamentales por las que se rige la sociedad
-y el sistema educativo que la representa- seguirá siendo la gran pelea de esta
Legislatura.
Ni la Cumbre del Clima, ni el
Informe Pisa -cuyos últimos datos se conocerán mañana sin que nos aclaren ya
más de lo que sabemos sobre los grandes problemas estructurales del sistema
educativo español- debieran distraernos por muy importantes que sean. Las
reacciones que ha despertado en muchos medios la interpretación que hizo en el
Congreso de Colegios Católicos la ministra Isabel Celáa a propósito de la
“libertad de elección de centro” son muy relevantes. Es evidente que se trata
de una reacción previsora ante lo que los beneficiados por las maneras más
conservadora de la educación española tratan de preservar. Para algunos, además,
es un preanuncio de la belicosidad que los sectores de la enseñanza privada
-católica en su gran mayoría- desarrollarán ante la limitación que pudiera
tener el negocio educativo, por más que no sea “sostenible” y aunque los
metadatos de PISA –que Pepe Saturnino conoce bien- muestren la frivolidad de
los partidarios de este artilugio conceptual.
Para quienes, en cambio, no estén
en disposición de sacar partido utilitario a esa “libertad de elección” tan
pregonada, no deja de ser un insulto como argumento organizador del sistema
educativo. Es el mismo pretexto de siempre, desde que en 1857 se inició la
generalización de la educación española. Desde entonces, y con gravísimos
acontecimientos liberticidas por medio, aprovechados para fortalecer
incesantemente al sector privado de la educación en detrimento de una educación
pública consistente, igual para todos y sin segregaciones de ningún género. No ha
habido ley ni decreto significativo que no fuera aprovechado para fortalecer
una interpretación de esa “libertad” de modo parcial y a conveniencia, dejando
fuera libertades como la de conocimiento y de cátedra, y excluyendo también a
la mayoría de la población. Si el Conde Romanones -el segundo ministro en la
historia de la Educación española- se aburría discutiendo con el doctrinario
sector liberal ultramontano del
Congreso, preguntándole a comienzos del siglo XX para qué querían esa “libertad”
cuando eran enemigos de todas las libertades -y no lo entendía como no fuese
para mejorar sus negocios-, desde el Fuero
de los Españoles franquista hasta la LGE de 1970 no cesaron de impulsar ese
motor de múltiples políticas educativas muñidoras del presupuesto. Todos los
ministros -no por casualidad muy católicos- le fueron favorables, y al inicio de
la Restauración democrática, la LOECE de 1980 -con buena parte de la UCD al
frente-, también.
El Liberalismo (J. Rawls)
Algo más prudente, la CE78 había
tratado de conciliar equilibradamente en el artículo 27.1 -genéricamente- las
dos cuestiones que habían estado siempre en disputa: la “universalidad” y la “libertad”,
para, a continuación, hablar de otras libertades a respetar, pero nada más. Ha
sido la doctrina conservadora posterior –no solo desde el Gobierno central sino
sobre todo desde las Comunidades autónomas- la que de nuevo ha querido torcer
deliberadamente la interpretación del segundo constructo hacia las maneras que
-salvo en la II República- habían logrado imponer en detrimento de la
“universalidad” que solo la enseñanza pública puede garantizar. A la altura de 2019, no puede ser que casi todas
las leyes que han venido desde la Transición -la LODE de 1985 es todo un
paradigma- hayan facilitado más las cosas al desarrollo de la privatización de
la enseñanza a cuenta de la enseñanza pública, su presupuesto y sus
beneficiarios. Y no puede ser tampoco que, en nombre de una supuesta Verdad
absoluta -de la que una determinada confesión religiosa se ve como
representante- se quieran detraer cada vez más recursos del erario. Nadie
entiende, salvo prejuicio manifiesto, que la “calidad educativa” consista en
algo tan privado como la libertad de conciencia y de confesionalidad.
Por mucho que lo pregone quien lo
pregone, y por mucho que esa doctrina tenga muchos voceros que se hacen eco de
sí mismos, debieran, al menos, tener algún sentido de la justicia en
democracia. Lean, por ejemplo, a John Rawls hablando no de comunismo, de
socialdemocracia ni de ideas radicales, sino tan solo de liberalismo (El Liberalismo. Crítica2019). El
acreditado profesor de Harvard se pregunta por los meros fundamentos de la
tolerancia indispensable en cualquier sociedad libre: “¿Cómo es posible la
existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e
iguales, que no dejan de sestar profundamente divididos por doctrinas
religiosas, filosóficas y morales razonables?” Esa es la cuestión central de
esa disputa interminable que no cesa en nuestro país desde que de educación se
empezó a hablar en la Constitución de 1812, y que Blanco White ya describió
desde su exilio en Londres. Según el liberalismo político -otra cosa es el
neoliberalismo cerril-, las luchas más enconadas se libran por supuestas
justificaciones elevadas, como la religión u otras concepciones del mundo y del
bien. Pero por encima de ello, también predica que solo una sociedad de
ciudadanos libres e iguales consigue cooperar justamente entre sí. Y esa
colaboración solo es posible en términos de equidad, cuando los derechos y
libertades básicos de todos los ciudadanos pueden ser satisfechos sin
privilegios de unos pocos.
Los datos son tercos. Si los
recursos disponibles son escasos -y siempre lo son-, no puede ser que la
satisfacción de unos pocos se haga a cuenta de todos los demás, como si no
existieran. El ejemplo más desalentador lo ofrece la posición del PP desde 2015
-con Méndez de Vigo en el Ministerio para proteger la LOMCE (2013) de sus más
descarnadas desigualdades- propugnando un “acuerdo educativo” en que ninguna de
las cuestiones primordiales, como esta de la “libertad de elección” y la “confesionalidad” directa e indirecta que
tiene el sistema para que se fortalezca más, sea abordable, cuando, como
muestran las tendencias contrarias del crecimiento de los colegios privados
católicos frente a la secularización acelerada que lleva esta sociedad, no
muestran razón de peso para ello. Antonio
Viñao aborda complementariamente estos asuntos en uno de sus artículos últimos
sobre ”Educación, Jueces y Constitución”, en que aborda especialmente lo acontecido hasta ahora en torno a la
“educación separada por sexos”. Madrid es, por estos motivos de lo que Bourdieu
llamaba “distinción”, la Comunidad en que el estudiantado matriculado en la privada
y concertada ya alcanza el 45% , estadística que en España alcanza al 33%. Si el objetivo es
que esta red de enseñanza crezca más todavía y que la Pública desaparezca -o
que tenga un papel muy subsidiario-, mal va el “ideario” liberal que se está promoviendo.
Ni es justo ni contribuye a que la democracia se fortalezca, en un mundo en que la uberización también
crece y la desafección va camino de ser la norma de subsistencia
individualizada.
Goya, testigo
En la magnífica exposición de los
dibujos de Goya que el Museo del Prado ha abierto hasta el 10 de febrero,
pueden admirarse algunos de los elementos centrales de esta perversión
instituida. Son especialmente relevantes las 120 hojas de su Cuaderno C, de que es dueño el propio
Museo. Muchas de ellas documentan lo que Goya advirtió como cáncer de la
violenta época que le tocó vivir antes de 1828. Las que de fondo critican la
predominancia de criterios culturales excluyentes, son todavía de certera
actualidad: “Por ser liberal”, “No haber escrito para tontos”, “Por mover la
lengua de otro modo, “por descubrir el movimiento de la Tierra”… “¡Qué necedad
darles destino en la niñez”.
Antes de seguir embarrando el complicado
panorama educativo, a base de opinar tan descaradamente como suelen los
partidarios de una “calidad” basada en el ejercicio privilegiado que una “selecta”
clase social pueda hacer de la “libertad de elección de centro”, en detrimento
del 67% de los hijos del resto de la población, podría exigírseles una pausa
reflexiva ante esos dibujos de Goya: tal vez se movieran a atricción, sino a
contrición, por sus descarnados pecados contra la verdad y la justicia que
suelen proferir con laxa restricción mental.
Esa breve meditación también puede valer si se hace ante las 36 aguadas
que El Roto ha logrado situar como glosa actualizadora en el Claustro de los
Jerónimos, justo encima de las salas A y B del Prado. No es que no se pueda mirar –como se titula este
conjunto satírico-, sino que se debe mirar. ¡Enhorabuena al Andrés Rábago
actual, antiguo OPS y, ahora El Roto!
Manuel Menor Currás
Madrid, 02.12.2019.
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