Doctrinarios y
demócratas compartieron poco. Los hubo, además, caciques, sin pensamiento propio para decir lo que
piensan y pensar lo que dicen.
La presidenta madrileña acaba de repetir su hipótesis de que muy pronto será posible un ministro etarra en Hacienda.
También, barbaridades para exorcizar a sus oponentes de las gamas de comunismo con que, aconsejada por sus expertos, adorna sus
peroratas. No se corta, sin embargo, al asignar en los Presupuestos 300.000 euros para el sostenimiento de servicios religiosos en residencias
públicas de la región que gobierna, como parte de las subvenciones que van a
las mismas manos entre otras partidas que ascienden a 4.100.473 euros
anuales. Más allá del adolescente truco
sofista de crear adversarios para dogmatizar a gusto, este gesto de Isabel Díaz
Ayuso demuestra la amplitud de “aconfesionalidad” -¿católica?- que exhibe con
el dinero publico. Contrasta con los 196.788 euros que reciben conjuntamente,
por similares motivos, la Comunidad Judía, las Comunidades Islámicas y los
Evangélicos.
¿Neutralidad?
La supuesta neutralidad confesional que exhibe esta parcela
autonómica ilumina bien, además, lo nula
que es en otras del gasto estatal continuado desde 185 y confirmado desde los
Acuerdos de 1977-79. No solo por las proporciones del reparto económico que
merezcan unos u otros creyentes, sino además por lo colonizado que aparece el propio Estado en la gestión de
estos recursos al no haber garantía de que sean empleados por sus receptores
sin interferir con el bien común. La
Iglesia y las otras confesiones -en menor medida, por recibir menos- los
administran como si les correspondieran per
se, indefinida y crecientemente, sin responsabilidad pública, compitiendo
por el poder simbólico entre sí, no por la pax
religiosa. Esa parte de los Presupuestos públicos sigue siendo empleada,
sin mencionar su origen, sobre todo en provecho propio, a la búsqueda de que su
ideología o credo particular destaque sobre sus competidoras. Al publicitarse
en las ondas, en medios impresos, redes sociales y programas televisivos –amén
de lo que pregonen en sus lugares de culto-, persiguen la misma parcialidad de
las antiguas guerras de religión: imponer en exclusiva -como cualquier monopolio
capitalista- su presencia en los espacios y tiempos sociales. Y como cualquier otro lobby empresarial, tratan de lograr más recursos y oportunidades
para posicionarse en el mercado simbólico de bienes culturales.
Especialmente publicitarias son las prestaciones que estas
instituciones hacen en atención social,
el aspecto supuestamente más volcado en la gente común. Los pobres siempre han
sido fuente de prestigio –y de recursos-
ante los demás, como estudió Robert Castel, pero también reflejan la
calidad de toda política social. Desde
el Bajo Imperio Romano el evergetismo que todo rico debía practicar si quería
tener éxito –como ha estudiado Peter Brown- acompañó el triunfo de la Iglesia en el siglo IV.
Transmutado en “caridad”, el prestigio que confería a quienes detraían parte de
sus recursos para ayudar al “pueblo” pasó a servir de propaganda a los
eclesiásticos. Y al democratizarse los derechos políticos, sociales y
laborales, las confesiones religiosas –también la católica- han preferido
sostener estilos de ese pasado, poco o nada coincidentes con las
reivindicaciones obreristas que, en el siglo XIX, hicieron de la pobreza fuera
la “cuestión social”. La intermediación a la que la Iglesia se apuntó entonces
–como dejó bien claro León XIII en la Rerum novarum, en 1891- fue la de
la caridad -y no la del derecho en justicia-
como paternalista alianza para aliviar algunos excesos.
Esa doctrina contribuyó más a confirmar que había problemas que a
reclamar sus soluciones. En los 30 años siguientes a la Segunda Guerra Mundial,
mientras el Estado de Bienestar se desarrollaba en los países de la UE, en
España esa doctrina de la Iglesia tuvo como referente, entre otros, el Centro de Estudios Sociales de la abadía
del Valle de los Caídos, creado en 1958 “como plasmación de la idea de
reconciliación y de superación de la guerra”. En la Web de este todavía se puede leer cómo nació para estudiarla y difundirla “como garante de la paz y de la justicia
social en España”, y cómo se ocupó “del análisis de los problemas sociales que
habían sido la causa más frecuente de las alteraciones registradas en la
convivencia dentro de la sociedad española y que habrían tenido su último
reflejo en la contienda civil. Al mismo tiempo, el Centro debería contribuir a
la elaboración de los criterios inspiradores de las nuevas estructuras
socio-económicas que impulsaran la participación y la justicia sociales”. A
nadie se le escapa que ese importante aparato sociológico nunca analizó
seriamente, ni menos trató de cambiar, el régimen político. Como
mucho, dibujó algunos problemas nuevos que traía la relativa liberalización
desarrollista de los años sesenta.
Desde la exclusiva doctrinal que tuvieron, es significativo que la
Conferencia Episcopal solo emplee en el sostenimiento operativo de Cáritas el 2,12% de lo que percibe
del Estado a través del IRPF (21 millones de Euros), una cantidad bastante menor que los 82 millones que asigna, por ejemplo, a 13TV y COPE, sus medios publicitarios por
excelencia. Lo es igualmente, que sus limosnas, estipendios de culto y este
dinero no pasen ninguna auditoría –y solo muy de puntillas por el Tribunal de Cuentas- pese a ser en buena medida dinero público,
mientras publicita una repercusión “muy rentable” de sus actividades en la vida pública. Todo concuerda, sin
embargo, con la sempiterna obsesión eclesiástica que, a diferencia del
primer cristianismo, muestra por tener amplio patrimonio. Ese fervor
capitalista, tan visible en el celo
último de clérigos y obispos en registrar propiedades, hará que los fautores de
la desamortización decimonónica se inquieten en sus sepulcros. Menos lo
entienden quienes, para visitar
edificios emblemáticos como la Mezquita de Córdoba, museos y catedrales,
han de pagar entrada y aguantar a determinados guías como si de una catequesis
se tratara. El visitante suele salir
demasiadas veces de estas visitas con la impresión de que ese patrimonio no es
de quienes con sus impuestos han pagado su restauración y conservación, pero además
enseñado de que Iglesia S.A. siempre aspira a gestionar más recursos: nunca le es suficiente.
El esquema
A muchos resultará asombroso todo esto y, como en lo sucedido con
la compañía bananera que colonizaba el Macondo de García Márquez, “radicalmente
contrario a lo que los historiadores hayan admitido y consagrado en los libros
de texto”. Pero, en el fondo y en la forma, lo presupuestado para atención
religiosa en residencias públicas por Isabel Díaz Ayuso, reitera ese esquema de
actuación inter pares, que se refleja
igualmente en capítulos más sustantivos como Sanidad o Educación. Cuando creó la “Dirección General de Educación Concertada, Becas y Ayudas” tenía que
saber que había en la Inspección educativa reiteradas quejas de diversas
organizaciones respecto al trato privilegiado que se venía proporcionando a los
Colegios concertados, incluidos pagos extras que exigían por sus servicios.
Tampoco pudo ignorar que la gran mayoría de esos colegios pertenecen a la caritativa Iglesia S.A, gestionados por sus
congregaciones o comunidades pastorales. En continuidad con otros anteriores,
un informe de mayo de 2019 (de CICAE y
de la FAPA Giner de los Ríos) muestra las prácticas comerciales del 90% de
estos colegios: "Esto no es una fundación ni una orden
católica, es una SL (Sociedad Limitada)"; "es el proyecto educativo
de este colegio; si no, hay colegios públicos a los que se puede ir” que no
ofrecen complementos escolares. Los precios que
exigen contradicen las normas reglamentarias de los conciertos, y las razones
que alegan contravienen lo que predican cuando hablan de caridad o cuando –en
el plano propiamente empresarial- dicen que la enseñanza privada es más barata
que la pública. Sí explican las quejas de madres y padres cuando advierten que
“la libertad de elección de centro” está al alcance de muy pocos y que segrega.
Este informe está completo en este enlace.
A la señora Díaz-Ayuso
puede que todo le dé igual, porque lo único que la satisfaga sea que hablen lo que sea, pero que hablen. De todos modos, antes de meterse en más
jardines, debiera aclararse con su “liberalismo”, la doctrina bajo la que
pretende guarecerse contra sus propias alucinaciones. Si en vez de hablar de
oídas leyera a Adam Smith o a John Rawls, entendería que no es liberal quien no rige sus actos por la
igualdad de normas para todos, con idéntico conjunto de derechos y deberes. Si
no se compromete con esa igualdad, por mucho que perore –y los medios repitan
sus fantasías-, su parcialidad en el cargo seguirá siendo antiliberal. La cooperación a que debe animar
–para solucionar problemas y no para crearlos-
será imposible mientras excluya a bastante más de la mitad de sus
gobernados. Por mucho que se escude en un supuesto liberalismo, habrá de
admitir que ha sido puesta ahí para administrar favores y privilegios, como
cualquier cacique de los que pululaban entre Los amigos políticos en la Restauración decimonónica. Hace 2055 años, Cicerón denunció a un personaje
eminente como Catilina por abusar de la paciencia de sus conciudadanos. Las
sentencias de esta presidenta, ridículas
hojas de parra incapaces de ocultar maneras vergonzantes, están llevando a los
madrileños a similar fase de hartazgo.
Manuel Menor Currás
Madrid, 26.12.2019
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