Todavía existen los indecisos
Los debates mueven, pero hay servidumbres –de apariencia natural, y
siempre de raíz educativa- que restan fuerza a la representación política.
No hay
garantía, y menos después de unas vacaciones, de que los tan zarandeados debates
preelectorales hayan rebajado ese 41,6% de “indecisos” que dicen las encuestas.
Es un género de variadísima especie -muchas veces estructural-, al que
la vagancia y el desencanto no dejan de proporcionar motivos que los fichajes políticos
de última hornada no hacen sino aumentar. Para la racionalidad democrática, es recomendable,
por tanto, aislar el ruido mediático para decidir si votar o no y, resuelta esa
disyuntiva, qué formación pueda ser merecedora de nuestra papeleta aunque nos
cueste.
Indecisos
Salir
del espacio de indecisos –ambiguo pero cómodo para responder a inquisidores demoscópicos-
requiere descartar la indiferencia. Conscientes de ella, nuestros partidos se
dedican a misionarnos con rigores
pedagógicos que recuerdan los Ejercicios
espirituales ignacianos. Al miedo que –en múltiples alusiones- nos imbuyen
con el voto útil y otros señuelos, ahí está la felicidad que nos darán si les
votamos. Algunos, con garantías de bienaventuranza, si nos ceñimos a los
esencialismos de una España a reconquistar, han heredado a quienes controlaron
la teología política. Otros y otras, desconfian o no se atienen al cartesiano
pienso luego existo: desconectados de cuanto no pasa por sus meninges selectas,
no saben si, diciendo sí o no (con el voto, se entiende), el sí es sí o el no
es no todo el rato, cuando los suyos gobiernen. Y, entretanto, los más se
abonan al fino cálculo en que el lenguaje político queda sometido a la lógica
de la economía imperante y, por tanto, al subterfugio y medias verdades en
las palabras más preciadas. Analícese el doble debate preelectoral de los
cuatro candidatos -¿o eran cinco?- que han tratado de dirimir el panorama
incierto del día 28A, y se verá que –prescindiendo de las preceptivas loas que
cada cual haya suscitado entre los suyos- han dejado sumida a la audiencia en un
mar de los Sargazos, plagado de trifulcas inanes y superficialidad en asuntos que nos importan
mucho.
Derechos Humanos
Fuente
de inspiración distinta puede constituirla, para una parte de la población
indecisa, el mensaje que, el pasado Viernes Santo, flotó en la Plaza Mayor de
Valladolid. En medio de un ritual de tradiciones mayormente nacionalcatólicas,
que –con la presencia de autoridades políticas en ejercicio- se daban la mano
con un supuesto aconfesionalismo constitucional, el sermón de las Siete palabras
del cardenal Osoro, exhortando a una “revolución” que “no fuera de pandereta”,
planteaba a quien quisiera oírle, independientemente de que fuera creyente, “rebelarse contra la cultura de lo provisional”,
para “comprometerse muy especialmente por los más débiles e indefensos”. Los
términos “perdón”, “reconciliación” y “misericordia” sobrevolaron –genéricos-
la renacentista plaza para “apelar a la solidaridad que nos ayuda a ver al
otro, ya sea persona, pueblo o nación, no como un instrumento cualquiera para
explotar, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante”. Sin duda,
repetía la idea de León XIII en la Rerum novarum, en 1891, en cuanto a la
tranquilizadora aceptación ordenada de algún alivio reformista para la inaplazable “cuestión social”, mediante la instrumentación
de la Caridad católica. En esa onda, Osoro
adoptó el eslogan político de Obama en 2008 para proclamar que “hacer un mundo
distinto no es un sueño irrealizable. Es posible”, tras lo cual mencionó las
“profundas heridas que tiene el mundo y que no sabe cómo curarlas”: las
“enfermedades sociales, la pobreza, la exclusión, el descarte, las nuevas
esclavitudes”; y también, como de paso –en alusión a cuestiones innominadas-, ”el
relativismo que hiere a la persona, también la indiferencia”. Supuestamente
-como León XIII- él sí dijo cómo arreglar esos problemas y habló de “trabajo
digno”, de “un mundo de hombres y mujeres sin cadenas, libres, sin yugos, que
compartan el pan con los demás, que alberguen a los que están sin casa, que
curan, que nunca abandonan a sus semejantes”. Incluso habló de “defensa de los
derechos humanos” y de una economía “que
se preocupe de las personas”…
Esta
glosa de la Pasión de Jesús admite muchas lecturas, y más al haber sido
pronunciada a nueve días de unas elecciones generales y haciendo salvedad de lo proclamado por otros diocesanos. Huyendo de contextos explícitos,
los jerarcas de la Iglesia suelen revestir sus mensajes confesionales de
actitudes políticas -y viceversa- tratando siempre de mantener una elástica
ambigüedad, sobre todo si tratan de ganar consideración. Ni siquiera en
momentos de dura pugna con opositores políticos o de claro apoyo a asuntos muy conflictivos
-como da a entender la Carta favorable a los golpistas de 1937-, abandonan
el tono etéreo y enigmáticamente neutral, en que lo divino juega a sobrevolar
lo humano, con una plasticidad tan consubstanciada con la terrenalidad que la
teórica indefinición política de sus campañas casi nunca se ha decantado fuera del modo conservador e integrista. Ahí
están, para documentarlo, los escritos que muchos obispos publicaron en sus Boletines Diocesanos cuando la muerte de Franco, o los libros de texto que han tenido vigencia para las clases de
Religión en los centros escolares.
No
consta retractación alguna y sí la indecisión de muchos creyentes. Seguramente
porque sermones como el de Osoro el pasado día 19, les requieren ser leídos
entre líneas y prevenidos contra el paternalismo omnisciente de estos mensajes.
De otra parte, si el Evangelio insistió en que “POR SUS FRUTOS LOS CONOCERÉIS“
(Lc. 6, 43 y Mt. 7,16), el análisis textual de ese tono de preocupación,
de apariencia novedosa, les muestra que, al no entrar en causas concretas de la
miseria –como ya previno Helder Cámara (1909-1999) en
su pugna con la dictadura braileña-, no sobrepasan lo evanescente. No les hace falta acordarse de la larga
historia de privilegios eclesiásticos para pregúntense, sin mas, por qué la aludida Declaración Universal de Derechos Humanos,
adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de
1948, todavía no haya sido refrendada por el Vaticano, como ha estudiado Juan José Castillo.
Sin servidumbres
Bienvenidos
sean los obispos, en todo caso, a defender en público esa Declaración. Siempre que no se arroguen la exclusividad ni el ser
indispensables para arreglar los problemas que subyacen a ella, en la larga
tarea humanitaria –casi siempre conflictiva-, hacen falta muchas manos amplio para
proyectar calidad y calidez humana. De
todos modos, después de casi dos mil años justificándose con la Caridad, no estaría mal la “conversión” de
la Iglesia a las “obras” que exige Mt. 7, 16. En definitiva, como decía Robert Castel, la atención a la pobreza,
para erradicar sus porqués, es el mejor indicador de calidad política. En vísperas de elecciones, si renunciaran a los Acuerdos firmados por el Vaticano entre
1976 y 1979, darían un gran ejemplo. Desharían una de las servidumbres mayores
a que está sometido el Estado español, esa carga para los presupuestos públicos
en cuestiones de creencia privada y que apenas alcanza a los pobres, como expresan los ingresos y gastos de Cáritas, la más
social de las instituciones de la Iglesia en España. Y ya metidos a “comprometerse con los débiles
e indefensos”, ¿por qué no se proponen sacar la catequesis privilegiada de la Religión delcurrículum escolar? ¿Por qué no cesar, además, en esa defensa cerrada
de colegios concertados y universidades
privadas? Cuando solo alargan la influencia sociopolítica de la Iglesia como
poder y no como servicio, ¿no segregan a la enseñanza pública de la mayoría? ¿Si como jerarquía católica no defienden a
esta como bien común principal, ¿de qué terra
incognita hablan, cuando de
“reconciliación” y “misericordia” predican a los pobres?
Del
ámbito estricto de los más profundamente indecisos, serán muchos quienes ni se
planteen si lo son: nunca votaron ni es probable que lo hagan algún día. Pero cuantos
de uno u otro modo estén en trance de salir del círculo de la indecisión, tal vez puedan animarse de un breve libro que, como señalaban hace poco Jordi Riba y otros autores, es de
gran interés en momentos de crisis. Étienne de la Boétie escribió La servidumbre voluntaria en 1548 contra
el absolutismo y le valió la amistad de Montaigne al traer a primer plano un
problema central de la filosofía política, la emancipación humana. La
“servidumbre voluntaria” –con sus motivaciones de intereses, costumbre, hábitos
y educación recibida- es clave para entender retrocesos o estancamientos que
pueda tener la democracia y, en
situaciones tan agónicas como la actual, está entre los motivos de quienes
optan por la sumisión a los poderes dominadores de siempre como si de algo
natural e inmutable se tratara.
A
todos, no obstante, incluidos quienes tengan muy clara su decisión, será inquietante
constatar persistencias de este cariz en 2019 pese a que -como aseguraba este
autor renacentista- “para tener libertad no hace falta más que desearla” y “no
hay necesidad más que de un simple querer”.
Aun así, es a folletos como este a los que, como indica la escritora
uruguaya Ida Vitale -Premio Cervantes 2018- , merece
la pena volver “como a un amigo al que no vemos a diario”.
Manuel Menor Currás
Madrid, 24.04.2019
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