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jueves, 25 de abril de 2019

Indecisos (Manuel Menor)


Todavía existen los indecisos

Los debates mueven, pero hay servidumbres –de apariencia natural, y siempre de raíz educativa- que restan fuerza a la representación política.

No hay garantía, y menos después de unas vacaciones,  de que los tan zarandeados debates preelectorales  hayan rebajado  ese 41,6% de “indecisos” que dicen las encuestas.  Es un género de variadísima especie -muchas veces estructural-, al que la vagancia y el desencanto no dejan de proporcionar motivos que los fichajes políticos de última hornada no hacen sino aumentar. Para la racionalidad democrática, es recomendable, por tanto, aislar el ruido mediático para decidir si votar o no y, resuelta esa disyuntiva, qué formación pueda ser merecedora de nuestra papeleta aunque nos cueste.

Indecisos
Salir del espacio de indecisos –ambiguo pero cómodo para responder a inquisidores demoscópicos- requiere descartar la indiferencia. Conscientes de ella, nuestros partidos se dedican a misionarnos con rigores pedagógicos que recuerdan los Ejercicios espirituales ignacianos. Al miedo que –en múltiples alusiones- nos imbuyen con el voto útil y otros señuelos, ahí está la felicidad que nos darán si les votamos. Algunos, con garantías de bienaventuranza, si nos ceñimos a los esencialismos de una España a reconquistar, han heredado a quienes controlaron la teología política. Otros y otras, desconfian o no se atienen al cartesiano pienso luego existo: desconectados de cuanto no pasa por sus meninges selectas, no saben si, diciendo sí o no (con el voto, se entiende), el sí es sí o el no es no todo el rato, cuando los suyos gobiernen. Y, entretanto, los más se abonan al fino cálculo en que el lenguaje político queda sometido a la lógica de la economía imperante y, por tanto, al subterfugio y medias verdades en las palabras más preciadas. Analícese el doble debate preelectoral de los cuatro candidatos -¿o eran cinco?- que han tratado de dirimir el panorama incierto del día 28A, y se verá que –prescindiendo de las preceptivas loas que cada cual haya suscitado entre los suyos- han dejado sumida a la audiencia en un mar de los Sargazos, plagado de trifulcas inanes y  superficialidad en asuntos que nos importan mucho.

Derechos Humanos
Fuente de inspiración distinta puede constituirla, para una parte de la población indecisa, el mensaje que, el pasado Viernes Santo, flotó en la Plaza Mayor de Valladolid. En medio de un ritual de tradiciones mayormente nacionalcatólicas, que –con la presencia de autoridades políticas en ejercicio- se daban la mano con un supuesto aconfesionalismo constitucional, el sermón de las Siete palabras del cardenal Osoro, exhortando a una “revolución” que “no fuera de pandereta”, planteaba a quien quisiera oírle, independientemente de que fuera creyente,  “rebelarse contra la cultura de lo provisional”, para “comprometerse muy especialmente por los más débiles e indefensos”. Los términos “perdón”, “reconciliación” y “misericordia” sobrevolaron –genéricos- la renacentista plaza para “apelar a la solidaridad que nos ayuda a ver al otro, ya sea persona, pueblo o nación, no como un instrumento cualquiera para explotar, abandonándolo cuando ya no sirve, sino como un semejante”. Sin duda, repetía la idea  de León XIII en la Rerum novarum, en 1891, en cuanto a la tranquilizadora aceptación ordenada de algún alivio reformista para la inaplazable  “cuestión social”, mediante la instrumentación de la Caridad católica.  En esa onda, Osoro adoptó el eslogan político de Obama en 2008 para proclamar que “hacer un mundo distinto no es un sueño irrealizable. Es posible”, tras lo cual mencionó las “profundas heridas que tiene el mundo y que no sabe cómo curarlas”: las “enfermedades sociales, la pobreza, la exclusión, el descarte, las nuevas esclavitudes”; y también, como de paso –en alusión a cuestiones innominadas-, ”el relativismo que hiere a la persona, también la indiferencia”. Supuestamente -como León XIII- él sí dijo cómo arreglar esos problemas y habló de “trabajo digno”, de “un mundo de hombres y mujeres sin cadenas, libres, sin yugos, que compartan el pan con los demás, que alberguen a los que están sin casa, que curan, que nunca abandonan a sus semejantes”. Incluso habló de “defensa de los derechos humanos”  y de una economía “que se preocupe de las personas”…

Esta glosa de la Pasión de Jesús admite muchas lecturas, y más  al haber sido  pronunciada a nueve días de unas elecciones generales y haciendo salvedad de lo proclamado por otros  diocesanos. Huyendo de contextos explícitos, los jerarcas de la Iglesia suelen revestir sus mensajes confesionales de actitudes políticas -y viceversa- tratando siempre de mantener una elástica ambigüedad, sobre todo si tratan de ganar consideración. Ni siquiera en momentos de dura pugna con opositores políticos o de claro apoyo a asuntos muy conflictivos  -como da a entender la Carta favorable a los golpistas de 1937-, abandonan el tono etéreo y enigmáticamente neutral, en que lo divino juega a sobrevolar lo humano, con una plasticidad tan consubstanciada con la terrenalidad que la teórica indefinición política de sus campañas casi nunca se ha decantado fuera del modo conservador e integrista. Ahí están, para documentarlo, los escritos que muchos obispos publicaron en sus Boletines Diocesanos cuando la muerte de Franco, o los libros de texto que han tenido vigencia para las clases de Religión en los centros escolares. 

No consta retractación alguna y sí la indecisión de muchos creyentes. Seguramente porque sermones como el de Osoro el pasado día 19, les requieren ser leídos entre líneas y prevenidos contra el paternalismo omnisciente de estos mensajes. De otra parte, si el Evangelio insistió en que “POR SUS FRUTOS LOS CONOCERÉIS“ (Lc.  6, 43 y Mt. 7,16),  el análisis textual de ese tono de preocupación, de apariencia novedosa, les muestra que, al no entrar en causas concretas de la miseria –como ya previno Helder Cámara (1909-1999) en su pugna con la dictadura braileña-, no sobrepasan lo evanescente.  No les hace falta acordarse de la larga historia de privilegios eclesiásticos para  pregúntense, sin mas, por qué la aludida Declaración Universal de Derechos Humanos, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 10 de diciembre de 1948, todavía no haya sido refrendada por el Vaticano, como ha estudiado Juan José Castillo. 

Sin servidumbres
Bienvenidos sean los obispos, en todo caso, a defender en público esa Declaración. Siempre que no se arroguen la exclusividad ni el ser indispensables para arreglar los problemas que subyacen a ella, en la larga tarea humanitaria –casi siempre conflictiva-, hacen falta muchas manos amplio para proyectar calidad y calidez humana.  De todos modos, después de casi dos mil años justificándose con  la Caridad, no estaría mal la “conversión” de la Iglesia a las “obras” que exige Mt. 7, 16. En definitiva, como decía Robert Castel, la atención a la pobreza, para erradicar sus porqués, es el mejor indicador de calidad política. En  vísperas de elecciones, si renunciaran a los Acuerdos firmados por el Vaticano entre 1976 y 1979, darían un gran ejemplo. Desharían una de las servidumbres mayores a que está sometido el Estado español, esa carga para los presupuestos públicos en cuestiones de creencia privada y que apenas alcanza a los pobres, como  expresan los ingresos y gastos de Cáritas, la más social de las instituciones de la Iglesia en España.  Y ya metidos a “comprometerse con los débiles e indefensos”, ¿por qué no se proponen sacar la catequesis privilegiada de la Religión delcurrículum escolar? ¿Por qué no cesar, además, en esa defensa cerrada de colegios concertados y universidades privadas? Cuando solo alargan la influencia sociopolítica de la Iglesia como poder y no como servicio, ¿no segregan a la enseñanza pública de la mayoría?  ¿Si como jerarquía católica no defienden a esta como bien común principal, ¿de qué terra incognita hablan, cuando de “reconciliación” y “misericordia” predican a los pobres?

Del ámbito estricto de los más profundamente indecisos, serán muchos quienes ni se planteen si lo son: nunca votaron ni es probable que lo hagan algún día. Pero cuantos de uno u otro modo estén en trance de salir del círculo de la indecisión,  tal vez puedan animarse de un breve  libro que, como señalaban hace poco Jordi Riba y otros autores, es de gran interés en momentos de crisis. Étienne de la Boétie escribió La servidumbre voluntaria en 1548 contra el absolutismo y le valió la amistad de Montaigne al traer a primer plano un problema central de la filosofía política, la emancipación humana. La “servidumbre voluntaria” –con sus motivaciones de intereses, costumbre, hábitos y educación recibida- es clave para entender retrocesos o estancamientos que pueda tener la democracia  y, en situaciones tan agónicas como la actual, está entre los motivos de quienes optan por la sumisión a los poderes dominadores de siempre como si de algo natural e inmutable se tratara.

A todos, no obstante, incluidos quienes tengan muy clara su decisión, será inquietante constatar persistencias de este cariz en 2019 pese a que -como aseguraba este autor renacentista- “para tener libertad no hace falta más que desearla” y “no hay necesidad más que de un simple querer”.  Aun así, es a folletos como este a los que, como indica la escritora uruguaya Ida Vitale -Premio Cervantes 2018- , merece la pena volver “como a un amigo al que no vemos a diario”.

Manuel Menor Currás
Madrid, 24.04.2019

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