La retrospectiva de este
pintor, muy apreciado en Japón, estará en el Palacio de Velázquez del Retiro
(Madrid) hasta el ocho de septiembre.
Autorretrato del otro reúne un
conjunto de 70 pinturas y dibujos del japonés TETSUYA ISHIDA (1973-2005) en una
retrospectiva de gran interés. Es la primera que se le dedica en Europa y
permite entender cómo su producción artística, más bien corta a causa de una
muerte temprana, sigue despertando gran atractivo en las generaciones jóvenes
de su país. Quien visite esta muestra podrá entender los motivos.
Contextos
La mirada de ISHIDA a lo que estaba aconteciendo en el deprimido
Japón de los años 90 tiene inspiraciones múltiples. Las crisis económicas y
políticas de otras latitudes -con guerras relevantes por medio- habían dejado detrás abundantes testimonios
literarios y variadamente gráficos. Relativamente recientes son todavía los
ambientes opresivos que antes de
terminar el siglo XIX había descrito Dostoievski, lo que en el período de
entreguerras habían creado Grosz y
Becket, el Kafka de 1915 o los libros como de Kenzaburo Oé, el Nóbel de 1994.
De todo ello hay ecos en estas obras, como también de películas inmediatamente
posteriores a la II GM. El género Kaiju -cine de monstruos como Gojira
(Godzilla)- había alcanzado un amplio eco popular desde mediados de los
cincuenta. Los daños causados en Hiroshima y Nagasaki habían provocado un
imaginario de miedos y temores profundos de la sociedad japonesa mientras Mc
Arthur intentaba que el protectorado americano
pareciera tolerable.
En la acidez de las imágenes que crea este pintor se integran,
además, ingredientes propios de la
tradición japonesa desde la “era Meiji”, cuando la rápida industrialización se
organizó en torno a las grandes familias feudales anteriores, transformadas en empresas
con que identificarse. Gran familia proveedora de todo, incluido el sentido de
la vida, la fidelidad a la firma, la paciente minuciosidad y disciplina en el
trabajo, venían dadas de atrás, de las tradiciones religiosas y culturales
milenarias. Según la mirada de este pintor, todavía desconocido en España, los
pocos años de crisis a que hacen referencia
estos cuadros fueron algo muy serio.
Textos
El ser humano está presente en todos ellos y, sobre todo, en qué
había ido a parar su razón de existir y los hábitos a que había sido reducido. Mordaz
y muy escéptico, el gesto pictórico de ISHIDA disecciona el mundo circundante
de manera nada condescendiente. Con una técnica hiperrealista, casi fotográfica
en muchas ocasiones, pone delante de nuestros ojos los resultados de la
metamorfosis –tres veces la relaciona explícitamente con el Gregorio Samsa de
Kafka- que ha operado el shock
producido por la crisis de 1991 en los individuos, hibridados a veces en
máquinas. Y presta atención, asimismo, a los procesos desarrollados para que
esa adaptación eficiente se produzca; es decir, a los tratamientos activados
para que el reduccionismo mutante convierta al ser humano en mero instrumento
útil de algo que se le impone. Lo novelado por Orwell, sobre todo en 1984, y los análisis de Foucault -a propósito
de los controles panópticos que tenga el poder-
ayudarán al espectador que visite con calma esta exposición.
De la sociedad global, se reflejan aquí efectos de lo acontecido
desde que, en los setenta, se impuso una economía financiera neoliberal
dispuesta a erradicar del Estado todo resquicio
keynesiano. El contexto japonés de los noventa que preocupa a ISHIDA es el
responsable de la precariedad y cosificación deshumanizada. Aquellos episodios
–de los que las crisis posteriores a 2007 pueden ser vistos desde Europa en
continuidad- dejaron en sus pinceles seres solitarios y perdidos, pura materia
amoldable hasta la nada, domesticable en cubículos mínimos, embalable como un paquete cualquiera y
troceable para funciones como máquina o tornillo en un paisaje desolado. Son
varias, incluso, las pinturas en que aparece la transmutado en objeto o útil
instrumental, absolutamente alienado, encerrado en sí mismo, desorientado y
abrazado a su alienación.
Fordismo total
En la figuración elegida por ISHIDA, esa objetualidad en serie,
amorfa, de diseño fordista renovado por el utilitarismo de las TIC, pero de
nivel humanista cero, aparece muy cultivada desde la infancia la estandarización
del hombre asalariado. Si se asocian cuadros como los titulados Despertar (1998), Prisionero (1999) y Niño
perdido (2004), se puede observar cómo la educación que quiere imponer un atosigante
y manipulador poder globalizado fue
preocupación fuerte del pintor. Para reforzar el miserable estatuto del Salaryman –idealmente consubstanciado
con su empresa, como deja ver en Toyota
ipsum (1996)-, la secuencia de estímulos que seguirán no deja de recordar
ese ideario maquinista a que ha de estar sometido mientras no llegue su fecha
de caducidad. Las imágenes reafirmadoras
de esa sumisa condición aprendida son continuas; pueden ser ejemplos
principales: Repostar comida (1996), Cinta transportadora de personas (1996),
Silla del jefe de departamento en un
edificio abandonado, o Retirado
(1998). Las variaciones consiguientes en las precarias formas de vida y en su sinsentido
ocupan el resto de la exposición. Su título, acompañando la oquedad de una
cabeza mecánica en que se refleja una inocente imagen infantil, pequeña, podría
aludir al afán de búsqueda de sentido con que el pintor haya urgado en la
sinrazón de muchas vidas.
La exposición durará hasta el ocho de septiembre, pero contemplada
en vísperas de elecciones -cuando aproximadamente la mitad de los votantes no
sabe bien qué votar, ni si votará-, la semántica provocada por ISHIDA en
situación similar a la que muchos viven en España, tendrá lecturas
controvertidas. Si inquieta y hace pensar, bienvenida sea. También esa es función
del arte, y el Museo Reina Sofía, patrocinador de esta muestra, bien merece
reconocimiento por ello.
Manuel Menor Currás
Madrid, 14.04.2019
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