Urbanidad, respeto institucional y espacios escolares
El
manoseo y la desregulación impiden casar la libertad e igualdad exigibles en
escuelas y colegios: un problema serio para la convivencia de todos.
En EEUU, después del éxito del MeToo
(“Yo también”), la urbanidad política exige un autocontrol mayor que el que ha
estado vigente. Se puede ver en las dudas de Joe Biden para el liderazgo demócrata, surgidas de acusaciones acerca
del espacio de respeto que ha de existir en el trato. En el uso relacional del espacio,
con nuestra proximidad o distancia, les decimos a los y las demás cómo nos
importan; podemos indicar dominio, avasallamiento y negación o, como demanda el
derecho en igualdad, todo lo contrario. Si el lenguaje corporal es capaz de
hablar del libre desarrollo de la alteridad o, más bien, de una incómoda e
incluso asquerosa voluntad de imponerse, la gestualidad ha de expresar con
claridad las actitudes profundas de atención, distantes de cuanto sugiera
misoginia o minusvaloración.
Espacios vitales
Libros de urbanidad como el de Erasmo de Rotterdam, De civilitate morum puerilium (1530),
han prescrito la cortesía a seguir en el espacio de la
interrelación cercana. Sin esa tregua de civilidad, multitud de decisiones
políticas habían servido de excusa a los más fuertes para imponer su dominio,
siempre acortando sitio a los más débiles. De “espacio vital” fue el
expansionismo nazi: el irredentismo alemán lo venía reclamando desde antes de la I GM y acabaría provocando la II. Más cerca,
entre las razones de que muchas aldeas se sigan despoblando, en áreas
minifundistas tuvieron mucho que ver las condiciones de trato que los pocos
propietarios de “casas grandes” imponían. Se
advertía cuando, para sobrevivir, un minipropietario tenía que abajarse
ante ellas sirviéndolas y endeudándose para comer o emigrar. En Cousas da vida, Castelao se hizo eco de los conflictos latentes
en esas relaciones del rural gallego, cuando todavía tenían plena vigencia los
foros.
Vaciada la España rural, la mayoría de los enfrentamientos por un
espacio vital están hoy en las historias urbanas. Es el caso, de apariencia
superficial, que muestran los modos de conducir coche quienes, empeñados en demostrar alguna superioridad, se
apropian en exclusiva el espacio viario ajenos, incluso, a las normas de
tráfico. Se les suman los usuarios de bicis, patinetes y motos que, en sitios
insospechados como las aceras, complican
la tranquilidad de ciudadanos distraídos en su deambular urbano. A este abuso de los
espacios de todos, se ha de añadir, por otra parte, el control que algunos
ejercen imponiendo, por supuestos motivos de prestancia y dignidad, distancias con precios distintivos, alusivos a
categoría, estrato, sexo o clase social. Ahí están –entre muchas otras situaciones-
las diferencias de localidades de múltiples espectáculos. En esto –como en cuanto
configura nuestro mundo relacional-, el mercado es la supuesta mano invisible
que mece a fondo nuestras vidas. Determina el tipo de barrio en que se vive, la
casa en que se puede vivir y los lugares por donde discurre la vida: el colegio o la escuela, los ambientes culturales que se frecuentan o que nunca se pisarán, y las prestaciones con que la
educación, la sanidad, la alimentación, el ocio o la movilidad nos diferencian.
Todo lo cual alcanza a sintetizarse en los datos de la esperanza de vida que,
en ciudades como Madrid o Barcelona, ofrece distancias significativas de unas a
otras áreas. Para algunos sociólogos, una hipotética “diagonal” madrileña, que divide la ciudad del NW
al SE, marcaría las profundas diferencias de quienes hayan nacido y crecido a uno u otro lado.
Distinción
Las consecuencias de este
horizonte vital –en que lo predominante es el olor a dinero- no pasan
desapercibidas. En una novela urbana de John Berger, King, un perro omnipresente en el vagabundeo de sus amigos
marginales, testimonia la diferencia en un episodio central en que se acercan a
gente bien: “El odio que los fuertes sienten hacia los débiles en cuanto los
débiles se acercan más de la cuenta es algo particularmente humano; no sucede
entre los animales. Entre los humanos hay una distancia que ha de ser
respetada, y cuando no lo es, es el fuerte, no el débil, quien lo siente como
una afrenta, y de la afrenta surge el odio… Al sentir el odio del dueño del
yate, aullé” (Madrid: Alfaguara, 1999, pg. 31).
De inmediato, el peso del código postal, la genealogía familiar o las
rentas patrimoniales se va sustanciando en doblez del comportamiento moral al
compás de nuestro tránsito por escenarios tan diferenciados, jerarquizados e
interiorizados. La padecen a nuestro lado, entre otras y otros, las empleadas de hogar, herederas de las antiguas sirvientas y criadas que -como
la Nina de Misericordia-, siguen marginales
y explotadas, pese a ser con frecuencia “personajes únicos” –como dijo María Zambrano de este
personaje galdosiano- en la vida de muchas familias. Esas distancias sociales, con su aprendizaje y
proyección sobre el espacio vivido, son tales que han dado relevancia a una
corriente analítica y pedagógica conocida como Geografía de la percepción. En otras muchas escalas, dan pie a la construcción de
cartografías sociales, con códigos en que se distinguen lo rural y lo urbano, lo
central y lo periférico, el arriba y abajo, como espacios a menudo enfrentados
sobre los que pivota decisivamente la globalización.
Espacios educadores
En la medida en que todos estos planos condicionan la convivencia,
no es indiferente, por tanto, tratar de saber hasta qué punto el control social
del espacio prosigue sujeto a la violencia simbólica de quienes -en democracia-
detentan el poder y tratan de abusar de él: en qué proporción nuestro sistema
educativo contribuya a que esa tensión se amortigüe en igualdad, ose acentúe en desigualdad, es de
importancia en vísperas de elecciones, o de qué modo se pretende que elimine la visibilidad de las violencias existentes. Todas las ciudades son educadoras, y todos los patios de recreo y todas las aulas lo son, pero no siempre del modo más conveniente
al bien común, como, por desgracia,
saben quienes han sufrido a “manadas” en plan de cohesionarse grupalmente.
Pese al poco entusiasmo que susciten los hiperbólicos mensajes de
campaña electoral, es necesario preguntarse si no convendría corregir una
estructura del sistema educativo que ha sostenido la diferencialidad de los
espacios escolares desde la Ley Moyano. Después de 162 años, el curso próximo
puede empezar casi idéntico a los anteriores después de estos diez meses de
palabras. Escuela, colegio e instituto siguen muy diferenciados. Bajo la
formalidad de currículos aparentemente idénticos, hay idearios particulares,
selección del alumnado, sostenimiento de las diferencias culturales y
económicas de entrada, generadores de hábitos y afectos distintivos que
obstaculizan una civilidad y corresponsabilidad común. La “libre elección de
centro”, promovida por Friedman (1912-2006) en El rol del Estado en la Educación, ha justificado formas nuevas de selección y exclusividad que se
han sobreimpuesto a las que traíamos del siglo XIX. De momento, el 32,7% del sistema –según promedio de las distintas etapas educativas- ya
está privatizado y, por lo que proponen -o consienten- los líderes de partidos
importantes, émulos de los Chicago Boys de los años setenta, la fiebre de los cheques educativos según
preferencias familiares contribuirá a que las redes de enseñanza privada y concertada sigan in crescendo.
Otra educación
Si no se convencen los
votantes del riesgo que es para la convivencia alimentar desde edades tempranas
la diferencia grupal, su crecimiento será la función “social” que los
neoliberales hispanos quieren elevar a categoría. Hay mucha hipocresía
displicente en esto. En vez de escandalizarse del vicio de la segregación
implícita que suponen redes educativas desiguales –para que los selectos se aíslen
sin mezcla social-, se finge que todo va bien pese a las dificultades que se ponen
a muchos centros y al peso diferencial de los recortes en la enseñanza pública. Y como si no pasara nada detrayéndoles recursos
para negocios privados, el “fracaso” y el abandono escolar –entre otras cosas- siguen a ritmos nada
europeos y focalizados socialmente en los estratos sociales más débiles.
Similarmente a la cortesía
que frena el liderazgo demócrata de Joe Bilden, debería cundir el respeto cuidadoso
de los espacios escolares. Solo será
posible otra educación cuando nuestros representantes, en vez de hablar de ella con tonta ignorancia, la pongan en el centro de sus preocupaciones por el bienestar, y exista una escuela pública fuerte, de todos y para todos. Propugnada por J. Pedro Varela para Uruguay en el último tercio del XIX, es la única capaz de hacer que
sintamos como propia la España común en que vivimos.
Manuel Menor Currás
Madrid,10.04.2019
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