Leyes
y moral no suelen coincidir: el fin y los medios pueden hacerlas extrañas
Invocar la ley sin
poner medios para cumplir cuanto exige, o no cambiarla cuando es injusta, no
arregla nada. También en Educación suele ayudar a sostener situaciones nada democráticas.
Del “imperio de la ley” a
cómo funciona la realidad política hay un trecho. Lo enseñó ampliamente el
maestro en estas lides, Maquiavelo. De cómo la Constitución no debe ser un “adorno”, a
cómo puede servir de pretexto para que todo siga parecido a cuando no la había,
también. Y de cómo hay mil tretas, por tanto, para que la argucia leguleya
encubra incluso delitos durante años y años, la Historia es testigo. Las
abundantes noticias demostrativas de esta semana habrán pesado lo suyo en
la educación de la ciudadanía hacia el escepticismo desmovilizador.
Las declaraciones de testigos principales actuando en tramas
mafiosas impunemente durante estos años, incluso con la colaboración de
partidos políticos, ilustran bien la difícil concordancia. A la ilustre nómina
de Naseiro, Filesa o Baltar, y de otros precedentes señeros en nepotismo y
similares, la Audiencia Nacional ha añadido estos días otro extenso grupo de
expertos en ingenierías de las transparencias contables que no ha hecho más que empezar. A este paso, tras la
dudosa ejemplaridad moral de tan encumbrados modelos, tendremos que
buscar con un candil a los justos, como en la Sodoma del Génesis (Gn.
18,23-33). En este preciso momento, Francisco Camps es un prototipo excelente de las últimas tendencias en disociar la ética y
los códigos, y no se descarta que pronto tengamos otros gloriosos. Expertos además en impartir doctrina, estos
peculiares enseñantes han presumido lo suyo de ser “caciques buenos”, han
alardeado de ser perfectos exponentes del ascenso social a través del esfuerzo
y se han erigido en arquetipos del triunfo social y político.
Consustancial a esta estética neopicaresca ha sido dar buenos consejos a otros, un modo demostrativo de buena conciencia. De ese afán no se
apean aunque les sitúe en la tradición autocomplaciente de la hipocresía,
la que culpa del mal a los otros y nunca ve la viga en el propio ojo. En muchos
modos de educar, de que hay sobrados ejemplos y anécdotas, este modo de tratar
las relaciones de unos educandos con otros ha sido objeto de culto,
consiguiendo muy buenos ejemplares de estupidez, además de pésima socialización
de la solidaridad. Ni siquiera con preceptos religiosos por medio se generalizó
la bondad. En nuestro ámbitto cultural, probablemente porque para la propia
Iglesia -maestra casi exclusiva de la sociedad durante siglos-, la solución del
litigio entre el bien y el mal fue un asunto bastante aleatorio. Cada
confesionario, como el maestrillo, siempre tuvo su librillo particular, y la
disculpa de la restricción mental frente a la mentira –al encomendar lo que no
era mentira a la pura intención de que el hablante determinara el sentido de
sus palabras-, dejó un amplio espectro de asuntos a expensas de la relativa
circunstancialidad. De hecho, buena parte del dogmatismo moral tuvo que ser
reforzado a cada paso por sucesivas sinodales, libros de confesores y
sentencias de la propia Inquisición, sin contar las bulas eximentes a condición
de alguna prestación pecuniaria en forma de limosna o del sufragio de
fundaciones o mandas y legados de signo más o menos piadoso. previa.
Buenos y malos
El dictamen definitivo lo acabó imponiendo lentamente el avance
de la mentalidad capitalista y su competitividad congénita, que cada vez
estilizó más, con renovados aires y objetivos, la predicación hipócrita de los
buenos contra los malos. El bien y el mal acabaron siendo determinados por la
racionalidad de la producción y la rentabilidad del libre mercado: pura
cuestión técnica de apropiarse u obstaculizar la apropiación exclusiva de
su valor. A medida que el aburguesamiento de las ciudades se fue desarrollando,
la pobreza fue perdiendo el atractivo espiritual que había tenido y se
convirtió en motivo de escándalo y hasta persecución: Luis Vives es testigo de
ello con su De subventione pauperum (1526). También la caridad
y la beneficencia fueron perdiendo relevancia en la medida en que la “cuestión
social” –como empezó a llamarse a las reivindicaciones de los asalariados- fue
ganando terreno. Las huelgas y reclamaciones de estos -contra el máximo bien de
la sacralizada propiedad- acabaron conduciendo a las primeras leyes sociales,
que suponían un intervencionismo del Estado. Se marcó así un punto de inflexión
en la pelea entre el bien y el mal, por cuanto facilitaba que no se
interrumpiera la producción y se pudiera generar valor.
Pero era una situación inestable que la educación podía
subsanar facilitando la expansión de la buena doctrina. Por la misma ley que
Claudio Moyano regula de manera general el sistema educativo –cuya vigencia
estructural alcanzaría 110 años-, crea también la Real Academia de Ciencias
Morales y Políticas (art. 160). Por si fuera poco que entre el artículo 153 y
los 295-296 esa ley diera un control enorme de “la pureza de la doctrina,
de la fe y las costumbres a los eclesiásticos –amén de la enseñanza religiosa a
la juventud-, esta Real Academia trataría de “desengañar a los hombres ilusos pero
sencillos y de buena fe”, así como de “auxiliar a las autoridades y contribuir
al triunfo de la sociedad sobre las hordas de los nuevos bárbaros que se ocultan en su seno y que espían el momento en que poder lanzarse a convertirla en ruinas y
cenizas”. El mal –según se proclamó en la inauguración, en diciembre de 1858-
era que los asalariados empezaban a reclamar lo que en justicia les pertenecía,
cuando no existían derechos sociales y les estaba prohibido sindicarse. El art.
461 del Código penal de 1848 consideraba delictivo coaligarse para encarecer el
precio del trabajo y “regular sus condiciones”, precepto que tendría vigencia
hasta la ley de 27.04.1909, en que se regularía la huelga.
El premio de los buenos
En vez de una ley justa para todos era más barata la moral
individual. Bajo el auspicio de las más altas instancias del Reino, se
instituyeron premios a la buena moral y en las Actas de la propia Real Academia
de Ciencias Morales y Políticas ha quedado constancia de las incitaciones a los
obreros buenos para que, en vez de poner en cuestión el orden social
existente, ahorraran; les aseguraban que así sus problemas e imprevistos
podrían tener solución, lejos del vicio y la pereza. De nada valía que quienes
instigaban con el esfuerzo moral a los asalariados supieran sobradamente que
con los salarios que había –apenas para comer quien trabajaba- no les llegara
para nada, como documentaron los testimonios orales y escritos que llegaron a
la Comisión de Reformas sociales, entre otros el de Jaime Vera en 1884. La moral ahorradora fue el único recurso disponible frente a
una total ausencia de protección social, un proceso muy lento en España. Desde
la primera ley de accidentes del trabajo en 1900 hasta que la Seguridad Social
–el principal soporte de prestaciones- fue ampliado en los años ochenta del
pasado siglo a colectivos que no la tenían, pasaron casi 100 años. Y
todavía continuó limitado el acceso a cuanto en Europa abarcó el Estado
de Bienestar desde final de la II Guerra Mundial durante los 30 años
“gloriosos”.
La oposición conservadora a ese gran pacto –inspirado en el Plan Beveridge- venía dado porque removía la idea de la moral ahorradora y,
sobre todo, la sacralidad de la propiedad privada. Era 1942 y solo fue posible
–en Europa- por miedo a un vuelco del voto de los asalariados. Con la caída del
Muro de Berlín en 1989, y con el triunfo de las posiciones neoliberales
de Reagan y Thatcher, se reinició la marcha atrás. También aquí se
implementó esa tendencia y, en las reuniones del Pacto de Toledo, ya florece el
mismo sermoneo anterior a que se creara el INP el 27.02.1908. Vuelven los consejos morales, para suplir las protecciones que el Estado se había
impuesto como obligación frente a supuestos derechos de sus ciudadanos. No
cejan. En la huelga masiva por la enseñanza pública el 19.09.2011, cuando Esperanza Aguirre –en pleno estallido de la
crisis- dijo que había que reflexionar “muy en serio” sobre lo que cuesta la
enseñanza.
Este es el motivo principal por el que de continuo pretenden
edulcorar la realidad social. insisten en que la producción va bien, sin
ocuparse de cómo se reparte su potencial beneficio ni a costa de qué o de quiénes. La estadística sobre turismo español de hace unos días es
ilustrativa. La noticia del segundo puesto mundial con 82 millones de
visitantes no comentaba nada acerca de la poca productividad de esta
“industria”, ni sobre quiénes pagaban el pato en esta burbuja. Si todo va bien
en la estadística del PIB, todo lo demás desajustaría la guapa foto.
La educación de los otros
Impartir lecciones de moral sigue siendo propio de gente bien.
La hay en todas las clases sociales –“donde quiera que vas”, que ya nos decía
en 1969 un guapo grupo americano-,
aunque predomina entre quienes han escalado alguna supuesta posición distante de muchos otros que se han quedado fuera. Quieren ser distintos y aspiran
a ser más que los demás: no verse mezclados con el común, aunque a menudo
resulten ordinarios y groseros. Saben más que los demás –eso dicen- y entre lo
uno y lo otro se atreven a dar consejos y, si se tercia, a imponer sus
criterios. La libertad es su lema y –en vez de sindicar la solidaridad- han
hecho crecer los libros de autoayuda en las librerías: el estrés crece y de
algún modo se ha de salir de las limitaciones frustrantes de una “felicidad”
inalcanzable.
En Educación -igual que en Sanidad y otras prestaciones-, está
sucediendo que los doctrinarios actuales del bien y del mal siguen anteponiendo
intereses privados al bien común. Como en el Código penal de 1870, trafucan la
norma moral con la jurídica en aras de su conveniencia. La política social de este Gobierno y de la mayoría de las Comunidades autonómicas está siendo regida por maneras y objetivos
neoliberales. El pretexto de la crisis les facilita el deterioro creciente de
lo público –la Escuela pública en particular- y las privatizaciones,
externalizaciones y subvenciones directas o indirectas a iniciativas de negocio
privado. Méndez de Vigo repite ahora a Esperanza Aguirre cuando dice
que “sin libertad de elegir no hay libertad, y sin ella no lograremos la
igualdad que ha de inspirar el sistema educativo”.
El recurso a la ley –y a un pacto previo en el caso de la
Educación- sirve para que la orientación prevalente de las decisiones que se
adopten en adelante sea jurídicamente defendible. Con mayoría política clara no
hubiera necesitado un pacto para lavar la cara, pero la evolución del sentido
del voto en España hace posible ese pacto, toda vez que el recambio de
fidelidades al PP ya dispone de sustituto adecuado. Se equivoca,, sin embargo el
sustituto de Wert al señalar que hace 40 años hubo un pacto, “que se tradujo en
el artículo 27 de la Constitución”. De haberlo habido, no habríamos tenido
tantas leyes orgánicas: ocho respecto a la educación escolar y otras tres
respecto a la universitaria. Ni tampoco tantas huelgas, manifiestos y
manifestaciones, tan similares a las de antes de 1978 que los carteles de unas
y otras son intercambiables.
¿Pactar qué?
No es previsible que, hasta mayo, se logre un pacto que vaya más
allá de la apariencia. Es corto tiempo para revertir una tendencia muy
arraigada en la historia de la educación española, un campo ricamente propicio
para mostrar las diferenciales expectativas sociales. En este juego
demostrativo, por otro lado, una parte relevante de la Iglesia institucional ha
puesto casi siempre sus predilecciones, y desde 1961 se le ha sumado la
OCDE, igual que el FMI o el Banco Mundial.
Milagro sería que coincidieran sus expectativas con las que la democracia
recuperada en 1978 no ha alcanzado todavía.
En el entreacto de esta tragicomedia, mientras los más
moralistas siguen ahí impartiendo doctrina a la par que roban, afanan o
trafican con lo que es de todos, otros que presuntamente debieran estar al
quite parecen mirar si les cae algo de que vanagloriarse en una nueva ley. Esta
forma de colaborar hace que lo necesario se demore indefinidamente. Pactar así
hará que todo siga el camino trillado. Algunas de las cuestiones que impiden
una enseñanza pública de calidad para todos, ni siquiera se rozarán. Observen
los múltiples entrecruzamientos y contradicciones entre ley y moral, una vez
pactadas medidas contra la violencia con las mujeres: ¿Es
machismo la discriminación de género que se practica en muchos colegios concertados de ideario
católico? ¿Con cuánto dinero público se sostienen, pese a ello, sus
conciertos educativos? ¿Es justo que se repitan cada año estos conciertos?
Manuel Menor Currás
Madrid, 28.01.2018
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