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domingo, 4 de febrero de 2018

Moral y Pacto (Manuel Menor)

Publicamos con retraso este artículo de Manuel Menor.

Leyes y moral no suelen coincidir: el fin y los medios pueden hacerlas extrañas
Invocar la ley sin poner medios para cumplir cuanto exige, o no cambiarla cuando es injusta, no arregla nada. También en Educación suele ayudar a sostener situaciones nada democráticas.
  
Del “imperio de la ley” a cómo funciona la realidad política hay un trecho. Lo enseñó ampliamente el maestro en estas lides, Maquiavelo. De cómo la Constitución no debe ser un “adorno”, a cómo puede servir de pretexto para que todo siga parecido a cuando no la había, también. Y de cómo hay mil tretas, por tanto, para que la argucia leguleya encubra incluso delitos durante años y años, la Historia es testigo. Las abundantes noticias demostrativas de esta semana  habrán pesado lo suyo en la educación de la ciudadanía hacia el escepticismo desmovilizador.
Transparencia y neopicaresca
Las declaraciones de testigos principales actuando en tramas mafiosas impunemente durante estos años, incluso con la colaboración de partidos políticos, ilustran bien la difícil concordancia. A la ilustre nómina de Naseiro, Filesa o Baltar, y de otros precedentes señeros en nepotismo y similares, la Audiencia Nacional ha añadido estos días otro extenso grupo de expertos en ingenierías de las transparencias contables que no ha hecho más que empezar. A este paso, tras la dudosa ejemplaridad moral de tan encumbrados modelos, tendremos que  buscar con un candil a los justos, como en la Sodoma del Génesis (Gn. 18,23-33). En este preciso momento, Francisco Camps es un prototipo excelente de las últimas tendencias en disociar la ética y los códigos, y no se descarta que pronto tengamos otros gloriosos. Expertos además en impartir doctrina, estos peculiares enseñantes han presumido lo suyo de ser “caciques buenos”, han alardeado de ser perfectos exponentes del ascenso social a través del esfuerzo y se han erigido en arquetipos del triunfo social y político.
Consustancial a esta estética neopicaresca ha sido dar buenos consejos a otros, un modo demostrativo de buena conciencia. De ese afán no se apean aunque les sitúe en la  tradición autocomplaciente de la hipocresía, la que culpa del mal a los otros y nunca ve la viga en el propio ojo. En muchos modos de educar, de que hay sobrados ejemplos y anécdotas, este modo de tratar las relaciones de unos educandos con otros ha sido objeto de culto, consiguiendo muy buenos ejemplares de estupidez, además de pésima socialización de la solidaridad. Ni siquiera con preceptos religiosos por medio se generalizó la bondad. En nuestro ámbitto cultural, probablemente porque para la propia Iglesia -maestra casi exclusiva de la sociedad durante siglos-, la solución del litigio entre el bien y el mal fue un asunto bastante aleatorio. Cada confesionario, como el maestrillo, siempre tuvo su librillo particular, y la disculpa de la restricción mental frente a la mentira –al encomendar lo que no era mentira a la pura intención de que el hablante determinara el sentido de sus palabras-, dejó un amplio espectro de asuntos a expensas de la relativa circunstancialidad. De hecho, buena parte del dogmatismo moral tuvo que ser reforzado a cada paso por  sucesivas sinodales, libros de confesores y sentencias de la propia Inquisición, sin contar las bulas eximentes a condición de alguna prestación pecuniaria en forma de  limosna o del sufragio de fundaciones o mandas y legados de signo más o menos piadoso. previa.
Buenos y malos
El dictamen definitivo lo acabó imponiendo lentamente el avance de la mentalidad capitalista y su competitividad congénita, que cada vez estilizó más, con renovados aires y objetivos, la predicación hipócrita de los buenos contra los malos. El bien y el mal acabaron siendo determinados por la racionalidad de la producción y la rentabilidad del libre mercado: pura cuestión técnica de apropiarse  u obstaculizar la apropiación exclusiva de su valor. A medida que el aburguesamiento de las ciudades se fue desarrollando, la pobreza fue perdiendo el atractivo espiritual que había tenido y se convirtió en motivo de escándalo y hasta persecución: Luis Vives es testigo de ello con su De subventione pauperum (1526). También la caridad y la beneficencia fueron perdiendo relevancia en la medida en que la “cuestión social” –como empezó a llamarse a las reivindicaciones de los asalariados- fue ganando terreno. Las huelgas y reclamaciones de estos -contra el máximo bien de la sacralizada propiedad- acabaron conduciendo a las primeras leyes sociales, que suponían un intervencionismo del Estado. Se marcó así un punto de inflexión en la pelea entre el bien y el mal, por cuanto facilitaba que no se interrumpiera la producción y se pudiera generar valor.
 Pero era una situación inestable que la educación podía subsanar facilitando la expansión de la buena doctrina. Por la misma ley que Claudio Moyano regula de manera general el sistema educativo –cuya vigencia estructural alcanzaría 110 años-, crea también la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas (art. 160). Por si fuera poco que entre el artículo 153 y los 295-296 esa ley diera un control  enorme de “la pureza de la doctrina, de la fe y las costumbres a los eclesiásticos –amén de la enseñanza religiosa a la juventud-, esta Real Academia trataría de “desengañar a los hombres ilusos pero sencillos y de buena fe”, así como de “auxiliar a las autoridades y contribuir al triunfo de la sociedad sobre las hordas de los nuevos bárbaros que se ocultan en su seno y que espían el momento en que poder lanzarse a convertirla en ruinas y cenizas”. El mal –según se proclamó en la inauguración, en diciembre de 1858- era que los asalariados empezaban a reclamar lo que en justicia les pertenecía, cuando no existían derechos sociales y les estaba prohibido sindicarse. El art. 461 del Código penal de 1848 consideraba delictivo coaligarse para encarecer el precio del trabajo y “regular sus condiciones”, precepto que tendría vigencia hasta la ley de 27.04.1909, en que se regularía la huelga.
El premio de los buenos
En vez de una ley justa para todos era más barata la moral individual. Bajo el auspicio de las más altas instancias del Reino, se instituyeron premios a la buena moral y en las Actas de la propia Real Academia de Ciencias Morales y Políticas ha quedado constancia de las incitaciones a los obreros buenos para que, en vez de poner en cuestión el orden social existente,  ahorraran; les aseguraban que así sus problemas e imprevistos podrían tener solución, lejos del vicio y la pereza. De nada valía que quienes instigaban con el esfuerzo moral a los asalariados supieran sobradamente que con los salarios que había –apenas para comer quien trabajaba- no les llegara para nada, como documentaron los testimonios orales y escritos que llegaron a la Comisión de Reformas sociales, entre otros el de Jaime Vera en 1884. La moral ahorradora fue el único recurso disponible frente a una total ausencia de protección social, un proceso muy lento en España. Desde la primera ley de accidentes del trabajo en 1900 hasta que la Seguridad Social –el principal soporte de prestaciones- fue ampliado en los años ochenta del pasado siglo a colectivos que no la tenían, pasaron casi 100 años.  Y todavía continuó limitado el acceso a cuanto en Europa abarcó el  Estado de Bienestar desde final de la II Guerra Mundial durante los 30 años “gloriosos”.
La oposición conservadora a ese gran pacto –inspirado en el Plan Beveridge- venía dado porque removía la idea de la moral ahorradora y, sobre todo, la sacralidad de la propiedad privada. Era 1942 y solo fue posible –en Europa- por miedo a un vuelco del voto de los asalariados. Con la caída del Muro de Berlín en 1989, y  con el triunfo de las posiciones neoliberales  de Reagan y Thatcher, se reinició la marcha atrás. También aquí se implementó esa tendencia y, en las reuniones del Pacto de Toledo, ya florece el mismo sermoneo anterior a que se creara el INP el 27.02.1908. Vuelven los consejos morales, para suplir las protecciones que el Estado se había impuesto como obligación frente a supuestos derechos de sus ciudadanos. No cejan. En la huelga masiva por la enseñanza pública el 19.09.2011, cuando Esperanza Aguirre –en pleno estallido de la crisis- dijo que había que reflexionar “muy en serio” sobre lo que cuesta la enseñanza.
Este es el motivo principal por el que de continuo pretenden edulcorar la realidad social.  insisten en que la producción va bien, sin ocuparse de cómo se reparte su potencial beneficio ni a costa de qué o de quiénes. La estadística sobre turismo español de hace unos días es ilustrativa. La noticia del segundo puesto mundial con 82 millones de visitantes no comentaba nada acerca de la poca productividad de esta “industria”, ni sobre quiénes pagaban el pato en esta burbuja. Si todo va bien en la estadística del PIB, todo lo demás desajustaría la guapa foto.
La educación de los otros
Impartir lecciones de moral sigue siendo propio de gente bien. La hay en todas las clases sociales –“donde quiera que vas”, que ya nos decía en 1969 un guapo grupo americano-, aunque predomina entre quienes han escalado alguna supuesta posición distante de muchos otros que se han quedado fuera. Quieren ser distintos y aspiran a ser más que los demás: no verse mezclados con el común, aunque a menudo resulten ordinarios y groseros. Saben más que los demás –eso dicen- y entre lo uno y lo otro se atreven a dar consejos y, si se tercia, a imponer sus criterios. La libertad es su lema y –en vez de sindicar la solidaridad- han hecho crecer los libros de autoayuda en las librerías: el estrés crece y de algún modo se ha de salir de las limitaciones frustrantes de una “felicidad” inalcanzable.
En Educación -igual que en Sanidad y otras prestaciones-, está sucediendo que los doctrinarios actuales del bien y del mal siguen anteponiendo intereses privados al bien común. Como en el Código penal de 1870, trafucan la norma moral con la jurídica en aras de su conveniencia. La política social de este Gobierno y de la mayoría de las Comunidades autonómicas está siendo regida por maneras y objetivos neoliberales. El pretexto de la crisis les facilita el deterioro creciente de lo público –la Escuela pública en particular- y las privatizaciones, externalizaciones y subvenciones directas o indirectas a iniciativas de negocio privado. Méndez de Vigo repite ahora a Esperanza Aguirre cuando dice que “sin libertad de elegir no hay libertad, y sin ella no lograremos la igualdad que ha de inspirar el sistema educativo”.
El recurso a la ley –y a un pacto previo  en el caso de la Educación- sirve para que la orientación prevalente de las decisiones que se adopten en adelante sea jurídicamente defendible. Con mayoría política clara no hubiera necesitado un pacto para lavar la cara, pero la evolución del sentido del voto en España hace posible ese pacto, toda vez que el recambio de  fidelidades al PP ya dispone de sustituto adecuado. Se equivoca,, sin embargo el sustituto de Wert al señalar que hace 40 años hubo un pacto, “que se tradujo en el artículo 27 de la Constitución”. De haberlo habido, no habríamos tenido tantas leyes orgánicas: ocho respecto a la educación escolar y otras tres respecto a la universitaria. Ni tampoco tantas huelgas, manifiestos y manifestaciones, tan similares a las de antes de 1978 que los carteles de unas y otras son intercambiables.
¿Pactar qué?
No es previsible que, hasta mayo, se logre un pacto que vaya más allá de la apariencia. Es corto tiempo para revertir una tendencia muy arraigada en la historia de la educación española, un campo ricamente propicio para mostrar las diferenciales expectativas sociales. En este juego demostrativo, por otro lado, una parte relevante de la Iglesia institucional ha puesto casi siempre sus  predilecciones, y desde 1961 se le ha sumado la OCDE, igual que el FMI o el Banco Mundial. Milagro sería que coincidieran sus expectativas con las que la democracia recuperada en 1978 no ha alcanzado todavía.
En el entreacto de esta tragicomedia,  mientras los más moralistas siguen ahí impartiendo doctrina a la par que roban, afanan o trafican con lo que es de todos, otros que presuntamente debieran estar al quite parecen mirar si les cae algo de que vanagloriarse en una nueva ley. Esta forma de colaborar hace que lo necesario se demore indefinidamente. Pactar así hará que todo siga el camino trillado. Algunas de las cuestiones que impiden una enseñanza pública de calidad para todos, ni siquiera se rozarán. Observen los múltiples entrecruzamientos y contradicciones entre ley y moral, una vez pactadas medidas contra la violencia con las mujeres: ¿Es machismo la discriminación de género que se practica en muchos colegios concertados de ideario católico?  ¿Con cuánto dinero público se sostienen, pese a ello, sus conciertos educativos? ¿Es justo que se repitan cada año estos conciertos?
Manuel Menor Currás

Madrid, 28.01.2018

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