Manuel Menor nos envía su último artículo:
Vuelve la moral del
ahorro como solución de los graves problemas sociales
Rajoy y su Gobierno
intentan desviar nuestra atención de su desinterés por las prestaciones del
Estado de Bienestar. Como en el siglo XIX, cargan la responsabilidad
exclusivamente sobre los asalariados.
Consciente o no, Rajoy ya nos reeduca al sincerarse –desde los
tópicos de su supuesto “sentido común”- acerca del presente y futuro del Estado
de bienestar. En el Foro ABC, y bajo patrocinio de Deloitte -empresa que no se
enteró de qué iba la dirección de Cajamadrid y sus tarjetas opacas- pidió a los españoles ahorro para complementar pensiones y educación.
Curiosamente, además, lo ha ligado a una supuesta situación de bonanza: “ahora
que las cosas van bien es momento de ser previsores”, tomando como deber
“incentivar que el ahorro piense en el largo plazo”. Y con el pensamiento
puesto en que los ahorradores practiquen la moral del ahorro con una
orientación finalista: “como complemento de la pensión pública pero también de
otros planes vitales, como la educación de los hijos, un proyecto personal o
superar cualquier revés que nos puede traer la vida”. No podía faltar en este
caso, como en otros de las contrarreformas conservadoras, el apoyo en el
consejo de la OCDE, con su ranking al parecer bastante malo en esto del ahorro
a largo plazo, similar al que provocan siempre las recomendaciones a conveniencia
que provocan sus Informes PISA desde
2002 sobre educación: todo es bueno para el convento de la economía neoliberal.
El revival del ahorro
Exactamente igual y con idéntico razonamiento previsor se habían
expresado las variantes del liberalismo decimonónico español respecto al ahorro
que debía procurar todo asalariado si quería subvenir a cualquiera de los
imprevistos que la vida le pudiera traer y, en particular, la vejez. El ahorro
que hubiera hecho a lo largo de toda su vida laboral –en caso de que la hubiera
tenido- era el único subsidio de que podía echar mano. Lo que pudiera venir de
otros, mediante caridad o beneficencia, bien explicó Concepción Arenal que era
insuficiente, amén de discriminatorio. En torno a la moral del ahorro y la
previsión se gestó por tal motivo –una vez que fue evidente que los problemas
de los pobres crecían en alcance político- una dinámica educativa moralizante de grandes
proporciones en que participaron la burguesía, la aristocracia y la Iglesia.
Esa peculiar manera de atender a la
“cuestión social” –como llamaron a las demandas que los obreros urbanos
empezaban a plantear a una sociedad autosatisfecha-, utilizó todo tipo de
medios para extender el mensaje: libros devocionales, lecturas escolares,
lecciones de economía doméstica, cuentos ejemplarizantes como el de “La camisa
del hombre feliz” e, incluso, más de una canción pegadiza. Por su parte, las
Cajas de Ahorro, que en España habían empezado su andadura en 1835 (Orden de 03.04) a imitación de otros
países, tuvieron en las voces de la sociedad aburguesada una extraordinaria
propaganda. Pocas dejaron traslucir una visión crítica. Rajoy –o quien le haya aconsejado-
tampoco. Sean o no conscientes de la deslealtad con los ahorradores de muchos
gestores del “benéfico” ahorro, vuelven a que que el Estado se ahorre –a cuenta
de esos recursos- lo que en prestaciones
bien gestionadas desde los presupuestos generales debía disfrutar la clase
trabajadora.
Mesonero Romanos, promotor de la idea moral del ahorro y de sus
Cajas, ya vislumbró el atractivo negocio que era, de nulo riesgo para supuestos
benefactores, la gestión de lo ahorrado por los asalariados. En 1880 (Art. 4 de
la Ley de 29 de junio), dentro de un reformismo de bajo coste, la moral y la práctica del ahorro llegaron,
incluso, a la escuela. Como adoctrinamiento, no solo moral sino también
operativo, volvería a repetirse tal presencia en 1911, en esta ocasión como
propuesta del incipiente Instituto Nacional de Previsión o, según nomenclatura
de la época, una “previsión de segundo grado” orientada al retiro laboral.
Siete años más tarde, en 1919, se repetiría de nuevo la instancia a que el
ahorro escolar difundiera el ahorro, en esta ocasión, con carácter obligatorio
para escuelas y maestros, en los ambientes familiares a través del alumnado.
Andando los años, y dada la lentitud que tenía el número de obreros que se adscribían
a la previsión de su jubilación, todavía en el art. 8 de la ley de Educación Primaria de 1945 se volvería a insistir de nuevo en la
obligatoriedad que tenían las escuelas de fomentar, entre los “hábitos sociales
adecuados”, “a los alumnos en el ahorro, la previsión y el mutualismo”. Las
cuatro disposiciones comparten una persistente confianza en el poder simbólico
–y práctico del ahorro-, similares expectativas e instrumentos parecidos. El discurso de Rajoy la recupera, como si no
tratara de reemplazar con tan barato remedio las políticas sociales, y nada
hubiera pasado en estos 73 años últimos.
Sacrosanta propiedad
privada
Este sistema moralizador partía de varios supuestos. Por un lado,
la sacralización del derecho de propiedad, intocable hasta el punto de que ni
legislación de expropiación por razones de utilidad común existió durante mucho
tiempo. La teoría económica clásica le reconocía más valor que el que le había
concedido Tomás de Aquino en plena Edad Media y, en 1891, cuando León XIII trató de la
situación social, lo hizo de manera que, mientras en su modo de dirigirse a los
propietarios dueños de los empleos se mostró muy comedido, deferente y
circunspecto, mientras que en los mensajes que dirige a los asalariados,
dependientes de aquellos, pierde la moderación, dadas las formas de desarrollo
que, a esas alturas, había cobrado el movimiento obrero, supuestamente contra
el orden vigente. Las primeras páginas de la Rerum novarum son especialmente
significativas en ese sentido, como lo es asimismo el ofrecimientos que hace a
los poderes económicos y políticos de que la Iglesia intermedie en la gestión
de los arreglos que –en la tradición de la caridad, pero no de la justicia
social- habrían de solucionar los conflictos entre las dos grandes clases
sociales, la burguesía propietaria y los trabajadores, únicamente dueños –y no
mucho- de su capacidad laboral dentro de un panorama de libre concurrencia y
sin protección legal alguna.
Esa sacralización de
la propiedad dentro del funcionamiento
económico y social, ya estaba puesta en cuestión para entonces. El realismo
literario -el de Zola por ejemplo- la había denunciado en sucesivas novelas; la
intelectualidad socialista venía fijando en ella sus críticas más profundas,
especialmente desde 1948, e, incluso dentro de la propia Iglesia católica,
había grupos proclives a mucha más radicalidad en su posicionamiento. Pero
había sido sobre todo desde la vertiente política que se había desestabilizado
el bien pensar: fundamentales habían sido las decisiones de Bismarck en la
década de 1880, en plena fase de unificación de Alemania. Para reducir la atención
que suscitaba el socialismo entre los trabajadores –y para frenar la pretensión
de superioridad de las iglesias frente al Estado prusiano-, sentó las bases del
Estado de bienestar. En 1883, creó el Seguro de la Salud de los Trabajadores
–con recursos para subsistir en caso de enfermedad_; en 1884, el Seguro de
Accidentes, para ayudar a los lesionados en el trabajo; y, en 1889, el Seguro
de Invalidez, que tenía especial incidencia en la vejez.
Todo ello implicó detraer recursos tradicionalmente pertenecientes
a los propietarios de las empresas, limitó su derecho exclusivo de propiedad
sobre el valor producido por el trabajador, pero contribuía a la estabilidad o
“seguridad social”. La solución, extraña para los prohombres de nuestro país,
hizo que en la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas hubiera un pequeño
terremoto. Melchor Salvá, en un debate sobre los límites de la propiedad, confesó sus dudas
ante aquel intervencionismo estatal que también aquí se abriría camino, aunque
muy lentamente a partir de que en 1883 se creara la Comisión de Reformas
Sociales:
“¿Debe concederse
a los obreros ese derecho de obtener auxilios en caso de que la concurrencia no les ofrezca
trabajo, y también en la ancianidad, o cuando
les impidan trabajar los accidentes de la fábrica?
Estado mínimo y escuela
ínfima
En aquel Estado mínimo –propiedad de los pocos hombres con derecho
a voto antes de 1890- la difusión del ahorro, que debía sustituir la ausencia
de leyes sociales que atendieran los inevitables problemas vitales y laborales, se había fiado
a unas ínfimas escuelas, a las que pocos niños y menos niñas asistían. Mariano Carderera,
prestigioso pedagogo de la época, anotaría en la tercera edición de su Diccionario de la Educación su
perspectiva reacia a esta medida. Entre otras razones, por la conveniencia de
“quienes se empeñan en encomendar a la escuela, y a la pobre escuela popular,
la curación de todos los males”. La escuela –decía- “no es omnipotente; es solo
un factor en nuestra vida social, un factor cuyo ejercicio dificultan, a la vez
que le imponen tareas a que están obligados otros factores”. Por ejemplo, que
los salarios de los trabajadores apenas les llegaran a muchos para satisfacer
sus propias necesidades alimenticias, razón por la que era obligado en la
mayoría de familias obreras que mujeres y niños trabajaran para remediar la
deficiencia. Y por tal motivo, cuando la Comisión de Reformas Sociales le pide
la opinión sobre el ahorro a los obreros, uno de los informantes, argumentando
frente a quienes culpaban a la clase obrera por tener pocos o nulos ahorros,
decía en enero de 1885:
“¿Cómo ha de tenerlos si es materialmente
imposible? Yo, estudiándome a mí mismo, veo que llevo treinta y seis
años trabajando, y no he podido hacer otra cosa que vestir, comer, pagar la habitación y vestir como he
podido a mis hijos. Yo no he ganado
jamás, desde que tenía treinta años, menos de seis pesetas, y no he podido tener nunca ahorros, a pesar de que no he
fumado y no he tenido gastos, porque a la
taberna tampoco entro. No pidáis a esos seres que ahorren, porque no pueden”.
Rajoy y su Gobierno no muestran
inclinación alguna por esa historia de nuestros antepasados, ni piden disculpas
por una gestión tan atrabiliaria del ahorro popular como ha tocado vivir a tantos
ciudadanos. Vuelven sin más al viejo discurso de que las prestaciones sociales
se las pague individualmente cada cual. ¿Ignoran lo que supuso en Europa la
creación del Estado de Bienestar y su buen funcionamiento entre los años 45 y
73 que era la envidia de nuestros emigrantes de entonces? ¿Tampoco les importa que,
en España fuera muy tardíamente, en los años ochenta, cuando se hubiera logrado
alcanzar –muy mediatizado- un nivel de reconocimiento relativamente homologable
en cuanto a derechos y prestaciones sociales que nuestros vecinos habían tenido
durante aquellos 30 años “gloriosos”?. Era una chapuza, pero creen que, con que,
por ejemplo, la lenta escolarización total hasta los 14 años se hubiera logrado
entre 1964 y 1989 ya había sido suficiente; llevaron muy
mal que la UE pidiera en 1990 que había que ampliarla hasta los 16. Poco se preocuparon, en consecuencia, de que
aquella homogeneización escolarizadora ampliada
haya llevado a que muchos niños y niñas al abandono escolar temprano o
al fracaso escolar. Ya estaba bien con que hubieran tenido acceso a una escolarización improvisada, aunque solo fuera aceptable para una
selección poco o nada democrática: como si la escolarización conllevara la
equidad educativa. Igual sucedió con las improvisaciones continuas en la
Seguridad Social, después de una inmensa lentitud en su aplicación, a partir de
la creación del INP el 27.02.1908 ¿No es la Ley 26/ de 1985, con a sus medidas urgentes por la racionalización de la estructura y acción protectora de la Seguridad Social
–impopular hasta llegar a una huelga general en junio de ese año por el
endurecimiento que supuso para muchos y muchas trabajadoras- la que la extendió
a todos los españoles? ¿Y no fue dos años más tarde que la fragilidad de las
pensiones allanó el camino a su privatización y gestión por bancos y empresas?
El
futuro que ya estamos haciendo
El futuro de aquellas mediocres
aproximaciones al estado de Bienestar que habían tenido los europeos no
necesitó propiamente de la caída del Muro berlinés en 1990, causante de la
ampliación de esa brecha al neoliberalismo contrario a todo lo público. Ya se
estaba haciendo con las reconversiones industriales (1982), las reformas laborales
(1984) y otras muchas que, si bien supusieron avances en alguna carencia,
también significaron la estabilización de soluciones regresivas. La propia LODE
y la LOGSE, en educación, fueron objeto de fuerte contestación por parte de expertos
de la sociología en los mismos años en que fueron publicadas en el Boletín Oficial del Estado.
Hoy es el futuro de entonces. No es lo que
pasa lo que más importa sino lo que ese pasar ya está haciendo. Rajoy, encantado
de estarlo realizando de manera más descarada, completa aquellas
contrarreformas con una vuelta desvergonzada a la disciplinaridad social del
siglo XIX. Su LOMCE es un gran símbolo de la irrelevancia democratizadora de su
gestión elitista, reverente con el poder. Ahí están las denuncias de los
sindicatos y ciudadanos hastiados de
cómo –después del paso de este bulldozer desde 2011- está quedando la Sanidad, las pensiones, los
salarios, la dependencia de los mayores, la atención a la infancia, la
violencia de género, la propiedad de los bienes comunes del Estado o la
utilización clientelar de los presupuestos generales. Sus intentos de edulcorar
su tránsito autocomplaciente y engreído por las instituciones son patéticos. Si la subida del 0,25 % de las pensiones le está estallando en la cara con
misivas de los agraciados, el juego con el MIR educativo es una expresión sarcástica
de su esfuerzo ímprobo para que todo quede mucho peor y sin financiación. Para recochineo, su permanente creatividad
con el PIB nunca dice a costa de quiénes va bien. Y para remate –cuando Save the Children y muchos otros recuerdan cómo subsiste la
pobreza, cómo se consolida la degradación de todo proyecto de igualdad, o la brecha salarial entre hombres y mujeres- nos devuelve al programa de
ahorro de nuestros tatarabuelos, cuando nada del Estado de Bienestar existía
ni, menos, ley social alguna que rigiera las relaciones de unos con otros: solo
el Código Penal, para protección
censitaria de los propietarios. No estaría mal que, antes de que huela más a elecciones generales –entre tanto
olor a podrido de tanto irresponsable-, se enterara, al menos, de lo que uno de
los ilustres conservadores de antaño, Cánovas del Castillo, propugnaba en el Ateneo madrileño, el 10.11.1890, acerca de que la Economía política
cediera el paso a la Política económica:
“Vayan, pues, concertadas, que es
inevitable, la Economía política y la Moral en la Política económica de las naciones, bajo la
inexcusable inspección del Estado, como buenas compañeras
y para todo aquello a que la caridad cristiana y su remedo, el altruismo, no basten”.
Mejor irían este presente y su futuro si
al menos entendiera que la disciplina ahorradora que quiere reintroducir como
sistema de atención social ya suscitó agrias contestaciones de cuantos se sentían fuera de juego en la sociedad
hipócrita que aquel liberalismo doctrinario patrocinaba y que Galdós tan bien supo retratar. Frente a aquella cerrazón
individualista, que se empeñaba en suplir con pedagogía del ahorro lo que no
quería hacer políticamente, Pablo Iglesias Posse –el de Ferrol- ya había
explicado ante los comisionados de Reformas Sociales, el 11.01.1885, la imposibilidad de que el sueño
burgués de un ahorro “benéfico” a costa de los asalariados fuese la solución de
los graves problemas que había:
“¿Qué queréis que ahorre un desgraciado que
gana seis u ocho reales de jornal? [...].
Por contestar a la pregunta de la Comisión, yo diré que el ahorro es imposible.
Además, ¿de qué servirían esos pequeños
ahorros con la crisis que nos agobia? Si se
sabe que el obrero vive en déficit constante, que cuando deja una prenda de vestir es porque ya no sirve para
nada, ¿cómo es posible que hablen de ahorro, sobre
todo quienes tienen el estómago caliente y van bien vestidos?”.
Manuel
Menor Currás
Madrid,
18.02.2018
Así se habla Manuel!! De acuerdo totalmente contigo! :D
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