Hace algunas horas, representantes gubernamentales de los 28 países de la Unión Europea, se despedían en Bruselas, finalizado el Consejo de Ministros de Educación que los había reunido con un objetivo claro y de extrema urgencia: pensar, intercambiar y diseñar estrategias que permitieran una mayor aproximación entre la formación escolar y las demandas del mercado de trabajo.
El problema parece ser claro y las respuestas presentadas un simple ejercicio de sentido común. No hubo grandes debates ni grandes controversias alrededor del tema. Se cierne sobre Europa una profunda crisis económica y el desempleo se expande como un flagelo incontrolable, especialmente entre los más jóvenes. Más de 26 millones de personas no poseen empleo en los países europeos. En Grecia, la tasa de paro alcanza a más del 27% de la población activa. En España, a más del 25%. Casi el 60% de los jóvenes griegos que aspiran a tener un empleo, no lo consiguen. El gobierno español festejaba recientemente, no sin disimulada impostura, el descenso de las tasas de paro juvenil, de 55,2% a 54,3%, aunque se mantuviera estable el desempleo estructural y muy por sobre la media europea el porcentaje de jóvenes que ni estudian ni trabajan. Miles de jóvenes españoles dejan el país en busca de oportunidades, especialmente, en las regiones más castigadas por la crisis. En Galicia, por ejemplo, se estima que cerca de 100.000 jóvenes han emigrado desde 2010 hasta la fecha.
No deja de ser curioso que los ministros y ministras de educación de Europa recibieran un tirón de orejas nada menos que de una dirigente griega, la Comisaria de Educación,Androulis Vassiliou, quien instó a que los sistemas educativos, en la actual coyuntura, deberían “ser más eficaces”, mejorando los puentes entre la formación y la demandas del mercado de trabajo. La opinión fue compartida por el ministro de educación y asuntos religiosos de Grecia, Kostantinos Arvanitopoulos, como si poco tuviera que ver con el asunto. Lecciones griegas aparte, lo cierto es que la declaración final de los principales representantes europeos en el campo educativo, señala con énfasis que el fortalecimiento de los procesos formativos, el acento en el desarrollo de ciertas competencias laborales y la mejora de los sistemas escolares, constituyen los caminos más firmes para superar la enorme crisis social derivada del desempleo juvenil. Un desafío que dicen estar dispuestos a asumir.
La reunión de Bruselas es uno de los tantos ejemplos de cómo la educación suele estar sujeta a los vaivenes de explicaciones que tranquilizan el sentido común, pero contradicen un análisis más cuidadoso de las razones que permiten comprender el desarrollo de las naciones y el éxito de las personas en el mercado laboral.
En efecto, el debate allí planteado parte de un sorprendente truco de magia retórico: la milagrosa inversión de la consecuencia de un fenómeno en la causa del mismo. El desempleo es una de las tantas secuelas de la crisis económica. Sin embargo, los ministros de educación de Europa y quizás los de buena parte del mundo, parecen entusiasmarse con la idea de que el desempleo es el factor principal que produce la crisis. De tal forma, acciones educativas destinadas a combatirlo podrían funcionar “eficazmente” para superar los infortunios vividos. El desempleo se vuelve la causa del problema y la crisis económica su consecuencia. Estamos como estamos porque las personas de manera general, y los jóvenes en particular, carecen de las competencias y de los atributos cognitivos necesarios para volver nuestras economías más dinámicas y competitivas. No es el desempleo la consecuencia de un fracasado modelo de desarrollo; por el contrario, es el déficit de una fuerza de trabajo debidamente capacitada lo que permite explicar nuestra incapacidad por desarrollarnos como deberíamos. Si no deja de ser sorprendente que el ministro de educación griego explique la solución de los problemas que enfrenta Europa, tampoco lo es que todos los ministros y ministras de educación de buena parte del mundo parezcan estar convencidos que los fundamentos de la crisis estructural que enfrentamos encuentra su origen, nada menos, que en el supuestamente improductivo trabajo que realizan cotidianamente nuestras escuelas.
Muñidos de un peculiar espíritu de autocrítica, los responsables de la gestión educativa de casi todos los países del planeta, asumen los cargos que generalmente le endosan economistas y tecnócratas de la más diversa especie: en la educación está la fuente y el origen de todos nuestros males.
La educación es la coartada que se utiliza para poner el debate en un lugar equivocado, apoyándose en el sentido común que atribuye al conocimiento un papel providencial en la conquista de la felicidad, la riqueza y el progreso humanos. Una bella pero muy mal contada historia que vuelve heroica la labor educativa y que acaba condenándola ante las aparentes evidencias de su ineficacia para responder a los retos del presente.
¿Me he vuelto definitivamente loco?
Si Ud. ha llegado hasta aquí, podría pensar que me he vuelto definitivamente chiflado al cuestionar el papel redentor y prometeico de la educación; una tarea que podría corresponderle a los enemigos del progreso y nunca a alguien que, como es mi caso, suele pronunciarse con cierta vehemencia sobre el papel emancipatorio y liberador de la escuela, particularmente de la escuela pública.
Permítame explicar mejor mis argumentos.
Disponemos de numerosas evidencias acerca de cómo la formación escolar mejora las posiciones de las personas en el mercado de trabajo. En este sentido, un sujeto con más instrucción escolar posee mejores condiciones para ampliar sus oportunidades de empleo cuando se lo compara con personas semejantes a él y sin las mismas credenciales educativas. Un alemán de sexo masculino, blanco, de 25 años, residente en Berlín y con diploma universitario, tendrá, en términos estadísticos, más y mejores condiciones de empleo más y mejores ingresos, que otro alemán, también de sexo masculino, blanco, de 25 años, residente en Berlín y con estudios primarios incompletos. Una regla que se aplica a dos bolivianos con el mismo diferencial educativo, residentes en La Paz, o a dos senegaleses, residentes en Dakar. En este sentido, y casi exclusivamente en este sentido, puede afirmarse que la educación es un factor de progreso económico y actúa como dispositivo que potencia el bienestar de los individuos y, consecuentemente, de ciertos grupos sociales.
Sin embargo, esta ecuación (+ educación = mejores empleos y + ingresos), debe ser generalizada con sumo cuidado. En primer lugar, porque la comparación entre el joven alemán, el boliviano y el senegalés nos mostraría atributos y potencialidades que los diferencian enormemente entre sí, más allá de sus semejanzas. También, porque cuando se comparan, por ejemplo, alemanes, bolivianos y senegaleses del sexo masculino y alemanas, bolivianas y senegalesas del sexo femenino, las diferentes oportunidades de acceso al empleo y a la renta, aún con los mismos niveles de formación, también suelen ser inmensas. Las mujeres, sin lugar a dudas, fueron el sector social que más se ha beneficiado de la expansión de los sistemas educativos en todo el mundo. Sin embargo, las diferencias salariales entre hombres y mujeres con la misma formación, continúan siendo elevadas en casi todos los países. En tal sentido, la educación les sirve a todos para progresar, pero a unos más que a otros, o a otras.
Naturalmente, una mujer con nivel universitario tendrá mejores oportunidades de empleo y renta que una mujer analfabeta, lo cual permite observar que las dinámicas que producen y reproducen las desigualdades sociales y escolares, son más complejas de lo que parece.
No cabe duda que individuos con los mismos atributos se benefician de manera semejante de las oportunidades que brinda el sistema escolar. El problema es que nuestras sociedades están constituidas por personas que no poseen, homogéneamente, los mismos atributos: hay hombres y mujeres, personas blancas y personas negras, hijos de padres ricos e hijos de padres pobres, personas cuya ciudadanía nunca es cuestionada e inmigrantes condenados a la clandestinidad, gente que vive en ciudades opulentas y gente que vive en paupérrimas periferias, gente, en suma, diversa, gente desigual.
Suponer que la educación es un factor de progreso económico, generando los mismos beneficios para todos, no pasa de una ilusión que se desmorona ante la más elemental observación de las sociedades en que vivimos. Pensar que el acceso a la escuela puede, por si solo, borrar las desigualdades de origen, es una suposición que la investigación sociológica ya ha cuestionado hace más de dos siglos. No estaría mal que los ministros y ministras de educación europeos se enteraran del asunto.
Los horrores de las comparaciones horrorosas
Por otro lado, la situación se ha vuelto más compleja, y de cierta forma más patética, con la multiplicación de pruebas y encuestas internacionales que organizan a los países en listas de rendimiento escolar diferenciadas. He realizado algunas consideraciones sobre el asunto en Rankingmanía: PISA y los delirios de la razón jerárquica. En efecto, estos dispositivos de medición de competencias suelen también producir una imagen más que distorsionada de la realidad educativa y social existente hoy en el mundo. Parten de un presupuesto pasteurizador de las diferencias y, lo que es peor, invierten nuevamente las pruebas, generando explicaciones disparatadas acerca del desarrollo de las naciones.
Como quiera que sea, PISA parecería servir para explicar por qué los chinos, los coreanos y los vietnamitas han alcanzado el éxtasis del progreso económico, gracias a las virtudes de sus sistemas escolares. Aquí la inversión de la prueba sirve para posicionar a la educación en el papel redentor que tanto nos gustaría que tuviera. Es una pena que se trate de una explicación falsa e históricamente desinformada. Ha-Joon Chang, un destacado economista de la Universidad de Cambridge y autor del excelente libro, 23 cosas que no te cuentan sobre el capitalismo, muestra de manera simple y convincente cómo países como Corea comenzaron sus ciclos de crecimiento y expansión económica cuando tenían aún sistemas escolares atrasados y muy bajos niveles educativos en buena parte de su población. No ha sido porque los coreanos se desempeñaban bien en PISA que pudieron desarrollarse y volverse competitivos en la economía mundial. El alto nivel educativo de la población coreana es la consecuencia de su desarrollo económico, no la causa. (Un argumento semejante desarrolla William Easterly en su valioso libro, The Elusive Quest for Growth: Economists' Adventures and Misadventures in the Tropics).
Por otro lado, la economía china demuestra un extraordinario dinamismo y algunos de sus ciudadanos, especialmente los que viven en Shanghái, exponen un excelente desempeño en las pruebas que administra PISA. Entre tanto, atribuir a esto la causa que explica por qué el país es el mayor exportador de manufacturas de alta tecnología del mundo, no deja de ser otra simplificación extrema.
Foxconn, por ejemplo, es la mayor productora mundial de insumos electrónicos. Casi todos los productos de informática y telefonía que usamos o consumimos, de casi todas las marcas, los ha producido esta empresa china, que emplea a más de 1.200.000 personas y factura más de 100 mil millones de dólares por año. ¿Alguien podría suponer que esta enorme corporación existe gracias a la alta “calidad educativa” de la mano de obra china y no al hecho de que paga salarios miserables, de la inexistencia de sindicatos y derechos laborales mínimos, gracias al abuso (decenas de veces denunciado) de trabajo infantil y a un sistema empresarial opresivo que difícilmente estaríamos dispuestos a aceptar en cualquier sociedad democrática? Pensar que el iPad que tanto nos deslumbra se fabrica allí y no en Latinoamérica, simplemente porque los taiwaneses se sacan mejores notas en matemática o ciencias que los jóvenes argentinos o brasileños, parece una explicación demasiado simple para ser cierta.
Dicho de otra forma, ¿podríamos suponer que si un hipotético día los jóvenes argentinos o brasileños igualan a los chinos en el tipo de desempeño escolar que mide PISA, Argentina y Brasil se transformarían en la manufactura mundial de productos microelectrónicos a precios más baratos que las bananas? Quizás sí. Aunque para esto habría que destruir los aún incipientes y no siempre estables derechos humanos y sociales conquistados por estos países. Una idea que probablemente entusiasme a más de un tecnócrata deslumbrado por los milagros interpretativos que genera la megalómana empresa evaluativa promovida por la OCDE.
No creo que el análisis del sistema educativo chino, enormemente desigual y con muchísimas particularidades, pueda explicar las razones del por qué China es hoy una de las economías más poderosas del planeta.
En este mismo sentido, tampoco la educación permite, por ejemplo, entender el significativo poder económico del Brasil, hoy entre las siete potencias industriales del planeta. El país ocupa los últimos lugares en PISA y, aunque durante la última década ha experimentado un extraordinario avance social y educativo, poco podrían explicar esas conquistas su papel estratégico en la geopolítica mundial. Brasil tiene en la actualidad una de las tasas de desempleo más bajas de toda su historia; por cierto, muchísimo menores que las de España y Portugal, a quienes no les va muy bien en PISA, pero sí bastante mejor que a los estudiantes brasileños.
No quiero parecer antipático, pero hoy Senegal tiene tasas de desempleo más bajas que España o Grecia y, aunque el país no participa en PISA, seguramente cuando lo haga, sus estudiantes no ocuparán una mejor posición en el ranking mundial que los jóvenes españoles o griegos.
Los resultados de PISA fueron pésimos en todos los países latinoamericanos, no sólo porque los estudiantes más pobres respondieron con bajo desempeño las pruebas aplicadas. También, porque los sectores más ricos demostraron no estar aprendiendo lo que la OCDE considera que son las competencias necesarias para promover laempleabilidad y la producción de riqueza. Sin embargo, los sectores más ricos en Latinoamérica, aunque salgan últimos en cualquier olimpíada mundial de matemática o ciencias, son los que más dinero ganan y acumulan proporcionalmente en el mundo. La élite mexicana, brasileña, colombiana, chilena o argentina apenas aprende un poco más que los alumnos más pobres de las escuelas públicas en España. No por eso dejan de ser cada vez más ricos y poderosos. Si de eso dependiera, serían cada vez más pobres. Esa aparente mediocridad escolar en nada ha limitado la reproducción de un sector que amplía sus privilegios y sus fortunas. Es el modelo de desarrollo y acumulación, el proceso de producción de miseria e de injusticias históricamente existente en esos países, lo que hace tan ricas a unas pocas familias latinoamericanas, no sus virtudes escolares.
En suma, la relación entre educación y progreso económico es más compleja, más dinámica, mucho más enmarañada y multicausal que lo que parecen estar dispuestos a aceptar los ministros de educación de las naciones más poderosas del planeta en las frías y aburridas jornadas de debate que se realizan en Bruselas. Es una pena que los ministros y ministras de educación europeos hayan perdido el tiempo criticando la educación de sus países y no el discriminatorio mercado de trabajo o las injusticias y desigualdades que se gestan cotidianamente en el seno de sus sociedades. Prefieren criticar la educación y esperar de ella milagros. Europa, sin lugar a dudas, vivió momentos mejores.
¿Para qué sirve entonces la educación?
Espero que estos comentarios críticos acerca del vínculo entre educación, empleo y desarrollo no desanimen a quienes defienden y luchan por la ampliación del derecho a una escuela de calidad para todos. La educación pública es, sin lugar a dudas, una de las principales herramientas que tenemos para construir el progreso y el bienestar de nuestras sociedades. Y lo es, porque puede ayudarnos a pensar, imaginar, soñar y construir una idea de progreso y bienestar que no se limite sólo a mejorar la posición de las personas en el mercado de trabajo o de nuestros países en un cada vez más competitivo y salvaje sistema mundial.
Debemos, claro está, construir sociedades más desarrolladas económica y tecnológicamente. Sería bueno, por cierto, que los economistas convencionales, además de dedicarse a criminalizar y cuestionar a la escuela y a los docentes, utilizaran su imaginación para ayudarnos a transitar por estos los caminos del bienestar económico. Haciéndolo, realizarían mejor su trabajo y un valioso aporte al futuro de la humanidad.
No es a la escuela a quien le cabe producir los insumos para que la economía se vuelva más competitiva. Por el contrario, la educación debe transformarse en una oportunidad para comprender el mundo en que vivimos y ayudarnos a construirlo sobre los principios de la solidaridad, la igualdad y la más radical defensa de los derechos humanos, la paz y la justicia social. Ya lo hemos repetido más de una vez, inspirados en Paulo Freire y en las pedagogías emancipatorias que tanto nos ayudan a imaginar un porvenir mejor para nuestros pueblos: la educación no cambia el mundo, la educación cambia las personas, y son ellas las que harán del mundo un lugar más digno y acogedor. La educación es el espacio, la plataforma, la cuna donde se gestan la esperanza y la utopía que brindan energías a nuestra lucha por sociedades donde el ser humano sea algo más que un valor de cambio y el conocimiento un bien común del que todos puedan apropiarse.
Desde Buenos Aires
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