En los últimos días, se han sucedido hechos
contradictorios: personalidades relevantes pronunciándose
públicamente a favor de un pacto de Estado en Educación, mientras el
desarrollo normativo de la LOMCE prosigue, ajeno a cualquier consenso.
A favor del pacto, además de muchas voces de mayor o menor peso, volumen y calidad
sonora en nuestra sociedad actual –que no han cesado de clamar por él desde
antes de que Gabilondo lo propusiera en 2009-2010, en su breve mandato al frente
de Educación-, ha vuelto a sonar con especial eco estos días el coro formado
por el propio Ángel Gabilondo y Mercedes Cabrera (PSOE), junto a Juan Antonio
Ortega y Díaz Ambrona (UCD) y Eugenio Nasarre (PP). La semana de la Educación
de la Fundación Santillana fue el espacio elegido para entonar de urgencia la
necesidad de llegar a acuerdos similares a los que se protagonizaron con
ocasión de los Pactos de la Moncloa (el 25 de octubre de 1977), convocando al
efecto a los agentes sociales, imprescindibles para poder llevarlo a efecto, y
con el compromiso de establecer un período estable de desarrollo del mismo con
los medios adecuados.
La vuelta a la dinámica
pactista en estos días puede ser indicativa de varias
realidades de fondo. Por un lado, que en este ámbito de la educación sigue sin
resolverse satisfactoriamente la ecuación de libertad e igualdad –con grave
perjuicio de la justicia distributiva de este bien para los más
desfavorecidos-, al traducir siempre de manera limitada los principios de
comprensividad y calidad educativas. Entendidas como opuestas y de imposible
convivencia ambas cualidades, darán siempre pie a concepciones y proyectos
educativos contrarios y permanentemente a la greña e incompatibles. El art. 27
de la Constitución es suficientemente ambiguo para que ambas posiciones tiendan
a encastillarse –más que a pactar- y esté produciendo que, en el trance actual,
en vísperas de implantarse la LOMCE, en no pocos departamentos de comunicación de
otras fuerzas políticas y sociales se esté ya preparando la siguiente Ley
orgánica que sucederá a ésta. Por otro lado, los ecos de las voces que vuelven
a hablar de “pacto de Estado en educación” parecen tener claro de fondo el
deterioro general de la clase política española, fruto de una serie de
acontecimientos demasiado prolongada en que se da la impresión de que sólo
importen los privilegios de algunos grupos corporativos minoritarios, mientras
la situación general de la gran mayoría de la población se está degradando a
paso rápido hacia la pobreza. La educación es uno de esos derechos y servicios
sociales de que se está privando a la gente o cuyo acceso y disfrute se le está
dificultando crecientemente. A este ritmo –perceptible también en otro conjunto
paralelo de reglas de convivencia que se están fraguando o ya están en
ejercicio-, pronto demasiada gente se sentirá alejada plenamente de este sistema democrático al que no le percibirá
ventaja alguna.
Y, entretanto, prosigue
el desarrollo normativo de la LOMCE, ajeno a todo
esto, como si de un autómata se tratara. Durante un tiempo asistiremos al
debate epidérmico de “qué hay de lo mío”. Cada profesor, cada departamento
didáctico e, incluso, cada centro educativo, estará entretenido en adivinar
cómo queda su materia, sus horas lectivas y su posible caída en lo prescindible
del sistema. Iremos oyendo a cada Consejero autonómico recitar la palinodia de
que perderán o no perderán docentes, de que quedarán o no plazas vacantes, de
que habrá o no habrá recursos suficientes para llevar adelante los nuevos
planes curriculares que ya en el curso próximo se ponen en ejercicio. Es
posible que, a finales de este mes, estén ya elaborados los nuevos planes
curriculares –con sus variaciones horarias de algunas asignaturas, desaparición
o disminución de otras y las consiguientes urgencias de adaptación de alguna de
las novedades- y que todo parezca dispuesto a funcionar en septiembre como si
de una maquinaria nueva se tratara.
Hay que contar con los
impactos del cambio. Habrá una serie no menos
larga de adaptaciones que se pretenden hacer a costa de los profesores y de los
alumnos que pronto harán excesivamente rígida e incoherente su aplicación . Pretender
“mejorar la educación” sin tener en cuenta a estos sujetos centrales del
sistema va a suponer una aventura de muy corto recorrido. Inexorablemente
volveremos a la copla de siempre: cómo los “elementos” son culpables del
fracaso de un bien o mal intencionado proyecto. No hay ley educativa que no
haya llevado como gran leit-motiv justificativo
la “mejora de la calidad de la educación”: puede leerse en el preámbulo de
todas ellas y, particularmente, en las que se han venido sucediendo desde la
Ley Geneeral de Educación (LGE) de 1970. A lo largo de estos últimos 43 años,
capítulos enteros de las normativas del BOE se han dedicado asiduamente a insistir
en ello, con la incredulidad consiguiente que produce el que los presupuestos
generales del Estado no hayan traducido casi nunca tan preciado afán.
Consiguientemente, y por más que nuestras ilustrísimas autoridades educativas
sigan negando –como es tradicional- que la calidad educativa no se mide con
dinero, los resultados son lo que son y tal vez debieran dar gracias de que
sean menos malos de lo que correspondería.
Un dato nada
significativo a tener en cuenta. Cualquiera que
conozca de cerca el trabajo educativo actual sabe lo mucho que ha cambiado el
conjunto de competencias que se exigen a un profesor para que pueda decirse de
él que es un “buen profesional”: no puede restringirse a ser mero “profesor”,
sino que ha de cumplir muchas tareas –relativamente nuevas respecto a hace 50
años-, que le sitúan primordialmente como “educador” y mediador del
conocimiento y de las actitudes cívicas fundamentales ante sus alumnos, sus padres
y la sociedad. El repertorio completo puede leerse en las descripciones de
objetivos y capacidades que –supuestamente- ha de adquirir quien pretenda ser
maestro o profesor de secundaria al realizar el máster correspondiente. Desde
1970, este conjunto de aptitudes y actitudes de los candidatos a estas
profesiones de la docencia ha venido creciendo, sin que puedan aflojar, además,
su capacidad de estar al tanto de la evolución del saber en el área de su
especialidad. Pues bien. ¿conocen ustedes algún profesional de cualquier nivel
productivo que esté dispuesto a trabajar el doble o el triple si le disminuyen
progresivamente su salario o sus condiciones laborales básicas?
A los profesores y
maestros, sin embargo, les vienen reduciendo
sistemáticamente su capacidad adquisitiva, probablemente porque quienes
coordinan las políticas educativas deben creer que son prescindibles, intercambiables
de cualquier modo o -como algún dirigente ha dicho-, unos “vagos empedernidos”.
Los datos indican –por más que pretendan soslayarse-, que, “tras cinco años de
recortes salariales, los docentes han cumulado unas pérdidas de entre un 44 y
un 63% en función de la antigüedad y el cuerpo a que pertenecen”, como reza un
reciente documento de CCOO. Sin considerar que la jornada laboral ha pasado de
35 a 37,5 horas de trabajo directo en el centro -lo que supondría un incremento
de otro 7,14% en la devaluación de sus salarios-, aparte de que 64.900
trabajadores de la enseñanza se han quedado sin empleo desde finales de 2011 (06_02_2014_pérdida
de poder adquisitivo del profesorado de la enseñanza pública.pdf). Más horas de
trabajo, menos salario, más alumnos y más diversos a atender y mayor
complejidad de tareas –amén de cambios sustantivos en la organización interna
de los centros-, no configuran la situación más optimista para que la
renovada retórica en torno a la
empalagosa “mejora de la calidad educativa” vaya esta vez a sobrepasar mucho
las burocráticas tipografías del BOE y de los diarios oficiales de las
respectivas Administraciones autonómicas.
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