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En plena pandemia abundaron los lamentos porque nos preocupaba más que se abrieran las terrazas de los bares que los colegios y los institutos. Era la versión 2.0 de la clásica elección imposible entre cañones y mantequilla. A un mes de cuando hubiera acabado un curso ordinario, elegir entre terrazas y colegios era más un debate para demostrarle al mundo cuánto nos importaba a todos la educación que una decisión que pudiéramos o debiéramos tomar porque fuera a tener consecuencias relevantes. El riesgo epidémico que suponía abrir de nuevo las aulas, a cambio del exiguo beneficio de dar dos o tres semanas de clase, era tan fácil de calcular que daba un poco de vergüenza que se plantease de manera tan oportunista el dilema entre bares o escuelas.
La hora de demostrar de manera fehaciente, con hechos y con políticas, cuánto nos preocupaba de verdad la educación era a lo largo y ancho de este verano. Y lo hemos hecho, hemos vuelto a demostrar que nos importa más bien poco. No es casualidad, ni una desgracia, ni un accidente que seamos el único país de la UE15 que ha salido de la Gran Recesión devolviendo su inversión en educación a los porcentajes del siglo pasado. Si a la educación pública española le dieran un euro por las veces que todos hemos proclamado en público lo mucho que nos importa, cómo es y debe ser la primera prioridad y que no hay futuro sin ella, estaríamos en las cifras de inversión de Alemania o Finlandia.
Tuvimos y tuvieron los gobiernos días y días durante el verano para preparar y contratar el personal educativo extra que vamos a necesitar, para entrenar al que ya tenemos en plantilla, para adaptar las instalaciones y preparar las aulas, los comedores o el transporte. Pero estábamos demasiado ocupados perdiendo el culo corriendo detrás de los turistas británicos y alemanes y sus gobiernos. Ahora llega septiembre y, de nuevo, España se llena de plañideras rasgándose las vestiduras por la educación, mientras en Italia se están gastando 3.000 millones de euros en reforzar su sistema educativo contratando a 140.000 personas. Todo se ha vuelto prisas, ocurrencias y protocolos para trasladar la responsabilidad a los educadores y a los propios chavales y sus mascarillas; todo condimentado con este cada día más irritante juego de señalamiento entre administraciones.
Se habilitó en mayo un fondo especial de 2.000 millones para educación. Creo que no es pedir demasiado demandar que se nos detalle, tanto en la pública como en la concertada, en qué se está gastando y, si no está siendo suficiente, que alguien nos explique cómo y cuándo lo van a completar para que colegios, institutos y universidades puedan funcionar en septiembre con las instalaciones, los recursos y el personal que merece un sistema educativo que lleva décadas compitiendo con los mejores desde la penuria y el racionamiento. Eso estaríamos discutiendo si la educación nos importase tanto.
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