Publicamos este artículo del compañero Manuel Menor
Su
posible final podría significar el término de una época; si llega a acontecer
será muy dispar su valoración.
Con motivo del inicio del debate en el Congreso de la nueva Ley
Orgánica de Educación –la LOMLOE-, vuelven a entonarse premonitorios Requiem por la presencia del Latín y del
Griego como asignaturas con carácter troncal en el sistema escolar. De ser
cierto lo que se sospecha puede suceder, con él desaparecería la leve
diferencia que existía en estos años últimos entre los itinerarios de Humanidades
y Ciencias Sociales, por la presencia que en el primero tenía en Bachillerato la
lengua del Imperio Romano. Se entonan ya, asimismo -igual que sucediera en
otras reformas educativas-, cantos defensivos de la Cultura Clásica, que entraría
en fase terminal.
Elitismo clásico
No faltan, incluso, voces reivindicativas indicando que en algunos
países de nuestro entorno, como Francia e Italia, se camina en sentido
contrario, potenciando más lo que había. Olvidados del Rosa –rosae, quienes hayan estudiado latín por alguno de los planes
de estudios ya finiquitados hace muchos años, con estas noticias habrán tenido múltiples
reacciones y no necesariamente coincidentes. Es verdad que, desde la Ley Moyano,
en 1857, su presencia en el sistema
escolar español ha sido continua, pero no constante: no ha sido del mismo modo ni
con el mismo carácter; no ha sido
universal la obligatoriedad del sistema escolar –ni hasta la misma edad-, ni el
acceso al Bachillerato ha sido tan amplio como es desde los años noventa.
Cuanto más atrás miremos, más limitado fue el alcance del sistema
y, por tanto, mayor la diferente presencia del Latín. Por algo de la Ley de
20.09.1938, de Sainz Rodríguez, se dice que tuvo un carácter estrictamente
elitista; no porque los estudiantes proviniesen del Gotha social para hacer
estudios superiores, sino porque la complejidad del estudio de los idiomas clásicos
en un plan que hacía obligatorio su estudio cíclico durante todo el
Bachillerato –al adentrarse en la sintaxis, sobre todo- era habitualmente
difícil para la mayoría. Tan elitista era,
que –en plena hambruna de la postguerra- no habiendo suficientes
profesores, se constituyeron apresuradamente las especialidades: el Centro de Estudios Clásicos en la Universidad de
Barcelona y una Escuela de Filología Clásica en la de Salamanca (BOE del 5 y
16.02.1939), con el propósito expreso de nutrir de
docentes las aulas de Bachillerato y que la lectura de
los autores clásicos fuera provechosa para la prefijada formación del alumnado.
Las “clases directoras”
La reforma de Sainz Rodríguez estableció una nueva “Enseñanza
Media”, como se empezó a llamar esta etapa educativa en 1938, y no de Segunda
Enseñanza; simbolizaba, en su propio cambio de nombre, el destino a que se
orientaba ahora el Bachillerato: ser “instrumento
más eficaz para, rápidamente, influir en la transformación de la sociedad y en
la formación intelectual y moral de sus futuras clases directoras”. Era toda una declaración de intenciones sobre
cómo querían enfocar desde el Estado Nuevo el sistema educativo, teniendo en
cuenta que era el primer nivel que cambiaban –antes incluso que Primaria-,
determinados a que el Bachillerato universitario fuera la “norma y módulo de
toda la reforma” global que harían a todo el sistema educativo de la brevísima
etapa republicana, porque -según el
Preámbulo de dicha ley- lo consideraban muy
relevante.
La clave en que cifraba la elevación educativa de las
“clases directoras” –o clase media, que diríamos hoy- era un bachillerato de
“cultura clásica y humanística”, con un
contenido eminentemente católico y patriótico. Lo primero, por el
crédito que, según los redactores de la norma, le da al “poder formativo
inigualado del estudio metódico de las lenguas clásicas; el desarrollo
lógico y conceptual extraordinario que
producen su análisis y comprensión en las inteligencias juveniles, dotándolas
de una potencialidad fecundísima para todos los órdenes del saber”[1]; lo segundo, porque, según decían, “el
Catolicismo es la médula de la Historia de España”, lo que hace imprescindible
“una sólida instrucción religiosa que comprenda desde el Catecismo, el
Evangelio y la Moral, hasta la Liturgia, la Historia de la Iglesia y una adecuada Apologética, completándose
esta formación espiritual con nociones de Filosofía e Historia de la
Filosofía”.
La Base IV de esta ley establecía las asignaturas fundamentales.
De las siete, “Religión y Filosofía” conformaba un núcleo que, junto a
“Cosmología” y “Geografía e Historia” –y en parte también la “Lengua y Literatura”-,
propiciaba el pleno adoctrinamiento. En lo que atañe específicamente a “Lenguas
Clásicas”, decía: “Un ciclo sistemático de Lengua Latina durante los siete
cursos, acompañados en los tres últimos del estudio de su literatura. Y cuatro
años de lengua Griega, con el estudio de sus clásicos en los dos últimos años”;
solo Matemáticas permitía cierta asepsia o neutralidad no dirigista.
Para no equivocarse de perspectiva, entiéndase que esta reforma de
Sainz Rodríguez vino acompañada de la depuración de profesorado y del
desmantelamiento de los centros públicos. Redujeron los 132 institutos
nacionales que había en julio de 1936, a 30; los 68 elementales pasaron a ser
47; y los 7 institutos-escuela se suprimieron como tales: a muchos hasta les
cambiaron el nombre y les pusieron el que todavía llevan. Suprimieron la
coeducación e impusieron una serie de determinaciones simbólicas que empezaron
a campear en las aulas, todo lo cual vino acompañado de la preeminencia de los colegios –en su mayoría religiosos- en
la etapa de Enseñanza Media, dificultando a las
familias modestas que promovieran la educación de sus hijos; mientras en 1931
los bachilleres de la enseñanza privada ascendían al 28,9%, en 1943 serán el 70,7%; hasta 1959, apenas se crearon 10
nuevos institutos, mientras se sextuplicó el número de centros privados
respecto a los que había en 1939.
Desde 1953
Todo esto recuerda la presencia masiva que tuvo el Latín en el
sistema educativo general, sin contar la preeminencia selectiva que ejerció en
las carreras eclesiásticas, de seminarios y conventos. Para el año 1953, cuando
Ruiz Giménez modificó la ley de 1938, la presencia del Latín en el Bachillerato
cambió y, de entonces acá, ha cedido
terreno en competencia con otras materias. Es discutible si es este el momento
oportuno para que, cuando ya es mortecina su presencia, acontezca lo que muchas
voces temen que puede suceder. No está mal recordar, de todos modos, el que fue
momento crucial de su presencia en el sistema educativo español, a fin de
centrar mejor los argumentos cuando, por otra parte, tantos cambios urgentes
necesita el currículo existente si se quiere una enseñanza consistente y que
merezca la pena. ¡Ave Caesar…!
Manuel Menor Currás
Madrid, 20.07.2020
No hay comentarios:
Publicar un comentario