Ambas
historias son la misma historia: más democracia es más feminismo y más
educación igualitaria en libertad. En este caso, menos es menos.
El próximo día ocho es
el día internacional de la mujer desde 1975. La
ONU decidió conmemorarlo en honor de las mujeres que habían muerto -entre
otras, en 1911- por reclamar unas condiciones laborales más dignas y por la
supresión del trabajo infantil. Venían peleando desde 1857 por estas mejoras y,
desde entonces, se desarrolló el feminismo, como reivindicación de presencia
social, política y cultural de las mujeres: el 52% de la Humanidad.
En España también existe esta historia, con hechos, logros y
oposición que aquí acontecieron. Por ejemplo, también fue un 8 de marzo, de 1910 en este caso, que
en España se abrió a las mujeres la posibilidad de que entraran a estudiar en
la Universidad: una Real Orden dispuso la supresión de otra de 1888 que les
exigía que, si solicitaban estudiar había que “consultar a la Superioridad”.
Estaba siendo un engorro y no tenía en cuenta que “el sentido general de la
legislación de Instrucción pública es no hacer distinción por razón de sexos”.
En adelante, “las inscripciones de matrícula en enseñanza oficial o no oficial
solicitadas por las mujeres les serían concedidas siempre que se ajusten a las
condiciones y reglas establecidas para cada clase y grupo de estudios”.
Se acababa el fingir que se era hombre para asistir a las aulas
universitarias las pocas mujeres que estuvieran en disposición de poder
hacerlo. Y se les abría el campo de las profesiones liberales, la creatividad
artística y literaria. Más difícil sería el de la convivencia política y
social, más plagado de arrogancias comparativas retardatarias de la igualdad.
Tardarían en no ser excepcionales las historias de mujeres como Concepción Arenal o Emilia Pardo Bazán. María José Lejárraga, cuyas más de 90
obras literarias firmaba su marido Gregorio Martínez Sierra, moriría en 1974
sin ver reconocidos todavía sus derechos de escritora.
Muchas razones coincidieron en que se abriera paso cierta
disposición de reconocimiento a los derechos de la mujer. Sobre todo, el cambio
económico que estaba expresando el creciente urbanocentrismo con la industrialización
y los servicios, mientras quedaba obsoleto lo que, solapadamente, acontecía en
el ámbito doméstico burgués. En el mundo rural, hasta los años sesenta este
cambio no empezó a ser tan potente, pero en las ciudades todo iba más
acelerado, como advirtió Fernando de Castro
en aquellas Conferencias dominicales
de 1869 y, muy pronto, con la creación de la Asociación para la Enseñanza de la
Mujer en 1870. De aquí saldrían algunas de las primeras secretarias, institutrices,
telegrafistas y otros oficios “femeninos”. Es en ese ambiente que algunas de mujeres,
como María de Maeztu o María Goyri, empezarían a destacar en
otros campos de gestión y actividad educativa. La Residencia de Señoritas, la
Junta de Ampliación de Estudios, el Instituto-Escuela, el Lyceum Club Femenino español,
fueron otros tantas iniciativas que contribuyeron a hacer un mundo más abierto
y más humano. Y llegaría el art. 23 de la Constitución de 1931, la Constitución que reconocía
a la mujer “los mismos derechos electorales conforme determinen las leyes”.
De entonces acá, la Guerra y la postguerra de 40 años dieron marcha
atrás a toda aquella historia. Más de la mitad de la población española dejó
prácticamente de existir políticamente, mientras un selecto grupo de sublevados
secuestró su opinión a la otra mitad, incluso después de 25 años de Victoria,
en un referéndum muy peculiar. A las mujeres se las tuvo entretenidas con el
Hogar y con la Economía doméstica -como preceptuaba la Reforma de la Enseñanza Primaria de 1945- o con el Servicio social que impusieron desde la sección Femenina.
Pilar Primo de Rivera simuló que el trabajo doméstico las liberaba de otras
preocupaciones; tendrían tareas sobradas para dar sentido a sus vidas sin
necesidad de ocuparse de las cuestiones importantes como los hombres. Hasta la Ley de relaciones laborales del 8 de
abril de 1976 (BOE 21.04.1976), a la
mujer le estuvieron prohibidos todo tipo de actos jurídicos y económicos si no
contaba con la autorización de su marido; un año antes se había reformado el
Código Civil y Comercial, que habían desequilibrado totalmente los derechos de
los cónyuges.
Y hasta 1977 no llegaría a
la judicatura ninguna mujer, porque no se les había abierto hasta 1966 la posibilidad de ejercer la abogacía. Todo
ese conjunto de estrategias y dispositivos ambientales estuvo permanentemente
acompañado de una labor de censura que veía a la mujer como algo que
contaminaba la moral y la ortodoxia. Ese trabajo, muy coherente con la
literalidad del Génesis, estuvo muy
vinculado a la administración del miedo que la Iglesia hizo desde el púlpito, los
libros de religión en las escuelas y la censura. Las órdenes del BOE sobre espectáculos, cinematografía y
teatro así lo dejan ver, igual que la documentación sobre la Oficina Nacional
de Clasificación de Espectáculos, que dependía de la Comisión Episcopal de
Ortodoxia y Moralidad. Aquellas fichas de películas que
la CONCAPA publicaba en 1940 para “orientar a los padres sobre la
valoración moral de las películas” también son de gran interés y, entre unos y
otros testimonios, se puede contabilizar cómo, solamente contando entre 1953 y
1959, habían calificado el grado de “peligrosidad” de 2437 películas y 772
obras de teatro.
¿Y qué pasó con las “lecturas buenas y malas”? Otra historia larga de censura, recriminación y
discriminación –en gran parte en las mismas manos-, tan mutiladora como la de la
escuela, que debía ser segregadora por sexos, igual que los institutos, las escuelas
normales, etc.: hasta entrados los años ochenta no se normalizó la convivencia
de chicos y chicas en el mismo centro educativo. Y aquí están de nuevo algunos
grupos tratando, sobre todo desde 2013, de revertir este largo recorrido, lleno
de obstáculos para que las mujeres españolas tengan una real igualdad con los
hombres. Proclamando como “derecho parental” lo que no es más que limitación de
derechos de los niños y niñas a crecer
libres, indican que los prefieren callados y calladas, obedientes y
pasivos, sumisos y sumisas al mandato paterno, como menores de edad permanente,
acompañados de clérigos reaccionarios a quienes no se sabe quién les da vela en
este asunto.
Pero la Historia sigue: aquí están las mujeres reclamando igualdad
de trato un año más, mientras muchas de sus compañeras quedan muertas en el camino. Piden ahora que, legalmente, se
acabe la discriminación incluso en algo tan básico como la libertad sexual o en
lo concerniente a la visibilidad y derechos LGTBI. Y aquí deben acompañarlas
igualmente cuantos reclamen una escuela más democrática, con las manos libres
para que la libertad de conciencia pueda ser realidad estructural y pedagógica
en las aulas. Las cuestiones “naturales” no se han de confundir con las “culturales”,
y la educación es el instrumento con que “la cultura” de hombres y mujeres se hace
igualitaria y no segregadora, como ya reclamaba la Lisístrata de Aristófanes en el año 411 a. C. Sin duda: más educación es más feminismo; menos educación es más sumisión y barbarie.
Manuel Menor
Madrid, 07.03.2020
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