Publicamos este artículo del compañero Manuel Menor
Múltiples aprendizajes deja la tormenta sanitaria que
sobrevuela el mundo. Ni la ansiedad del público, ni una posible mala praxis de
los servicios médicos valdrán de nada.
Del impacto creciente de esta epidemia
merecen destacarse algunos rasgos. A nivel interno, la sorprendente rapidez de algunos
políticos para sentirse expertos cuando ni los epidemiólogos tienen claro el
panorama. Y en comparecencias de algunos de la oposición -en la Autonomía
correspondiente o donde sea- el no menor desparpajo de algunos para casi culpar
a quien esté gobernando o intentándolo. En el turno de interpelaciones al
Gobierno, del pasado 25.02, pudo verse algún amago en este sentido, muy
tentador, pero poco “ejemplar” cívicamente hablando.
Menos baladí resulta la
consideración de este coronavirus Covid-19 dentro del panorama global. El campo
de los intercambios comerciales, las reacciones de la Bolsa, las acusaciones y
represalias con posibles cierres de fronteras, están en el ambiente. Como lo
están también dos perspectivas de las grandes líneas geopolíticas de futuro:
las nuevas formas de guerra, y las tácticas de control de las grandes
poblaciones. En un panorama en que el manejo de la aldea global ante posibles
riesgos, como el del muy cierto cambio climático que ya frecuenta nuestra
meteorología cotidiana, es importante este ensayo de reacciones de masas, sobre
todo para ver los comportamientos que suscitan las órdenes coordinadas de
jueces, médicos y policía. Desde esta óptica, el mapa que en tiempo real se
puede tener de la difusión progresiva de este todavía poco conocido virus es de
gran interés.
En nuestro campo educativo, no es
que se esté esperando el contagio de una epidemia por las decisiones que, como
en Japón por ejemplo, hubiera que tomar. Si no cunde el alarmismo que, en
algunas reacciones actuales como el acaparamiento subrepticio de mascarillas
resulta bochornoso, alguien debiera recordar que, en caso de que fuera preciso,
no sería la primera vez. Los nacidos en la postguerra pasaron sendas temporadas,
en los años cincuenta y sesenta, en la supuesta tranquilidad de sus domicilios
sin ir a la escuela: “fiebre amarilla”, se llamaba aquello. En todo caso, el
fenómeno que estamos viviendo deja un conjunto de lecciones importantes a tener
en cuenta cuando el texto de la LOMLOE, conocido desde hace más de un año,
vuelve a primer plano político.
La primera, que -como el coronavirus
en la secuencia de otros problemas sanitarios- la LOMLOE es una ley más, la
octava ya desde la CE78. Es una tradición en la historia educativa española. Ya
se ha contado aquí alguna otra vez cómo el primer ministro de Educación que
hubo en España a comienzos del siglo XX, él solito y en menos de un año que
duró su mandato, hizo 308 decretos para
un sistema que ya había nacido enclenque y condicionado en 1857. En estas ocho
leyes orgánicas, ninguna ha tocado a fondo las cuestiones limitadoras de la
auténtica libertad y universalidad educativas que la CE78 mandó se tuvieran en
cuenta. Y en esta tampoco se hace.
La segunda es que es
consolador que le quiten a uno una losa de encima. Pero con el mismo consuelo,
y no más, que el que dan las autoridades diciendo a todas horas en los
noticiarios que hay que tener calma con esta epidemia de origen chino. La de la LOMCE era una carga pesada, reconocida
en algunos aspectos por la propia gente conservadora pero razonable. No hay que
ser muy radical para borrar, enmendar o corregir esos excesos del equipo de
Wert en 2013, tan alabado por la parte más ultraconservadora y muy neoliberal del
paisaje educativo español. Algunas de las enmiendas que ahora se proponen serán
muy bien acogidas más allá del circuito de votantes habituales de los partidos
coaligados en este Gobierno.
La tercera es que,
respecto al coronavirus, no es nada consolador si no inquietante que, pese a
una supuesta colaboración de científicos de todo el mundo, no se sepa apenas
nada de la mutabilidad que pueda tener en humanos este virus. Traducida al
campo educativo, la equivalencia podría estar en que, a pesar de los 42 años de
democracia, tengamos cierta indiferencia instituida respecto a si el sistema
educativo quedará bien con estos acomodos que va hacer la LOMLOE: un poquito de
reducción del papel de la Religión, otro poquito de disimulo en los itinerarios educativos, alguna
atención más a las repeticiones de curso, y algunas cosillas complementarias
para que las particularidades autonómicas no se inquieten mucho en cuanto al
currículum. Parece que se redescubriera
ahora la LOE y que, desde el 03.05.2006, no hubiera habido ningún cambio en las
demandas educativas. La cuestión es si estos cambios no son una mutación que,
en vez de mirar hacia delante, solo miran hacia atrás, pero muy en corto, como
si de una mera réplica alternante se tratara…, como tantas otras veces.
La cuarta preferiría
remitir una parte sustantiva de todo este ajetreo a los especialistas. Téngase
en cuenta que los inmunólogos expertos en el Covid-19 llaman la atención en sus
recomendaciones y protocolos sobre una cuestión básica: de dónde procede la
contaminación de alguien, si es local o es sobrevenida por haber viajado o
contactado con los focos originarios. Determinar esa relación es clave para las
recomendaciones más convenientes a seguir. En educación, sin embargo, el método
científico no parece valer si no es para confirmar alguna opinión de alguien,
que no una hipótesis. Casi siempre es indiferente la labor investigadora de
multitud de personas que en los departamentos de Historia de la Educación,
Políticas educativas o Sociología de la Educación, especialmente, no hubieran
averiguado nunca nada sobre los males profundos del sistema. Si no sirve todo
ese bagaje de lo escrito y publicado, reivindicado incluso por organizaciones
solventes y preocupadas por el bien público durante largos años, ¿no es inútil?
Es excesivamente elástico, por otra parte, qué sea en la práctica ser autoridad
en estos asuntos y en nombre de qué se arrogue alguien ese título. Del cansino desfile
de gentes y asociaciones que pasaron por el Congreso de Diputados con motivo de
aquel “pacto educativo” de Méndez de Vigo, tanto valían unas voces como las
contrarias.
La quinta -y podrían ser
más- es que, entre naturaleza y cultura hay una íntima relación complementaria
a condición de que no se pretendan confundir ambos planos dejando la impresión de
que engañar es barato. Una educación de mala calidad es algo tan cultural como
una de buena calidad. A las alturas de este siglo, es cuestión de elección
política, claro, pues hablamos de algo que nos atañe a todos. No dar más pasos
en la buena dirección y mantener el statu quo de muchos problemas, no es
sino dejación, comodidad o pura rutina burocrática, un tipo de comportamiento cultural
consentido e interesado. Concretando: lo propio de una cultura desarrollada,
universalizadora de los derechos educativos en plenitud, no puede quedar
encomendado en una ley orgánica a un prólogo introductorio, más o menos guapo
pero que no alcanza a concretar su dimensión democratizadora en casi nada. Casi
todas las leyes educativas -no todas porque algunas de la época del primer
franquismo eran puro decreto- tienen unos prólogos muy laudables, pero meramente
retóricos, indicativos del quiero y no puedo o no tengo ganas que, a lo sumo,
queda luego articulado en un tiempo de desideratas más o menos desganadas,
hipotéticas, y que nunca se hará nada para cumplirlas: el tiempo verbal del
potencial simple.
En fin, que, si el
coronavirus Cavid-19 sirve para metaforizar lo que le sucede a nuestro sistema
educativo, alguna lección deberíamos sacar en limpio. La calidad con que
hacemos frente a ambos campos de problemas no se medirá por la palabrería que
se genere, sino por la eficacia en profundidad que se tenga disponibilidad para
activar. Hasta qué punto el actual Ministerio de Educación siga teniendo las
manos atadas y de qué manera las personas y grupos tratamos de solucionar una
epidemia según nuestra libre fantasía, son perspectivas que pueden conducir al
caos. Podría no tener importancia si los problemas no siguieran ahí y los más
débiles no tuvieran que pagar el pato. Pero como sufridores, son los primeros en recordar la
hipocresía de las políticas que no nos atrevemos a llevar a cabo. Si el
panorama que tienen delante uno de cada tres niños y niñas en edad escolar es
muy duro, desde ese mundo de la exclusión y pobreza que no cesan de recordar
las instituciones del trabajo social los
cambios que inspira esta LOMLOE en la dirección de una mayor igualdad se
adivinan cortos.
Madrid, 03.03.2020
Manuel Menor Currás
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