No esperen aquí grandes postulados, lecciones infalibles, sino pequeños detalles que sirvan para emplear el pensamiento crítico para revisar el presente y lanzar una mirada reflexiva hacia el futuro.
La vida nos enseña que aquello que asimilamos en la escuela no siempre sirve para entender las cosas que pasan cada día a nuestro lado. Para lograrlo necesitamos un aprendizaje permanente, una memoria de hechos acumulada con la ayuda del pensamiento crítico, porque en cada momento se nos presenta una situación que desborda lo que sabemos. Si nos creemos ciudadanos del mundo, no debemos conformarnos -refugiados en la comodidad o en la ignorancia- con presenciar impasibles lo que vemos alrededor. Aunque haya gente que prefiere pasar así por la vida, cada día más personas piensan que existen muchas razones para intentar cambiar los comportamientos que tenemos ahora. También a quienes transitan por las aulas les preocupan los problemas a los que se enfrentan muchos seres vivos –sean humanos o no- que se mueven en una permanente incógnita de supervivencia.
Sabemos que la acción transformadora se sustenta en la educación global, que es siempre una tarea colaborativa. Por eso no está de más que desde la escuela se intente educar de manera diferente, crítica, participativa, exigente, sobre escenarios abiertos, y así apuntalar un futuro posible. Por eso, aquí hablaremos de medio ambiente, de sostenibilidad y de ecología, que se parecen pero son diferentes; eso sí están tan interconectadas que uno no se atreve a decir cuándo hace más hincapié en una cuestión o en otra. El cometido no es nuevo; figura en los libros de texto y en los currículos desde hace varias leyes educativas -en particular desde la Logse- pero lo hace demasiadas veces con carácter lineal, estático, cuando parece que debería ser todo lo contrario.
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